«Es él, es él —se repetía Angélica—. ¿Cómo puede estar aquí? ¿Canta para mí?» Viose reflejada en el gran espejo de su habitación. Tenía una mano apoyada en el pecho y los ojos dilatados. Se burló de sí misma. «¡Qué ridicula soy! Sin duda, Andijos o cualquier otro galanteador me envía un músico pagado para darme una serenata.»
Abrió la puerta. Apretándose el pecho con las manos para contener los latidos del corazón, atravesó la antecámara, bajó la escalera de blanco mármol y salió al jardín… ¿Iba a empezar la vida para Angélica de Sancé Monteloup, Condesa de Peyrac? ¡Porque el amor es la vida!
La voz salía de un cenador situado a la orilla del agua y que abrigaba a la diosa Pomona. Cuando Angélica se acercaba, calló la voz del cantante, pero continuaron en sordina los rasgueos de la guitarra. La luna, aquella noche, tenía forma de almendra. Su claridad bastaba para alumbrar el jardín. Angélica adivinó en el interior del cenador una silueta negra sentada en el pedestal de la estatua. El desconocido, al verla, no se movió.
«Es un negro», pensó Angélica, desilusionada. Pero pronto se dio cuenta de su error. El hombre tenía puesto un antifaz de terciopelo, y sus manos, muy blancas, apoyadas sobre el instrumento, no permitían dudar de su raza. Un pañuelo de seda negro atado en la nuca a la italiana ocultaba sus cabellos. Por lo que se alcanzaba a ver en la oscuridad del cenador, su traje, un tanto gastado, era una curiosa mezcla de las ropas de un lacayo y un comediante. Llevaba grueso calzado de piel de castor, como acostumbran usar las gentes que andan mucho: buhoneros y arrieros, pero en los puños de las mangas lucía vuelos de encaje.
—Cantáis maravillosamente —dijo Angélica, al ver que no hacía ningún movimiento—, pero me gustaría saber el nombre de quien os ha enviado.
—Nadie, señora. He venido aquí sabiendo que este pabellón alberga a una de las mujeres más bellas de Toulouse. —El hombre hablaba en voz baja y muy lentamente, como si temiera ser oído—. Llegué a Toulouse esta noche y me dirigí al palacio del
Gay Saber,
en el que había numerosa y alegre concurrencia, para hacer oír mis canciones. Pero cuando supe que no estabais presente salí a buscaros, porque vuestra reputación de hermosura es muy grande en nuestra provincia.
—Vuestra reputación es igualmente grande. ¿No sois aquel a quien llaman la
Voz de Oro del Reino
?
—Soy yo, señora, vuestro humilde servidor.
Sentóse Angélica en el banco de mármol que daba la vuelta al cenador. El olor a madreselva era embriagador.
—¡Cantad! —dijo.
La voz cálida se alzó de nuevo, pero más suave y aterciopelada. No era canto de llamada, sino canto de ternura, de confidencia, de confesión.
—Señora —dijo el músico interrumpiéndose—, perdonad mi audacia: quisiera traducir para vos en lengua francesa un cantar que me inspira el hechizo de vuestros ojos.
Angélica inclinó entonces la cabeza. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Ya nada tenía importancia. La noche les pertenecía. El músico preludió largamente como si buscase el hilo de la melodía, lanzó un profundo suspiro y comenzó:
Los ojos verdes tienen el color del océano.
Las olas se han cerrado sobre mí.
Y, náufrago de amor,
Vago en el mar profundo de su corazón.
Angélica había cerrado los ojos. Aun más que las palabras ardientes, la voz la adormecía en un placer que nunca había experimentado.
Cuando abre sus ojos verdes las estrellas se reflejan
Como en el fondo de un estanque en la primavera.
«Ahora es cuando debe llegar el amor —pensó Angélica— porque este instante no habrá de volver jamás. No se puede vivir esto dos veces. ¡Se parece tanto a los cuentos de amor que nos contábamos en el convento!»
