—Gracias por vuestros consejos, señora.
—«Amor nuevo destierra al antiguo», dice maese el Capellán.
—Toda enseñanza de vuestra boca encantadora hay que seguirla. Permitidme que os bese la punta de los dedos, y os prometo ocuparme de la viudita.
Al otro extremo de la mesa habíase enredado una discusión entre Cerbalaud y el señor de Castel Jalón.
—Soy pobre como un mendigo —decía el último—, y no oculto que he vendido un buen pedazo de viñedo para poder vestirme decentemente y venir aquí. Pero pretendo que no es menester ser rico para hacerme amar por mí mismo.
—Nunca seréis amado con delicadeza. A lo más, vuestro idilio será el de un infeliz que acaricia con una mano su botella y con la otra a su amiga, pensando con tristeza en las monedas penosamente ganadas que tendrá que dar para pagar una y otra.
—Sostengo que el sentimiento…
—El sentimiento no se cultiva en la pobreza…
Joffrey de Peyrac extendió las manos riendo.
—¡Paz, señores! Escuchad al antiguo maestro cuya humana filosofía debe decidir todos nuestros debates. He aquí con qué palabras comienza su tratado del
Arte de Amar:
«El amor es aristocrático. Para ocuparse de amor, es preciso no tener preocupaciones por la vida material, y no hay que estar apretado por ella hasta el punto de contar el tiempo de cada día.» Así, pues, sed ricos, señores, y colmad de joyas a vuestras hermosas. El brillo de unos ojos de mujer ante un adorno está muy cerca de transformarse en relámpago de amor. Personalmente, adoro la mirada que una mujer lanza a su espejo. Señoras, no protestéis y no seáis hipócritas. ¿Apreciáis al que os desdeña hasta el punto de no intentar hacer más deslumbradora vuestra belleza?
Las damas se rieron y murmuraron.
—Pero yo soy pobre —exclamó Castel Jalón lamentándose—. Peyrac, no seas tan duro. Devuélveme la esperanza.
—Hazte rico.
—Eso es fácil de decir.
—Siempre es fácil de hacer para quien lo quiere. Por lo menos no seas avaro. «La avaricia es el peor enemigo del amor.» Puesto que eres mendigo, no cuentes tu tiempo ni tus proezas; haz mil locuras, y sobre todo, haz reír. «El tedio es el gusano roedor del amor.» ¿No es cierto, señoras, qué preferís un bufón a un sabio solemne? En fin, te doy el último consuelo: «Sólo el mérito hace digno de amor.»
«¡Qué voz tan hermosa tiene y qué bien habla!», pensaba Angélica.
El beso del duquecillo había dejado en sus dedos una quemadura. Dócil, se había apartado de ella inmediatamente y se inclinaba sobre la viudita con cara de rosa. Angélica estaba sola. A través de la larga mesa y del humo azul de las cazoletas su mirada no se apartaba de la silueta roja del amo de la casa. ¿La veía? ¿Le lanzaba acaso un llamamiento detrás de aquel antifaz con que había velado su rostro marcado? ¿O tal vez, frivolo e indiferente, no hacía más que saborear como epicúreo consumado la justa delicada de las palabras?
—¿Sabéis que estoy muy desconcertado? —exclamó el duquesito de Forba de los Ganges irguiéndose a medias—. Es la primera vez que asisto a esta
Corte del Amor
y esperaba, lo confieso, un agradable libertinaje y no oír una frase de tal rigor: «Sólo el mérito hace digno de amor.» ¿Tendremos que convertirnos en santitos para conquistar unas damas?
—¡Dios os libre de ello! —respondió la viudita riéndose.
—El desafío es serio —dijo Andijos—. Queridísima, ¿me amaríais coronado por una aureola?
—Seguro que no.
