Angélica sentía impulsos de volverse hacia su marido y rogarle que fuera más prudente. Al mismo tiempo, gozaba de aquel mudo homenaje. Su piel virginal, privada de caricias, deseaba el contacto más preciso de unos labios sabios que la despertasen a la voluptuosidad. Tiesa y rígida, sentía que una llama le subía a las mejillas. Se decía que era ridículo y que no había nada en todo aquello que pudiese molestar al arzobispo, ya que, después de todo, era la mujer de aquel hombre y le pertenecía. El deseo de ser suya, de abandonarse a él gravemente, con los ojos cerrados, la invadía. Ciertamente, su turbación no podia menos de ser notada por Joffrey de Peyrac y debía divertirle muchísimo. «Juega conmigo como el gato con el ratón», pensó Angélica desorientada.
Para disipar su desconcierto, acabó por llamar a uno de los negritos que dormitaba en un almohadón en el fondo de la pieza y le ordenó que fuese a buscar el confitero. Cuando el niño trajo el mueblecillo de ébano incrustado de nácar que contenía nueces, almendras y avellanas confitadas, grageas de especias y azúcar rosado, Angélica ya había recobrado su sangre fría y seguía atentamente la conversación de los dos hombres.
—No, señor —decía el conde de Peyrac mordisqueando negligentemente algunas pastillas de violeta—, no creáis que me haya entregado a las ciencias para conocer los secretos del poder. Siempre tuve afición natural a estas cosas. Por ejemplo, si hubiera seguido siendo pobre, habría intentado hacerme nombrar ingeniero de las aguas del rey. No podéis tener idea de lo muy retrasados que estamos en Francia en estas cuestiones de riego, bombeo de aguas, qué sé yo… Los romanos sabían de esto diez veces más que nosotros, y cuando visité el Egipto y la China…
—Sé, en efecto, que habéis viajado mucho, conde… ¿No habéis ido a los países de Oriente, donde aún se conocen los secretos de los Reyes Magos?
Joffrey se echó a reír.
—He ido, pero no encontré a los Reyes Magos. La magia no me interesa. Se la dejo a vuestro buenísimo e ingenuo Bécher.
—Bécher pregunta siempre cuándo tendrá el placer de asistir a uno de vuestros experimentos y llegar a ser vuestro discípulo en química.
—Señor, no soy maestro de escuela. Y si lo fuera, daría de lado a las gentes de poco entendimiento.
—Sin embargo, ese religioso tiene reputación de agudo ingenio.
—Sin duda en escolástica. Pero en las ciencias de observación es nulo. No ve las cosas como son, sino como
cree
que son. Yo a eso le llamo ser poco inteligente y cerrado de entendimiento.
—Sea. Ese es vuestro punto de vista, y yo soy demasiado ignorante en ciencias profanas para juzgar si están bien o malfundadas vuestras antipatías. Pero no olvidéis que el abate Bécher, al cual tildáis de ignorante, ha publicado en 1639 un libro notable sobre alquimia, para el cual, por cierto, me costó trabajo obtener el «imprimátur» de Roma.
—A un escrito científico no le hacen ninguna falta las aprobaciones o desaprobaciones de la Iglesia —dijo el conde un poco secamente.
—Permitidme que sea de opinión diferente. El espíritu de la Iglesia, ¿no engloba el conjunto de la naturaleza y de los fenómenos?
—No veo por qué habría de ser así. Recordad, monseñor, aquello de «dad al César lo que es del César», de Nuestro Señor. César es el poder exterior de los hombres, pero es también el poder exterior de las cosas. Al hablar así, el Hijo de Dios quiso afirmar la independencia del dominio de las almas, el dominio religioso del dominio material, y no dudo que la ciencia abstracta esté incluida en él.
El prelado inclinó varias veces la cabeza mientras una sonrisa dulzona estiraba sus delgados labios.
—¡Admiro vuestra dialéctica! Es digna de la gran tradición y demuestra lo bien que habéis asimilado la enseñanza teológica que recibisteis en la universidad de nuestra ciudad. Sin embargo, ahí es donde interviene el juicio del alto clero para decidir los debates, porque nada se parece más a la razón que la sinrazón.
—Monseñor, he aquí una frase que me encanta escuchar de vuestros labios. Porque, en efecto, a menos que se trate estrictamente de las cosas de la Iglesia, es decir, del dogma y de la moral, estoy convencido de que, para la ciencia, debo sacar mi único argumento de los
hechos observados
y no de la argucia lógica. En otros términos, debo fiarme de los métodos de observación expuestos por Bacon en su
Novutn Organum
publicado en 1620, lo mismo que de las indicaciones dadas por el matemático Descartes, cuyo
Discurso del Método
permanecerá como uno de los monumentos de la filosofía y las matemáticas…
Angélica se dio cuenta de que aquellos dos sabios eran casi desconocidos para el prelado, que, sin embargo, tenía fama de erudito. Angustiábale que la discusión pudiera hacerse más áspera y que Joffrey no tuviese intención de ceder ante el arzobispo. «¿Qué necesidad tienen los hombres de discutir sobre los méritos respectivos de diferentes cabezas de alfiler?», se decía.