La voz había callado. El desconocido se acercó al banco. En la firmeza del brazo que la sujetó y de la mano que le alzaba la barbilla con suavidad imperiosa, el instinto de Angélica reconoció un maestro que había logrado seguramente más de una dulce victoria. Pero, en cuanto los labios del cantor rozaron los suyos, la sobrecogió un vértigo. No sabía que unos labios de hombre pudiesen tener aquella frescura de pétalo, aquella derretida ternura. Un brazo musculoso la estrechaba, pero la boca se estremecía aún con palabras hechiceras, y fuerza y hechizo arrastraban a Angélica en un torbellino enervante…
«No debo hacer esto… Está mal… Si Joffrey nos sorprendiese…»
Después todo se hundió. Los labios del hombre entreabrían los suyos. Su aliento abrasado le llenaba la boca, esparciendo en sus venas delicioso bienestar. Con los ojos cerrados se abandonó al beso interminable, posesión voluptuosa que ya prefiguraba y llamaba otra. Oleadas de placer refluían en ella, placer demasiado nuevo para su cuerpo de chiquilla, al punto que de pronto sintió una especie de ira y dolor que la hizo retroceder con un escalofrío violento. Parecióle que iba a desmayarse o a echarse a llorar. Se alejó un tanto y puso en orden su vestido.
—Perdonadme —balbució—, debo pareceros demasiado nerviosa, pero no sabía… no sabía…
—¿Qué es lo que no sabíais, corazón? —y como ella no respondiese, el hombre murmuró—: ¿Que un beso podía ser tan dulce?
Angélica se apartó de él y fue a apoyarse en la entrada del cenador. Fuera, la luna declinaba y se teñía de oro al descender hacia el río… ¿Cuántas horas llevaba ya Angélica en el jardín? Era maravillosamente feliz.
—Estáis hecha para el amor —murmuró el trovador—. Se adivina sólo al contacto con vuestra piel. Él que sepa despertar vuestro cuerpo hechicero os hará alcanzar la cumbre del placer.
—¡Callad! No debéis hablar así. Estoy casada, bien lo sabéis, y el adulterio es un pecado.
—Pecado mayor es que dama tan hermosa acepte por marido a semejante galán rengo.
—No lo acepté. Me compró.
Arrepintióse de aquellas palabras que turbaban la hora serena.
—Cantad otra vez —suplicó—. Sólo una, y después nos separaremos.
El hombre se puso de pie para tomar la guitarra, pero en el movimiento que hizo algo desconcertó a Angélica. Lo miró con más atención. No sabía por qué, pero de pronto tuvo miedo. Mientras cantaba en voz muy queda, con extraña nostalgia, ella le oía con ávida atención. Un momento antes, mientras la abrazaba, había sentido por breves instantes la impresión de una presencia familiar, y ahora recordaba: en el aliento del cantor se mezclaba al aroma de violetas el singular perfume del tabaco… El Conde Peyrac mascaba a veces pastillas de violeta… Y fumaba… Una sospecha espantosa invadió a Angélica… Ahora mismo, al levantarse del banco para alcanzar la guitarra, había tropezado de modo extraño… Angélica dio un grito de espanto, seguido de otro de cólera, y se puso a arrancar con violencia las madreselvas del cenador.
—¡Oh, es demasiado, es demasiado…! Es monstruoso… ¡Quitaos el antifaz, Joffrey de Peyrac…! Cesad esta mascarada u os saco los ojos, os ahogo, os…
La canción se detuvo, cortada de golpe. La guitarra moduló un lúgubre crescendo. Bajo el terciopelo del antifaz, los dientes blancos del Conde brillaban en franca risa. Se acercó con su paso desigual Angélica estaba aterrorizada, pero sobre todo fuera de sí.