—¿Por qué confináis el mérito a los altares? —exclamó Joffrey de Peyrac—. El mérito es ser loco, alegre, batallador, buen jinete, rimador y, sobre todo…, ahí os espero, señores, amante hábil y siempre dispuesto. Nuestros padres oponían el amor cortés al amor sensual. Pero yo os diré: aprovechemos lo bueno del uno y del otro. Hay que amar verdadera y completamente, es decir, carnalmente. —Calló un instante y continuó después con voz más sorda—: No despreciemos la exaltación sentimental, que sin ser ajena al deseo lo trasciende y lo afina. Opino que quien quiera conocer el amor debe someterse a esta disciplina del corazón y de los sentidos que recomienda el Capellán: «Un amador no debe tener más que una sola amante. Una amante no debe tener más que un solo amador.» Elegios, amaos, separaos cuando llegue el cansancio, pero no seáis de esos amantes volanderos que practican la borrachera de las pasiones; beben en todas las copas a la vez y transforman las cortes de los reinos en corrales.
—¡Por San Severino! —exclamó Germontaz saliendo de su plato—. Si mi tío el arzobispo os oyera, perdería el juicio. Lo que predicáis no tiene pies ni cabeza. En mi vida oí cosa semejante.
—Habéis oído pocas cosas, señor caballero. ¿Qué hay en mis palabras que tanto os choque?
—Todo. Predicáis la fidelidad y el libertinaje, la decencia y el amor carnal. Y de pronto, como si estuvierais en el pulpito, censuráis la «borrachera de las pasiones». Repetiré esta expresión a mi tío el arzobispo. Sin duda la sacará a relucir el domingo que viene, en plena catedral.
—Mis palabras son de cordura humana. El amor es enemigo de los excesos. En esto, como cuando se trata de comer bien, prefiramos la calidad a la cantidad. El límite en que se detiene el placer está donde comienzan el esfuerzo y la náusea de la desvergüenza. Pero ¿es capaz de saborear un beso sabio el que se atraca como un cerdo y bebe como un agujero?
—¿Debo reconocerme en esta descripción? —gruñó el caballero de Germontaz con la boca llena.
Angélica pensó que, por lo menos, no tenía mal carácter. Pero ¿por qué Joffrey parecía encontrar placer en provocarle? Sobre todo cuando él mismo no se disimulaba el peligro de aquella presencia desagradable.
—El arzobispo nos envía a su sobrino como espía —había dicho a su mujer la víspera del festín, añadiendo con ligereza—: ¿Sabéis que la guerra está declarada entre nosotros?
—¿Qué ha sucedido, Joffrey?
—Nada. Pero el arzobispo quiere el secreto de mi fortuna, si no es mi fortuna misma. Ya no me soltará.
—¿Os defenderéis, Joffrey?
—Lo mejor que pueda. Desdichadamente no ha nacido aún el que pueda acabar con la necedad humana.
Los lacayos se habían llevado las fuentes. Ocho pajecillos entraron con cestas colmadas de rosas; otros, con pirámides de frutas. Delante de cada convidado se colocaron platillos con grageas de especias y dulces.
—Mucho me place oíros hablar tan sencillamente del amor carnal —dijo el joven Cerbalaud—. Figuraos que estoy locamente enamorado, y, sin embargo, me encuentro solo en esta asamblea. No creo haber carecido de ardor en mis declaraciones, y sin presumir demasiado, a veces he sentido la impresión de que mi llama era compartida. Mas, ¡ay de mí!, mi amiga es asustadiza. Cuando me permitía un ademán atrevido, tenía que sufrir varios días de frialdad y miradas crueles. Llevo meses dando vueltas a esa rueda diabólica: conquistarla mostrándole mi pasión y perdiéndola cada vez que intento probársela.