Temía sobre todo que las hábiles digresiones del arzobispo tuviesen por objeto hacer caer a Joffrey en una trampa. Esta vez le pareció que la susceptibilidad del obispo había recibido un alfilerazo Sus pálidas mejillas cuidadosamente afeitadas se colorearon, y cerro los ojos con una expresión de astucia altanera que la asustó
—Señor de Peyrac —dijo—, habláis de poder, poder sobre los hombres, poder sobre las cosas ¿No habéis pensado nunca que vuestro extraordinario buen éxito en la vida podría parecer sospechoso para muchos y sobre todo atraer la atención vigilante de la Iglesia? Vuestra riqueza, que se hincha día tras día, vuestros trabajos científicos, que atraen a vuestra casa a sabios encanecidos en el estudio El año pasado conversé con uno de ellos, el matemático alemán Leibniz. Se espantaba de que hubieseis conseguido resolver como jugando problemas sobre los cuales se han inclinado en vano los mas grandes ingenios de estos tiempos Habláis once lenguas
—Pico de la Mirándola, el siglo pasado, hablaba dieciocho
—Poseéis una voz que hace palidecer de envidia al gran cantor italiano Maroni, rimáis maravillosamente, lleváis a su punto mas alto, perdonadme, señora, el arte de seducir a las mujeres
—¿Y que decís de esto?
Angélica adivinó, se le encogió el corazón. Joffrey de Peyrac se había llevado la mano a la mejilla destrozada La confusión del arzobispo terminó en una mueca de molestia
—¡Bah! Os arregláis no se como para hacerlo olvidar. Tenéis demasiadas dotes, creédmelo.
—Vuestras observaciones sorprenden y trastornan —dijo lentamente el conde— Aun no he comprendido la causa de tanta envidia Al contrario, siempre me ha parecido que arrastraba conmigo una desventaja cruel —se inclinó, con los ojos brillantes, como si acabase de descubrir la ocasión de un buen chiste— ¿Sabéis, monseñor, que soy hasta cierto punto un mártir hugonote?
—¿Vos, hugonote? —exclamo el arzobispo, espantado
—He dicho hasta cierto punto. He aquí la historia: Cuando nací yo, mi madre me confio a una nodriza que eligió, no por motivos de religión, sino por el tamaño de sus pechos. Ahora bien, resultó que era hugonota. Me llevo a su aldea de las Cevennes, dominada por el castillo de un señor de poca importancia partidario de la Reforma. No lejos de allí había, como es natural, otro caballero de poca importancia, señor de varios poblados católicos. No se como se enredaron las cosas. Tenia yo tres años cuando católicos y hugonotes se batieron. Mi nodriza y las demás mujeres de la aldea se refugiaron en el castillo de su señor. A medianoche los católicos lo tomaron por asalto. Degollaron a todo el mundo y prendieron fuego al castillo. A mi, después de haberme partido la cara de tres sablazos, me arrojaron por la ventana, y caí desde el segundo piso a un patio cubierto de nieve. La nieve me salvó de las ascuas que llovían en derredor. Por la mañana, uno de los católicos que volvía para saquear el castillo me reconoció como el hijo de los señores de Toulouse, me recogió y me metió en su cuevano junto a mi hermana de leche Margarita, que era la única que había escapado a la carnicería. El hombre soportó varias tormentas de nieve antes de alcanzar las llanuras. Cuando llegó a Toulouse yo vivía aun. Mi madre me llevó a una terraza soleada y me desnudó y prohibió a los médicos que se me acercasen, porque decía que acabarían conmigo. Asi pasé varios años tendido al sol. Hacia los doce años pude empezar a andar. A los dieciseis me hice a la mar. Ya veis como tuve tiempo para estudiar tanto. Primero, gracias a la enfermedad y a la inmovilidad, después, a mis viajes. No hay en ello nada sospechoso.
Después de un instante de silencio el arzobispo dijo con aire soñador
—Vuestro relato pone en claro bastantes cosas. No me extraño de vuestra simpatía hacia los protestantes
—No tengo simpatía hacia los protestantes
—Digamos entonces de vuestra antipatía hacia los católicos
—No tengo antipatía hacia los católicos. Soy, señor, un hombre del pasado y vivo mal en nuestra época de intolerancia. Hubiera debido nacer uno o dos siglos antes, en aquel tiempo del Renacimiento, nombre mas dulce que el de Reforma, cuando los buenos de los franceses descubrieron a Italia, y detrás de ella, la herencia luminosa de la antigüedad Roma, Grecia, Egipto, las tierras bíblicas…
Monseñor de Fontenac hizo un ligero movimiento que no se le escapó a Angélica «Lo ha traído —pensó— adonde quería traerle»
—Hablemos de las tierras bíblicas —dijo suavemente el arzobispo— ¿No dice la Escritura que Salomón fue uno de los primeros magos y que envío navios a Ofir, donde a cubierto de miradas indiscretas logró, por medio de la transmutación, transformar metales viles en metales preciosos? La historia dice que volvió con sus navios cargados de oro.