—¡Os sacaré los ojos! —repetía, y apretaba los dientes.
Él la sujetó por las muñecas sin dejar de reír
—¿Y que le quedara al pobre galán rengo si le sacáis los ojos?
—Habéis mentido con imprudencia incalificable ¡Me habéis hecho creer que erais el la
Voz de Oro del Reino!
—¡Pero es que
soy la Voz de Oro del Reino!
—y como ella lo miraba como espantada, añadió— ¿Que tiene de extraordinario? Tenia condiciones. Estudie con los mejores maestros de Italia. Cantar es un arte de sociedad que se practica mucho en nuestros días. Francamente, queridísima, ¿no os gusta mi voz?
Angélica dio media vuelta y enjugo vivamente las lagrimas de despecho que abundantemente le corrían por las mejillas
—¿Como no he adivinado, no he sospechado nada hasta ahora?
—Había pedido que no os hablasen de esto Y tal vez no poníais mucho empeño en descubrir mis habilidades
—¡Oh esto es demasiado! —repitió Angélica.
Pasado el primer momento de ira, también ella tenia ganas de reír ¡Pensar que había llevado su cinismo hasta animarla a engañarlo con el mismo! Verdaderamente, aquel hombre tenia el demonio en el cuerpo ¡Era el demonio en persona!
—Jamas os perdonaré esta odiosa comedia —dijo frunciendo el ceño, muy digna, hasta donde pudo conseguir parecerlo
—Me gusta con pasión representar comedias. Ved, querida, la existencia no ha sido siempre indulgente conmigo y se han reído tanto al verme pasar que, a mi vez, experimento un placer infinito en burlarme de los demás
Angélica no pudo menos que dirigir al rostro enmascarado una mirada grave
—¿De veras os habéis burlado de mi?
—No del todo y bien que lo sabéis —respondió
Sin una palabra de adiós, Angélica se alejó
—¡Angélica Angélica! —la llamaba él en voz queda. Erguido en el umbral del cenador, en la actitud misteriosa de un Arlequín italiano, se puso un dedo en los labios— Os ruego, señora, que no contéis esta aventura a nadie, ni siquiera a vuestra doncella preferida. Si saben que abandono a mis invitados y me disfrazo para ir a robarle un beso a mi mujer, me pondréis en ridículo
—¡Sois insoportable! —exclamó Angélica
Recogió sus amplias faldas y subió corriendo por el sendero enarenado En la escalera se dio cuenta de que se reía. Se acostó… ¿Cual era el enigma de aquel hombre engañoso? Revolvíase entre las sábanas, sin poder conciliar el sueño. El rostro enmascarado, el rostro marcado, el perfil de facciones puras, pasaban y volvían a pasar ante ella De pronto se rebeló y el recuerdo del placer saboreado entre sus brazos la hizo languidecer «Estáis hecha para el amor, señora»
Acabo por dormirse En su sueño, los ojos de Joffrey de Peyrac se le aparecían «incendiados en el fuego de sus fraguas» y en ellos se veían danzar llamas
Angélica estaba sentada en la galería de espejos venecianos del palacio. Aún no sabía qué iba a hacer ni qué actitud adoptaría. Desde su vuelta, aquella misma mañana, del pabellón de la Garona no había vuelto a ver a Joffrey de Peyrac. Clemente le informó de que el señor Conde se había encerrado con el moro Kuassi-Ba en las habitaciones del ala derecha, donde acostumbraba entregarse a trabajos de alquimia. Angélica se mordió los labios de despecho. Era posible que Joffrey tardase horas en reaparecer. Además, no lo deseaba. Le daba lo mismo. Estaba enojada aún por el engaño de que había sido objeto la noche anterior.
Decidió bajar al
office,
donde estaban envasando los primeros licores de la temporada. La mesa del palacio del
Gay Saber
pasaba por ser la más refinada de la provincia. Joffrey de Peyrac cuidaba en persona de los
menús
que ofrecía a sus visitantes, y como Clemente tenía en ese dominio capacidades indiscutibles, había llegado a ocupar un puesto muy importante en la marcha de la casa.
