—Os veo en los oficios divinos, y no tengo sino elogios por vuestra asiduidad a las celebraciones del culto cuaresmal. Pero confieso, hija mía, que me ha causado cierta decepción no haberos escuchado en el confesonario.
—Mi confesor es el capellán de las salesas, monseñor.
—Digno sacerdote, mas para vos, señora, que tenéis una posición tan visible, me parece…
—Monseñor, perdonadme —exclamó Angélica echándose a reír—, pero voy a explicaros mi punto de vista. Cometo pecados demasiado pequeños para írselos a confesar a un hombre tan importante como vuestra ilustrísima: me daría vergüenza…
—Me parece, hija mía, que os engañáis sobre la naturaleza misma del sacramento de la penitencia. No es el pecador quien debe medir la importancia de sus faltas. Y cuando el eco de la ciudad hace llegar a mis oídos los desórdenes de que este palacio es teatro, dudo que una joven tan bonita y graciosa como vos pueda permanecer en él intacta como el día de su bautismo.
—No tengo esa pretensión, monseñor —murmuró Angélica bajando los ojos—, pero creo que el eco exagera. Es verdad que las fiestas son aquí alegres. Se rima, se canta, se bebe, se habla de amor y se ríe mucho. Pero nunca he sido testigo de desórdenes que hubieran podido intranquilizar mi conciencia…
—Permitid que me figure que sois más ingenua que hipócrita, hija mía. Os han puesto demasiado joven en las manos de un esposo cuyas palabras más de una vez han rozado la herejía, y cuya habilidad y experiencia con las mujeres le han permitido moldear sin trabajo vuestro espíritu todavía maleable. No necesito sino evocar esas demasiado célebres
Cortes del Amor
que celebra todos los años en su palacio y a las cuales acuden no sólo los señores de la ciudad, sino también mujeres burguesas y todos los jóvenes nobles de la provincia, para estremecerse y temblar cuando me doy cuenta de que mediante su fortuna adquiere cada día mayor influencia en la ciudad. Ya los principales regidores de la ciudad, magistrados austeros e íntegros, se inquietan al ver que sus esposas acuden al palacio del
Gay Saber.
—¡Qué gentes tan complicadas! —dijo Angélica fingiendo un aire ofendido—. Siempre he oído decir que la ambición de los grandes burgueses era, precisamente, la de ser acogidos por la alta nobleza, hasta que un día el favor del rey les permitiese a su vez entrar en su círculo. Mi marido no es puntilloso ni acerca del blasón ni sobre la antigüedad de las familias. Recibe a todos los que tienen ingenio, hombres o mujeres. Me sorprende que esos señores hagan tantos melindres.
—¡El alma es lo primero! —dijo con voz de trueno el arzobispo como si hubiese hablado desde el pulpito—. ¡El alma primero, señora; los honores después!
—¿Creéis de veras, monseñor, que mi alma y la de mi marido se encuentran en grave peligro? —preguntó Angélica abriendo mucho sus ojos de agua clara.
Porque, si se mostraba dócil a las formas habituales de la devoción que practicaban todas las damas de su rango: asistencia a los oficios, ayunos, confesión, comunión, sentía despertarse su instinto rebelde, por cuanto la exageración venía a chocar contra su buen sentido natural. Y, sin saber por qué, presentía que el arzobispo no era sincero. Este, con los ojos bajos y la mano sobre la cruz pectoral de amatistas y diamantes, parecía buscar en lo más profundo de su corazón el eco de la respuesta divina.
—¿Lo sé? —suspiró al fin—. No sé nada. Lo que ocurre en este palacio ha sido largo tiempo un misterio para mí, y cada día mi inquietud es más grande. —Bruscamente preguntó—: ¿Estáis al corriente, señora, de los trabajos de alquimia de vuestro marido?
—No, en verdad —respondió Angélica sin conmoverse—. El conde de Peyrac tiene afición a las ciencias…
—Hasta se dice que es un gran sabio.
—Así lo creo. Pasa largas horas en su laboratorio, pero nunca me permitió entrar en él. Sin duda cree que esas cosas no les interesan a las mujeres.
Abrió el abanico para disimular una sonrisa y acaso cierto desconcierto que le causaba la mirada penetrante del arzobispo.
—Mi oficio es sondar el corazón de los humanos —dijo él como si hubiese advertido la inquietud de Angélica—. Pero no os turbéis, hija mía. Veo en vuestra mirada que sois recta y, a pesar de vuestra juventud, de una personalidad excepcional. Y en cuanto a vuestro marido, puede que aún esté a tiempo de dolerse de sus faltas y abjurar de su herejía.
Angélica dio un grito.
—¡Os juro que estáis en un error, monseñor! Tal vez mi marido no observe una conducta católica ejemplar, pero no se ocupa para nada de la Reforma ni de otras creencias hugonotas. Yo misma le he oído burlarse de esos «tristes barbudos de Ginebra» que, según dice, han recibido del cielo la misión de quitar las ganas de reír a la humanidad entera.