—La historia dice también que, a su vuelta, Salomón dobló los impuestos, lo cual demuestra que no trajo demasiado oro, y sobre todo que no estaba muy seguro de cuando podría renovar la provisión. Si realmente hubiese descubierto el modo de fabricar oro, no habría aumentado los impuestos ni se habría tomado el trabajo de enviar navios a Ofir.
—Pudiera, en su sabiduría, no haber querido enterar a sus subditos de secretos de que habrían abusado.
—Digo más. Salomón no pudo conocer la transmutación de los metales en oro, porque la transmutación es un fenómeno imposible. La alquimia es un arte que no existe, una farsa siniestra que viene de los siglos sumidos en tinieblas, y que, por otra parte, caerá en el ridículo, porque nadie podrá nunca lograr la transmutación.
—Pues yo os digo —exclamó el arzobispo palideciendo— que he visto con mis propios ojos cómo Bécher sumergía una cuchara de estaño en un líquido compuesto por él y volvía a sacarla transformada en oro.
—No estaba transformada en oro; estaba recubierta de oro. Si el pobre hombre se hubiese tomado el pequeño trabajo de rascar con un punzón aquella dorada película, no habría tardado en encontrar debajo de ella el estaño.
—Es exacto, pero Bécher afirma que ése era el principio de la transmutación, el principio mismo del fenómeno.
Hubo una pausa. La mano de Joffrey de Peyrac se deslizó sobre el brazo del sillón de Angélica y le rozó la muñeca. Al mismo tiempo dijo como al descuido:
—Si estáis persuadido de que vuestro monje ha encontrado la fórmula mágica, ¿qué habéis venido a pedirme esta mañana?
El arzobispo no se alteró.
—Bécher está persuadido que conocéis el secreto que permite la transmutación completa.
El conde de Peyrac lanzó una sonora carcajada.
—Jamás he oído afirmación más cómica. ¿Lanzarme yo a esas investigaciones pueriles? ¡Pobre Bécher! Le dejo con muchísimo gusto todas las emociones y esperanzas de la falsa ciencia que practica y…
Un ruido terrible semejante a un trueno o a un cañonazo le interrumpió. Joffrey se puso de pie y palideció.
—Es… en el laboratorio. ¡Dios mío, con tal que Kuassi-Ba no haya muerto!
Y a toda prisa se dirigió hacia la puerta. El arzobispo se había erguido como un juez. En silencio miró a Angélica.
—Señora, me voy —acabó por decir—. Paréceme que en esta casa ya Satán empieza a manifestar su furor ante el solo hecho de mi presencia. Permitid que me retire.
Se alejó a grandes pasos. Se oyó el restallar de los látigos y los gritos del cochero cuando la carroza episcopal atravesaba el gran porche.
Al quedarse sola, Angélica, aturdida, se pasó el pañuelito por la frente cubierta de sudor. Aquella conversación, que había escuchado apasionadamente, la dejaba desconcertada. Pensó que estaba más que harta de sus historias de Dios, de Salomón, de herejía y de magia. Después, echándose en cara la irreverencia de sus pensamientos, hizo un acto de contrición. Por fin sacó en consecuencia que los hombres eran insoportables con sus argucias y que, en el fondo, hasta el mismo Dios debía de estar harto de ellos y de ellas.
Indecisa, Angélica no sabía que hacer. Se moría de ganas de ir al ala del palacio de donde procedió aquel ruido de trueno Joffrey parecía haberse emocionado en serio ¿Habría heridos? Sin embargo, no se movió. El misterio de que el conde quería rodear sus trabajos le había obligado a no admitir en aquel dominio la curiosidad de los profanos. Las explicaciones que había consentido en dar al arzobispo no eran sino explicaciones a medias y por consideración a la jerarquía del visitante. Y aun asi habían sido insuficientes para calmar las sospechas del prelado. Angélica temblaba «!Brujería!» Miró en torno suyo. En aquella decoración encantadora, la palabra parecía una broma siniestra. Pero había demasiadas cosas que Angélica ignoraba
—Voy a ver —dijo— Si se enoja, peor para el
Oyó el paso de su marido, que poco después entro en el salón Tenia las manos negras de hollín Sin embargo, sonreía
—Nada grave, a Dios gracias. Kuassi Ba no tiene sino algunos rasguños Se había escondido tan bien debajo de una mesa que por un momento llegue a creer que la explosión lo había volatilizado En cambio, los destrozos materiales son serios Mis mas preciosas redomas de cristal de Bohemia están hechas trizas, no me queda ni una
Dos pajes se acercaron con una jofaina y una jarra de oro. Se lavó las manos y se arregló los vuelos de encaje de las mangas. Angélica se armó de valor
—¿Es necesario, Joffrey, que dediquéis tantas horas a esos trabajos peligrosos?
—Es necesario tener dinero para vivir —dijo el conde señalando con un ademan circular el magnifico salón cuyos dorados artesonados había hecho restaurar hacia poco— Pero la cuestión no es esa Encuentro en esos trabajos un placer que ninguna cosa puede darme. Son el fin de mi vida