Acababa Angélica de entrar en las cocinas, perfumadas con el olor de naranjas, anís y especias aromáticas, cuando un negrito solícito vino a avisarle que el barón Benito de Fontenac, arzobispo de Toulouse, deseaba saludarla, así como a su marido.
La mañana no era momento acostumbrado para hacer visitas, reservadas para las horas frescas del atardecer. Además, hacía ya varios meses que el arzobispo, por no sabía qué disputa acerca de cuestiones de etiqueta, no había vuelto a poner los pies en el palacio del Conde de Peyrac, al cual acusaba de combatir su influencia sobre el espíritu de los tolosanos.
Intrigada y un tanto inquieta, Angélica se quitó el delantal que acababa de prenderse sobre el vestido y acudió apresuradamente arreglándose el cabello. Lo llevaba a la moda, bastante largo y caído en bucles sobre los hombros y el cuello de encaje.
Llegó a la galería en el momento en que en el hueco de la puerta de entrada se perfilaba la alta silueta del barón arzobispo con sotana roja y esclavina blanca. Abajo, en los jardines, los lacayos de monseñor, con espada al cinto, sus pajes y los grandes señores a caballo hacían muchísimo ruido en torno a la carroza, tirada por seis caballos bayos. Angélica se apresuró a arrodillarse para besar el anillo pastoral; pero, haciéndola levantarse, fue el arzobispo quien le besó la mano para precisar con aquel gesto que su visita no tenía nada de solemne.
—Por favor, señora, no me obliguéis a medir por vuestras reverencias cuan viejo soy frente a vuestra juventud.
—Monseñor, sólo intentaba demostraros el respeto que me inspira un hombre ilustre y revestido de dignidad sacerdotal que le viene de Su Santidad el Papa y de Dios mismo.
Cada vez que Angélica pronunciaba palabras de tal género no podía menos de acordarse de sor Santa Ana, su profesora de educación mundana en el convento de Poitiers. Sor Santa Ana se hubiera sentido satisfecha de una alumna que había sido bastante indócil.
El prelado se había quitado la birreta y los guantes, que entregó a un abate joven que le acompañaba y a quien despidió con un gesto.
—Mis gentes esperarán fuera. Me gustaría hablar con vos, señora, lejos de oídos frivolos.
Angélica lanzó una mirada al joven abate, acusado de tener oídos frivolos, que se alejó ruborizado. Pasaron al salón, y Angélica, después de mandar traer refrescos, disculpó la ausencia de su marido. Iría a llamarle.
—Lamento haberos hecho esperar: estaba vigilando el trasiego de nuestros licores. Pero abuso de vuestro tiempo, monseñor, hablándoos de tan mezquinos detalles.
—Nada hay mezquino ante Dios Nuestro Señor. Recordad a Marta, la solícita. Es raro en nuestros días ver a una gran dama ocuparse en los cuidados de la casa. Y, sin embargo, el ama de casa es la que da el tono de dignidad y actividad a sus servidores. Y cuando, por añadidura, se mezclan como en vos, Condesa, la gracia de María a la cordura de Marta…
Pero la voz del arzobispo sonaba a distraída: los cumplidos mundanos no eran arte en que pareciera complacerse. A pesar de su aire digno y de la mirada serena de sus ojos azules, había en él algo de suspicaz que impresionaba siempre a sus interlocutores. Joffrey había dicho una vez que era hombre que siempre conseguía que sus interlocutores se sintiesen culpables. Después de restregarse las manos pensativamente, repitió que experimentaba gran placer en volver a ver a una joven cuyas visitas al palacio arzobispal habían sido harto escasas desde el día, ya lejano, en que la había casado en la catedral de San Severino.