—Palabras engañosas —dijo el prelado con aire sombrío—. ¿Acaso no desfilan por su casa, que es también la vuestra, protestantes notorios?
—Son sabios con los cuales habla de ciencia y no de religión.
—Ciencia y religión están estrechamente ligadas. Últimamente he sido informado de que el célebre italiano Bernalli ha venido a visitarle. ¿Sabéis que ese hombre, después de haber estado en conflicto con Roma por sus escritos impíos, se refugió en Suiza, donde se ha convertido al protestantismo? Pero no insistimos sobre tales indicios, reveladores de un estado de espíritu que deploro. He aquí la cuestión que me intriga desde hace largos años. El conde de Peyrac es muy rico, cada vez más y más rico… ¿De dónde procede tan gran profusión de oro?
—Pero, monseñor, ¿acaso no pertenece a una de las más antiguas familias del Languedoc, emparentada hasta con los antiguos condes de Toulouse, que tenían tanto poder sobre la Aquitania como los reyes de entonces sobre la Isla de Francia?
El prelado dejó oír una risita desdeñosa.
—Es exacto. Pero cuarteles de nobleza no significan riqueza. Los padres mismos de vuestro marido eran tan pobres que el magnífico palacio en que hoy reináis era una ruina no hace aún quince años. El señor de Peyrac, ¿no os ha hablado nunca de su juventud?
—No… —murmuró Angélica, sorprendida ella misma de su ignorancia.
—Era el segundón de la familia, y tan pobre, os lo repito, que a los dieciséis años se embarcó para comarcas lejanas. No se le volvió a ver durante largos años, y le creían muerto cuando reapareció. Sus padres y su hermano mayor habían muerto: sus acreedores se repartían sus tierras. Volvió a comprarlo todo, y desde entonces su fortuna no ha dejado de crecer. Ahora bien, es un noble a quien nunca se ha visto en la Corte, y hasta hace ostentación de conservarse alejado de ella y no gozar de ninguna pensión regia.
—Pero tiene tierras —dijo Angélica, que se sentía oprimida tal vez a causa del calor creciente—, cría ganado lanar en las montañas; tiene un gran taller de paños, olivares, criaderos de gusanos de seda, minas de oro y plata…
—¿Habéis dicho en verdad oro y plata?
—Sí, monseñor; el conde de Peyrac posee minas en Francia de las cuales pretende que saca grandes cantidades de oro y plata…
—¡Qué palabra tan justa habéis empleado, señora! «De las cuales
pretende
que saca oro y plata…» Eso es precisamente lo que quería oír. La espantosa suposición se precisa.
—¿Qué queréis decir, monseñor? Me alarmáis.
El arzobispo de Toulouse volvió a fijar sobre ella aquella mirada demasiado clara que a veces tomaba la dureza del acero. Y agregó:
—No dudo de que vuestro marido sea uno de los más grandes sabios de la época, y por eso creo, señora, que verdaderamente ha descubierto la piedra filosofal, es decir, el secreto que poseía Salomón de la fabricación mágica del oro. Pero ¿qué camino ha seguido para alcanzarlo? ¡Mucho me temo que haya adquirido ese poder mediante tratos con el
diablo!
Una vez más Angélica se puso el abanico en los labios para no echarse a reír. Esperaba una referencia al comercio propiamente dicho a que se entregaba el conde, y cuyo conocimiento había adquirido gracias a las confidencias de Molines y de su propio padre. Tal comercio no dejaba de inspirarle temor, sabiendo que esas actividades por parte de un noble podían hacer caer sobre su casa el descrédito. Pero la acusación fantástica del arzobispo le pareció en un principio extremadamente cómica. ¿Hablaba en serio?
Bruscamente, en fulgurante girar del pensamiento, recordó que Toulouse era la ciudad de Francia en que la Inquisición mantenía aún su cuartel general. La terrible institución medieval contra los herejes conservaba en Toulouse prerrogativas que ni la autoridad del mismo rey se atrevía a discutir. Toulouse, ciudad risueña, era también la ciudad roja que desde hacía un siglo había condenado a muerte a mayor número de hugonotes. Mucho antes de que París tuviera su noche de San Bartolomé sangrienta… Las ceremonias religiosas eran allí más frecuentes que en parte alguna. Eran una verdadera «isla de campanarios» llamando continuamente a los fieles, una ciudad tan aplastada bajo crucifijos, imágenes de santos y reliquias como bajo flores. La llama española había ahogado allí la claridad pura de la latinidad que en ella dejaron los antiguos vencedores llegados de Roma. Junto a las cofradías de devotos del placer como los
Príncipes de los Amores
y los
Abates de la Juventud
recorrían las calles procesiones de flagelantes, con los ojos ardiendo de pasión mística, destrozándose con varas y disciplinas hasta dejar por los suelos huellas sangrientas.
