Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (14 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
13.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No sin asombro Angélica escuchó aquellas palabras. Siluetas encapuchadas pasaban cerca de ellos, entre rumor de rosarios y oraciones.

Angélica se acurrucó en un rincón de la capilla y se esforzó por rezar, pero los cánticos monótonos y el olor de los cirios encendidos la hicieron dormirse.

Cuando despertó, la capilla estaba desierta, pero los cirios, acabados de apagar, humeaban todavía bajo las bóvedas en sombra. Salió. Se alzaba el sol. Bajo su luz purpúrea, los tejados eran de color alhelí. Las palomas se arrullaban en la huerta, cerca de un viejo santo de piedra. Angélica se estiró largamente y bostezó. Se preguntó si no habría soñado…

El hermano Anselmo, cordial, pero calmoso, no enganchó el carricoche hasta después de la comida de mediodía.

—No os impacientéis, críos —decía alegremente—. Retraso la hora de la azotaina. No llegaremos a vuestro pueblo hasta la noche. Vuestros padres tendrán ganas de dormir…

«A no ser que anden por los campos en busca de sus pimpollos», pensaba Angélica, que no se sentía orgullosa. Le parecía que en unas cuantas horas había envejecido. «No volveré a hacer tonterías», se dijo con resolución mezclada de melancolía.

El hermano Anselmo, por respeto a su rango, la hizo sentarse junto a él en el pescante, mientras los demás se amontonaban en el interior del carricoche.

—¡Arre, arre, mulita buena! —canturreaba el lego sacudiendo las riendas.

Pero el animal no se apresuraba. Caía ya la tarde y aún se encontraban en la calzada romana.

—Voy a tomar por el atajo —dijo el fraile—. Lo malo es que hay que pasar por Vaunou y Chaillé, que son pueblos protestantes. Quiera Dios que haya oscurecido del todo y que esos herejes no nos vean. Maldita la gracia que les hace mi hábito.

Se apeó para llevar la mula de la rienda por el sendero en cuesta. Angélica, que sentía deseo de estirar las piernas, echó a andar a su lado. Miraba con asombro en derredor, pues nunca había llegado a aquel rincón, que, sin embargo, no estaba ni a una legua de Monteloup. El sendero atravesaba el flanco de una especie de barranco que parecía ser una cantera abandonada.

Examinando el lugar con más atención, vio asomar algunas ruinas. Sus pies desnudos resbalaban sobre escorias ennegrecidas.

—¡Qué piedra pómez tan rara! —dijo, inclinándose a recoger una pesada piedra que le había arañado el pie.

—Es una viejísima mina de plomo de los romanos —explicó el fraile—. Figura en nuestros antiguos escritos bajo el nombre de
Argentium
, porque, al parecer, de ella sacaban también plata. Intentaron trabajar en ella en el siglo trece, y los pocos hornos abandonados que quedan son casi todos de esa última época.

La muchacha le escuchaba con interés.

—¿Y el mineral de donde se sacaba el plomo es sin duda esa lava solidificada, negra y pesada?

—¡Nada de eso! El mineral es esa tierra amarilla, en gruesos bloques. Dicen que también se saca de él venenos de arsénico. ¡No recojáis eso! En cambio, podéis tocar esos cubos brillantes de color de plata, pero frágiles. Aquí tenéis algunos.

El fraile rebuscó unos instantes, y después llamó a Angélica para mostrarle, sobre una roca, unos a modo de bajo-relieves de roca negra y de forma geométrica. Raspó algunos de ellos, y apareció una superficie brillante como plata.

—¡Pero si es plata maciza! —observó Angélica con sentido práctico—. ¿Por qué no la recoge nadie? Debe de valer mucho, y al menos se podría pagar con ella los impuestos…

—No es tan sencillo, noble doncella. En primer lugar, no es plata todo lo que brilla, y lo que estáis viendo es, en realidad, otro mineral de plomo. Contiene plata, sin embargo, pero el sacarla es muy complicado. Únicamente los españoles y los sajones conocen el procedimiento. Parece que hacen ladrillos con carbón y resina y luego los funden en una forja a fuego violento. Entonces se obtiene un lingote de plomo. Antaño se empleaba derretido para echárselo encima a los enemigos por las troneras de vuestro castillo. Pero sacar la plata que tiene dentro es cosa de alquimistas sabios, y yo no lo soy sino a medias.

—Habéis dicho, hermano Anselmo, de nuestro castillo. ¿Por qué del nuestro?