La mala ventura de Cerbalaud divirtió a todo el mundo. Una dama lo abrazó con entusiasmo y le dio un beso en la boca. Cuando el barullo se hubo calmado un tanto, Joffrey de Peyrac dijo con suavidad:
—Ten paciencia, Cerbalaud, y recuerda que las vírgenes feroces son las que pueden llegar a las mayores voluptuosidades. Pero necesitan un amador hábil que desate en ellas el nudo de no sé qué escrúpulo que las hace confundir el amor con el pecado. Desconfía también de las damiselas que demasiado a menudo confunden amor y matrimonio. Ahora te citaré unos preceptos: «Al entregarte a los placeres del amor, no vayas más allá del deseo de la amada; sea que le des o que de ella recibas los placeres del amor, observa siempre cierto pudor.» Y para terminar: «Estáte siempre atento al deseo de las damas.»
—Me parece que dais muchas ventajas a las damas —protestó un caballero que recibió en castigo bastantes abanicazos—. Al oíros parece que estamos obligados a morir de amor a sus pies.
—¡Es que así está muy bien! —aprobó la amante de Bernardo de Andijos—. ¿Sabéis cómo llamamos en París a los jóvenes que nos hacen la corte a las «preciosas»? Pues… «los moribundos».
—Yo no quiero morir —dijo Andijos con aire sombrío—. Los que mueran serán mis rivales.
—¿Es que debemos consentir a las damas todos sus caprichos?
—Evidentemente.
—Nos despreciarán.
—Y nos engañarán…
—¿Debe uno admitir que lo engañen?
—Ciertamente que no —dijo Joffrey de Peyrac—. Batios en duelo, señores, y matad a todos vuestros rivales. «Quien no es celoso no puede amar…» «Una sospecha sobre mi amante, y el ardor del amor aumenta.»
Ese demonio de Capellán había pensado en todo.
Angélica se llevó el vaso a los labios. Le circulaba la sangre más aprisa, y se echó a reír. Le gustaban aquellos fines de comida entre las gentes del Sur, cuando el acento resonaba como una trompetería, cuando unos y otros se lanzaban a la cabeza desafíos y exageraciones, cuando un caballero desenvainaba la espada mientras otro templaba la guitarra.
—¡Canta, canta! —reclamaron de pronto—. «La Voz del Reino…»
En la logia que daba a la galería los músicos empezaron a tocar en sordina. Angélica vio que la viudita apoyaba la cabeza en el hombro del duquesito. Con dedos ligeros, tomaba pastillas del platillo y se las deslizaba en los labios. Se sonreían.
En el cielo aterciopelado apareció la luna redonda y límpida. Joffrey hizo una señal y un lacayo fue de candelabro en candelabro apagando las velas. Todo quedó oscuro, pero poco a poco los ojos se acostumbraron a la suave claridad lunar. Las voces habían bajado de tono, y en el súbito recogimiento se oían los suspiros de las parejas muy juntas. Ya unos cuantos se habían levantado. Vagaban por los jardines o las galeras abiertas a las brisas embalsamadas de la noche.
—Señores —volvió a decir la voz grave y armoniosa de Joffrey de Peyrac—, y vosotros, señores: sed, pues, bien venidos al palacio del
Gay Saber.
Durante algunos días discurriremos juntos y comeremos a la misma mesa. Tenéis habitaciones preparadas en esta morada. Encontraréis en ellas vinos finos, pasteles, sorbetes… Y lechos confortables. Dormid solos si estáis de mal humor. Acoged al amigo de una hora… o de toda vuestra vida, si así os place. Comed, bebed, haceos el amor, pero sed discretos, porque «el amor, para conservar todo su sabor, no debe divulgarse». Un consejo más. Este es para vosotras, señoras. Sabed que la pereza es también uno de los grandes enemigos del amor. En los países donde la mujer es aún la esclava del hombre, en Oriente y en África, a ella es a quien incumbe, por regla general, esforzarse para llevar a su dueño al placer. Bajo nuestros cielos civilizados es verdad que se os han otorgado demasiadas ventajas. Abusáis de ellas muchas veces respondiendo a nuestros ardores con languidez… que no está muy lejos del sueño. Aprended, pues, a prodigaros con un valor del que os recompensará la voluptuosidad. «Hombre apresurado, mujer pasiva, amantes sin placer.» Terminaré con una confidencia de carácter gastronómico. Señores, recordad que el vino de la Champaña, algunas de cuyas botellas estarán refrescándose a vuestra cabecera, tiene más imaginación que constancia. En otros términos, para prepararse al combate no conviene beber demasiado. Pero no hay vino más glorioso para celebrar la victoria y reconfortar después de una noche feliz. Señoras, os saludo.
