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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (76 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—No tenéis derecho, acusado, a esquivar una respuesta —intervino con calma Masseneau—. ¿Reconocéis haber «dado la vida», como dice ese sacerdote, a los seres monstruosos de que se trata?

—Evidentemente, no, y aunque la cosa hubiera sido posible, no veo en qué habría podido interesarme.

—¿Consideráis, pues, que es posible engendrar la vida por artificio?

—¿Cómo saberlo, señor? La ciencia no ha dicho su última palabra, ¿y no nos ofrece la naturaleza ejemplos intrigadores? Estando en Oriente, vi la transformación de ciertos peces en tritones. Traje algunos de muestra a Toulouse, pero aquella mutación no quiso renovarse nunca, lo que sin duda se debe a una cuestión de clima.

—En suma —dijo Masseneau con un trémolo dramático en la voz—, ¿no atribuís papel ninguno al Señor en la creación de los seres vivos?

—Nunca he dicho eso, señor —respondió con calma el conde—. No sólo sé perfectamente el
Credo,
sino también que Dios lo ha creado todo. Pero no veo por qué le habéis de negar el derecho de haber previsto ciertas condiciones de paso entre los vegetales y los animales, o del renacuajo a la rana. Sin embargo, nunca he «fabricado» esos seres a los que llamáis homúnculos.

Conan Bécher sacó entonces de entre los amplios pliegues de su sayal un frasquito y se lo alargó al presidente. El frasquito pasó de mano en mano entre los jurados. Desde su sitio, Angélica no podía distinguir lo que contenía, pero vio que la mayor parte de los hombres togados se santiguaban, y oyó que uno de los jueces llamaba a un pasantillo y lo mandaba a buscar agua bendita a la capilla.

Todos los componentes del tribunal adoptaron una expresión horrorizada. El juez Bourié se frotaba las manos sin cesar, sin que se supiese si era de satisfacción o para borrar las huellas de procreación sacrilega.

Peyrac, vuelto a otro lado, no parecía interesarse por la ceremonia. El frasco volvió al presidente Masseneau. Este, para examinarlo, se puso unos lentes con gruesa armadura de concha y por fin rompió el silencio.

—Esta especie de monstruo más bien se parece a un lagarto raquítico —dijo en tono decepcionado.

—He descubierto dos de esos homúnculos apergaminados y que debían de servir de hechizos introduciéndome con riesgo de la vida en el laboratorio químico del conde —explicó modestamente el monje Bécher.

Masseneau interpeló al acusado:

—¿Reconocéis este… esto? Guardia, llevad el frasco al acusado.

Al coloso de uniforme a quien acababan de dar la orden le sobrecogió un temblor convulso. Se atropelló, vaciló, acabó por tomar el frasco con decisión, pero lo dejó escapar con tanta mala suerte que se rompió.

Un ¡ah! de desilusión recorrió la concurrencia, que, deseosa de ver más de cerca, se adelantó, pero los arqueros que ocupaban la primera fila contuvieron a los curiosos. Por fin se adelantó un alabardero y pinchó con el arma un objeto pequeño, casi indiscernible, que fue a poner bajo la nariz del conde de Peyrac.

—Sin duda es uno de los tritones que traje de China —dijo con calma—. Se han debido de escapar del acuario donde sumergí el alambique para que el agua en que los conservaba estuviese siempre tibia. ¡Pobres anímalejos!

Angélica tuvo la impresión de que, de toda aquella explicación sobre los lagartos exóticos, la concurrencia no había recogido más que la palabra «alambique», porque al oírla volvió a escaparse un
¡ah!
de angustia.

—He aquí una de las últimas preguntas del interrogatorio —repuso Masseneau—. Acusado, ¿reconocéis el pliego que os presento? En él están enumeradas obras heréticas y alquímicas. Esta lista, al parecer, es fiel copia de uno de los estantes de vuestra biblioteca que consultabais más a menudo. Veo en esta enumeración especialmente el
De Natura Rerum
de Paracelso, en el que está el pasaje referente a la fabricación satánica de seres monstruosos, tales como esos homúnculos cuya existencia me ha revelado el sabio padre Bécher, subrayado por un trozo rojo y con algunas palabras de vuestra letra.

El conde respondió con voz enronquecida por la fatiga:

—Es exacto. Recuerdo haber subrayado de ese modo cierto número de cosas absurdas.

—En esta lista encontramos también libros que no tratan de alquimia, pero que están prohibidos. Cito:
La Francia galante se ha hecho italiana; Las intrigas galantes de la Corte de Francia,
etcétera. Estos libros están impresos en La Haya o en Lieja, donde sabemos que se refugian los más peligrosos libelistas y gacetilleros expulsados del reino. Los introducen en Francia clandestinamente, y los que los adquieren se hacen grandemente culpables. Señalo también en esta lista nombres de autores como Galileo y Copérnico, cuyas teorías científicas desaprueba la Iglesia.