Angélica, arrastrada en el torbellino de una vida ligera, no se había parado a pensar en aquel aspecto de Toulouse. Pero no ignoraba que el arzobispo mismo, ese hombre sentado ante ella en el alto sillón tapizado que llevaba a sus labios un vaso de jugo de limón helado, seguía siendo el gran maestre de la Inquisición. Así que murmuró con voz sinceramente alterada:
—¡Monseñor, no es posible que lancéis contra mi marido acusación de brujería…! Hacer oro, ¿no es cosa corriente en este país al que Dios ha dispensado profusamente sus dones derramando en su seno oro puro? —y añadió con agudeza—: He oído decir que vos mismos tenéis equipos de buscadores de oro que lavan la grava del Garona en cestillos y a menudo, por fortuna, recogen pepitas de oro con las cuales aliviáis hartas miserias.
—Vuestra objeción no carece de buen sentido, hija mía. Mas precisamente porque conozco lo que puede dar de sí el trabajo del oro de la tierra puedo afirmar esto: aunque lavásemos toda la grava de todos los ríos y arroyos del Languedoc, no recogeríamos ni la mitad de lo que el conde de Peyrac parece poseer. Creedme, estoy bien informado.
«No lo dudo —pensó Angélica—, y es verdad que hace tiempo que practica ese tráfico de oro español con los mulos…» Los ojos azules atisbaban su vacilación. Angélica plegó un tanto nerviosamente su abanico.
—Un sabio no es siempre un esclavo del demonio —dijo—. ¿No dicen que en la Corte hay sabios que han instalado un anteojo para mirar los astros y las montañas de la Luna? ¿Y el señor Gastón de Orleáns, primo del rey, no se entrega a tales observaciones guiado por el abate Picard?
—En efecto. Además, conozco al abate Picard. No sólo es astrónomo, sino gran geómetra.
—Ya lo veis…
—La Iglesia, señora, tiene amplitud de espíritu. Autoriza toda clase de investigaciones, aun las muy atrevidas como las del abate Picard a quien citáis. Voy más lejos: tengo bajo mis órdenes en el arzobispado a un religioso muy sabio, de la orden de los recoletos, el monje Bécher. Desde hace años lleva a cabo investigaciones sobre la transmutación de oro, pero con mi autorización y la de Roma. Confieso que hasta ahora me ha costado bastante dinero, sobre todo de sustancias especiales que mando traer de España e Italia. Este hombre, que conoce las tradiciones más antiguas de su arte, afirma que para conseguir lo que deseamos es preciso recibir una revelación superior que no puede venir más que de Dios o de Satán.
—¿Y lo ha conseguido?
—Todavía no.
—¡Pobre hombre! Por lo visto, ni Dios ni el diablo le escuchan a pesar de vuestra alta protección.
Angélica se mordió los labios, lamentando inmediatamente su malicia. Tenía la impresión de que se iba a ahogar y que necesitaba decir tonterías para librarse de su molestia. Aquella conversación le parecía tan necia como peligrosa. Volvióse hacia la puerta con la esperanza de oír el paso desigual de su marido y se estremeció al verlo.
—¡Ah!, ¿estabais ahí?
—Llego ahora mismo, y no merezco perdón, señor, por haberos hecho esperar tanto tiempo. Reconozco que me informaron de vuestra visita hace cerca de una hora, pero me era imposible abandonar una operación delicadísima en cierto crisol.
Aún vestía su blusa de alquimista, que le llegaba hasta los pies. Era una especie de bata en la que los signos del zodíaco bordados se mezclaban con manchas de ácidos. Angélica comprendió que había conservado aquel atuendo como una especie de provocación, como cuando se complacía en llamar «señor» al arzobispo de Toulouse, tratando así de igual a igual al barón Benito de Fontenac.
El conde de Peyrac llamó por señas a un lacayo que estaba en la antecámara para que le ayudase a sacarse la bata. Después adelantóse y se inclinó. Un rayo de sol hizo brillar su negra cabellera de largos bucles relucientes, que cuidaba en extremo y podía competir en abundancia con las pelucas parisienses cuya moda comenzaba a extenderse.
«Tiene los cabellos más hermosos del mundo», pensó Angélica. Le latía el corazón más de lo que hubiera querido admitir. Recordaba la escena de la víspera. «No es verdad —se repetía—. Era otro el que cantaba. No se lo perdonaré nunca.»
El conde de Peyrac hizo que le adelantasen un alto taburete y se sentó cerca de Angélica, pero un poco detrás de ella. De ese modo ella no le veía, pero le alcanzaba su aliento, cuyo perfume le recordaba demasiado un instante embriagador. Además, se dio cuenta de que, mientras cambiaba palabras triviales con el arzobispo, no dejaba de acariciar con la mirada su nuca y sus hombros, juego que acentuaba por malicia frente al prelado, que tenía reputación de muy intransigente.
En efecto, el arzobispo de Toulouse, aunque hubiese heredado el puesto de uno de sus tíos, había tenido empeño en recibir las órdenes sagradas y asumir no sólo la responsabilidad de administrar una de las diócesis más importantes de Francia, sino también la de pastor de almas. Su existencia ejemplar, que no podía dar pábulo a ninguna crítica, le hacía aún más temible.