Echó un poco hacia atrás el sillón, cruzó bruscamente los pies debajo de la mesa y, tomando la guitarra, se puso a cantar. Su rostro enmascarado estaba vuelto hacia la luna. Angélica se sintió espantosamente solitaria. Un mundo antiguo renacía aquella noche de sus cenizas a la sombra de la torre de Arsezat. Tolouse, la cálida, recobraba su alma. La voluptuosidad tenía en ella derecho de ciudadanía, y llena de savia y juventud, no podía permanecer insensible… No se discurre acerca del amor y sus deleites sin ceder a una languidez ya propicia.
Casi todos los invitados habían salido de la sala. Algunos estaban aún en los huecos de las ventanas, con un vaso de rosoli en la mano, y se entregaban a la broma frivola. La señora de Saujac abrazaba a su capitán. La larga velada tibia, encantada aún más por los vinos finos, los manjares deliciosos cargados de especias elegidas, la música y las flores, acababa su obra entregando el palacio del
Gay Saber
a la magia del amor.
El hombre rojo seguía cantando, pero también él estaba solitario. «¿Qué espera? —pensaba Angélica—. ¿Que vaya a arrojarme a sus pies diciéndole: tómame?» Presa de largo estremecimiento, cerró los ojos. Todo en ella era turbación y contradicciones. Mientras que la víspera había estado casi a punto de ceder, esta noche se rebelaba contra la seducción. «Atrae a las muchachas con sus cantares.» De lejos, eso le había parecido tan terrible, y de cerca era tan maravilloso…
Se levantó y salió, diciéndose que «huía de la tentación». Pero en seguida, al pensar que aquel hombre era su esposo ante Dios, sacudió la cabeza desesperadamente. Se sentía perdida y temerosa. Educada rígidamente, sentíase tímida ante una vida demasiado libre. Era de una época en que toda flaqueza se pagaba con remordimientos y escrúpulos. Algunas de las mujeres que esa noche se entregaran gimiendo en los brazos de sus amantes correrían al día siguiente a arrodillarse llorando ante el confesonario, pidiendo vivir tras las rejas de un convento y el velo, para expiar sus faltas.
Angélica comprendía de sobra que Joffrey de Peyrac no quería esclavizarla al matrimonio, sino al amor. Si hubiese estado casada con otro, él habría hecho lo mismo. ¿No tendría razón la nodriza cuando aseguraba que aquel hombre estaba al servicio del diablo…?
Al bajar la gran escalera se cruzó con una pareja que se abrazaba. La mujer murmuraba muy de prisa algo como un quejumbroso ruego. Angélica, vestida de blanco, se disponía a vagar por los jardines. Vio a Cerbalaud, solo también, caminando por los senderos. «¡Pobre Cerbalaud! ¿Seguirá siendo fiel a su amor o lo abandonará por otra menos cruel?»
Con paso inseguro, el caballero de Germontaz bajaba también la escalera. Se detuvo junto a Angélica.
—¡Mala peste acabe con estas monerías y melindres de las gentes del Sur! Mi amiguita, que hasta ahora me había demostrado su buena voluntad, acaba de plantarme en pleno rostro una bofetada. Parece que no soy lo bastante delicado para ella.
—Cierto es que, entre un comportamiento libertino y un comportamiento eclesiástico, tenéis que elegir. Acaso lo que os hace sufrir es no haber decidido aún por completo vuestra vocación.