—Supongo que esa lista —dijo de Peyrac— os la ha comunicado un mayordomo llamado Clemente, espía a sueldo de no sé qué gran personaje, y que ha estado varios años en mi casa. Es exacta. Pero os haré notar, señores, que dos móviles pueden empujar a un aficionado a incluir tal o cual libro en su biblioteca. Yo deseaba contar con un testimonio de la inteligencia humana, y éste es el caso del que posee obras de Copérnico y Galileo, ya que quería medir tomando por escala la necedad humana los progresos que la ciencia ha realizado ya y los que aún le quedan por realizar. Y así ocurre cuando recorre las lucubraciones de Paracelso o de Conan Bécher. Creédmelo, señores, la lectura de tales obras es ya en sí una gran penitencia.

—¿Desaprobáis la condenación regular por la Iglesia de Roma de las teorías impías de Copérnico y Galileo?

—Sí, porque la Iglesia se ha equivocado manifiestamente. Lo cual no quiere decir que la acuse en otros puntos. Ciertamente hubiera preferido fiarme de ella y de su conocimiento de los exorcismos y la brujería a verme entregado a un proceso que se pierde en discusiones sofísticas.

El presidente hizo un ademán teatral como para mostrar que era imposible hacer entrar en razón a un acusado de tan mala fe. Consultó después a sus colegas y anunció que el interrogatorio había terminado y que se iba a proceder a escuchar a algunos testigos de cargo.

Obedeciendo a una señal suya se destacaron dos guardias, y se oyó un alboroto detrás de la puertecilla por la cual había entrado el tribunal.

Pasaron entonces al pretorio dos religiosos de hábito blanco, luego cuatro monjas y por último dos monjes recoletos con sayal pardo. El grupo se colocó en fila ante la tribuna de los jurados. El presidente Masseneau se puso en pie.

—Señores, entramos en la parte más delicada del proceso. Llamados por el rey, defensor de la Iglesia de Dios, a juzgar en un proceso de brujería, nos ha sido menester llamar a los testigos que, según el ritual de Roma, pudieran probarnos de manera flagrante que el señor de Peyrac mantenía trato con Satanás. Relacionados cor el tercer punto del ritual, que dice —se inclinó para leer un texto— que dice que la persona que mantiene trato con el diablo, y a la cual se llama tradicionalmente «verdadero energúmeno», posee «las fuerzas sobrenaturales de los cuerpos y el imperio sobre el espíritu y el cuerpo ajenos», hemos retenido los hechos siguientes.

A pesar del rudo frío que reinaba en el salón, Masseneau se enjugó discretamente el sudor y reanudó la lectura balbuciendo un tanto:

—Han llegado a nosotros las quejas de la priora del convento de las hijas de San Leandro en Auvernia. Esta ha declarado que una de sus novicias, entrada hacía poco en su comunidad y que hasta entonces había dado satisfacción plena, manifestaba perturbaciones diabólicas de las cuales acusaba el conde de Peyrac. No ocultó que en otro tiempo se había dejado arrastrar por él a licencias culpables, y que el remordimiento de sus faltas la había conducido a retirarse al claustro. Pero no encontraba en él la paz, porque este hombre continuaba tentándola de lejos y ciertamente la había hechizado. Poco tiempo después trajo al capítulo un ramo de rosas que pretendió que un desconocido le había arrojado por encima de los muros del convento. Este desconocido tenía la silueta del conde de Peyrac, pero era de seguro un demonio, porque se demostró que en la misma época dicho gentilhombre se encontraba en Toulouse. El ramo en cuestión produjo extrañas perturbaciones en la comunidad. Otras religiosas se vieron atacadas por transportes extraordinarios y obscenos. Cuando volvían en sí, hablaban de un diablo rengo cuya sola aparición las colmaba de un gozo sobrehumano y encendía en sus carnes fuego inextinguible. La novicia causa de tal desorden permanecía en trance casi permanentemente. Alarmada, la priora acabó por dirigirse a sus superiores. Precisamente, la instrucción del proceso del señor de Peyrac acababa de empezar, y el cardenal-arzobispo de París me comunicó el expediente. Aquí mismo vamos a escuchar a las religiosas de dicho convento.

Masseneau inclinóse sobre su pupitre y se dirigió respetuosamente a una de las tocas que se inclinaban.

—Sor Carmencita de Mérecourt, ¿reconocéis en este hombre al que os persigue a distancia y que, según vos, os ha lanzado «la invocación ridicula y diabólica» del maleficio?

Alzóse una patética voz de contralto:

—¡Reconozco a mi solo y único dueño!

Estupefacta, Angélica descubrió bajo los velos austeros el rostro sensual de la hermosa española. Masseneau carraspeó y pronunció con evidente esfuerzo:

—Sin embargo, hermana, ¿no habéis tomado el hábito para consagraros exclusivamente al Señor?

—He querido huir de la imagen del que me hechizó. En vano. Me persigue hasta durante los santos oficios.

—¿Y vos, Sor Luisa de Rennefonds, reconocéis al que se os ha aparecido en el curso de escenas de delirio de las cuales habéis sido víctima?

Una voz juvenil y temblorosa respondió débilmente:

—Sí, yo… creo. Pero el que vi tenía cuernos…

Una oleada de risas sacudió a la concurrencia, y un pasante exclamó:

—¡Eh! ¡Puede que le brotaran durante su estancia en la Bastilla!

Angélica estaba roja de ira y humillación. Su compañera le apretó la mano para recordarle que debía conservar la sangre fría, y se dominó. Masseneau se dirigió a la priora del convento:

—Hermana, aunque esta audiencia sea harto penosa para vos, me veo obligado a pediros que confirméis lo que dijisteis ante el Tribunal.

La anciana religiosa, que no parecía emocionada en modo alguno, sino únicamente indignada, no se hizo rogar y declaró con voz clara:

—Lo que sucede desde hace algunos meses en el convento del que soy priora hace treinta años es una verdadera vergüenza. Hay que vivir en los claustros, señores, para saber a qué burlas grotescas puede entregarse el demonio cuando por intermedio de un brujo le es posible manifestarse. No oculto que el deber que hoy me incumbe me es penoso, porque sufro al tener que exponer ante un tribunal secular acciones tan ofensivas para la Iglesia, pero su eminencia el cardenal-arzobispo me lo ha ordenado. Sin embargo, pediré que se me oiga privadamente.

El presidente accedió a la demanda, con gran satisfacción de la priora y decepción de la concurrencia. El tribunal se retiró, seguido de la priora y las otras religiosas, a una sala del fondo que servía habitualmente de escribanía. Sólo quedó Carmencita, pero guardada por los cuatro monjes que la habían traído y por los guardias suizos. Angélica miraba a la que había sido su rival. La española no había perdido nada de su belleza. Tal vez la vida del claustro había afirmado más su rostro, en el cual las grandes pupilas negras parecían perseguir un sueño exaltado.

El público parecía regodearse ante la vista de la hermosa embrujada. Se oyó la voz burlona del letrado Gallemand que decía:

—¡Canastos! ¡El Gran Rengo del Languedoc sube en mi estimación!

Angélica vio que su marido no había honrado ni con una mirada aquella escena espectacular. Ahora que el tribunal no estaba allí, intentaba sin duda descansar un poco. Procuró acomodarse lo mejor que pudo en el asiento de infamia que era el banquillo. Lo consiguió convulsionando todos los músculos del rostro. El haber estado tanto tiempo de pie y sobre todo el tormento de la aguja que le habían hecho sufrir en la Bastilla, lo habían deshecho. A Angélica le dolía el corazón como si se le hubiese convertido en piedra. Hasta aquí su marido había demostrado valor sobrehumano. Había hablado con calma, sin poder contener su ironía acostumbrada, que desdichadamente no parecía haber impresionado favorablemente ni al tribunal ni al público. Ahora volvía ostensiblemente la espalda a su antigua amante…, ¿la vio siquiera?

Sor Carmencita, por un momento inerte, dio de pronto algunos pasos en dirección al detenido. Los guardias se interpusieron y la hicieron retroceder.

De pronto se vio su espléndido rostro de madona transformarse totalmente, retorcerse, demacrarse. Por un instante pareció una visión infernal. Abría y cerraba la boca como un pez al que sacan del agua. Después se llevó bruscamente la mano a los labios. Se la vio apretar los dientes y poner los ojos en blanco, y una espuma blanca apareció y se hinchó en la comisura de los labios. Desgrez dio un salto, furioso.

—¡Mirad! ¡Ya llegó! ¡La gran escena de las burbujas de jabón!

Pero lo sujetaron bruscamente y lo sacaron de la sala. Su grito único no había provocado ningún eco en la multitud jadeante, que se estiraba para presenciar el espectáculo del rostro alucinado.

Un temblor convulso agitaba todo el cuerpo de la monja. Dio unos cuantos pasos vacilantes en dirección al acusado, pero los religiosos volvieron a detenerla. Entonces se detuvo, se llevó las manos a la toga y empezó a arrancársela con gestos entrecortados, al tiempo que daba vueltas sobre sí misma cada vez más de prisa. Los cuatro religiosos se arrojaron sobre ella e intentaron dominarla, pero fuera porque no se atrevían a mostrarse enérgicos, fuera porque realmente no consiguieran sujetarla, se les escapaba como una anguila con movimientos precisos de luchadora consumada y verdadera acróbata. Después se arrojó al suelo y, arrastrándose y retorciéndose a modo de serpiente, se deslizó por entre las piernas de los sacerdotes y bajo sus hábitos, y aún intentó derribarlos, hizo gestos indecentes e intentó levantar los sayales. Dos o tres veces los pobres religiosos rodaron en posturas muy poco edificantes. Los arqueros, con la boca abierta ante aquel revoltijo de hábitos y rosarios, no se atrevían a intervenir.

Por fin la endemoniada, dando vueltas y retorciéndose en todos sentidos, logró librarse del escapulario y después del hábito: de pronto irguió en la luz glauca del pretorio su cuerpo magnífico, desnudo por completo. El barullo era indescriptible. La gente aullaba sin poder contenerse. Los unos querían marcharse, los otros querían ver.

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