—¡Pardiez! Por la sencilla razón de que este rincón abandonado forma parte de vuestras tierras, aunque esté separado de ellas por las tierras del Plessis.

—Nunca ha hablado de ello mi padre.

—Este terreno es pequeño y muy estrecho y no da resultado en él ningún cultivo. ¿Qué queréis que haga con él vuestro padre?

—Sí, pero ese plomo y esa plata…

—¡Bah! Sin duda están agotados. Además, todo lo que os he dicho me lo contó un fraile sajón. Tenía la manía de las piedras y de los viejos libros de hechicerías. Creo que estaba un poco loco…

La mula que arrastraba el carricoche había continuado sola su camino y llegado a un llano, en lo alto de la cuesta. Angélica y el lego llegaron a donde el animal se había detenido y volvieron a subir al pescante. Pronto la oscuridad se hizo bastante densa.

—No enciendo el farol —dijo en voz queda el lego— para que no reparen en nosotros. Cuando paso por estos pueblos, creedme, más me gustaría ir desnudo que llevar el hábito y el rosario al cinto. ¿No… no son antorchas aquellas luces que se ven a lo lejos? —preguntó de pronto, sujetando las riendas.

En efecto, a cierta distancia se movían muchos puntos luminosos que poco a poco se multiplicaban. El viento de la noche traía el son de un canto extraño y triste.

—¡Que la Virgen Santísima nos proteja! —exclamó el hermano Anselmo, echando pie a tierra—. Son los hugonotes de Vauloup que van a enterrar a sus muertos. La procesión viene por allí. Más valdrá volvernos atrás.

Tomó las riendas de la mula e intentó hacerle dar la vuelta en el estrecho sendero. Pero el animal se negó a obedecer. El fraile se alteraba, juraba. Ya no la llamaba «mulita buena», sino «condenado animal». Angélica y Nicolás se unieron a él para intentar convencer a la mula. La procesión se aproximaba. El cántico estaba cada vez más cercano: «El Señor es nuestro amparo en la tribulación…»

—¡Ay, ay! —gemía el lego.

Los primeros portadores de antorchas desembocaron en el recodo del camino. La súbita luz iluminó el carricoche, medio atravesado en el mismo.

—¿Qué es eso?

—Un súbdito del diablo. Un fraile…

—Nos corta el camino.

—¿No basta con estar obligados a enterrar nuestros muertos de noche como si fueran perros?

—Aún quieren profanarlos con su presencia.

Las primeras piedras se estrellaron contra las tablas del carricoche. Los chiquillos rompieron a llorar. Angélica se precipitó con los brazos extendidos.

—¡Deteneos, deteneos! ¡Son niños!

Su aparición, con el cabello flotando al viento, desencadenó un diluvio de denuestos. Rudos campesinos vestidos de negro se empinaban junto al carricoche. Los de la procesión, que no sabían de qué se trataba, continuaban cantando: «El Señor es nuestro amparo…» Acudía gente por todos lados.

Hostigado, golpeado, el hermano Anselmo, con agilidad que nadie hubiera esperado de cuerpo tan grueso, consiguió romper el cerco y huir a campo traviesa. Nicolás, también apaleado, seguía intentando hacerle dar la vuelta a la mula. Manos como garras caían sobre Angélica. Retorciéndose como una culebra, escapó, se deslizó por el talud del camino y echó a correr. Uno de los hugonotes corrió tras ella y la alcanzó. Era un muchacho muy joven, casi de su edad, y su adolescencia encendía sin duda la pasión sectaria. Cayeron sobre el pasto y rodaron sobre él, peleando. Angélica estaba poseída por un delirio de rabia. Arañaba, mordía, se prendía con todos los dientes de su carne, cuya sangre salada le corría por la, lengua. Sintió, por fin, que su adversario flaqueaba y pudo volver a escaparse.

Ante el carricoche se había plantado un hombre muy alto.

—¡Deteneos —gritaba—, deteneos! —Y repetía el llamamiento que Angélica había lanzado antes—: ¡Son niños!

—¡Hijos del diablo, sí! ¿Y qué hicieron con los nuestros? ¡Los arrojaron desde las ventanas sobre las picas la noche de San Bartolomé!

—Esas son cosas del pasado, hijos. Dejad quieto vuestro brazo vengador. Necesitamos la paz. Deteneos, hijos. Escuchad a vuestro pastor.

Angélica oyó el chirrido del carricoche que se ponía en marcha, guiado por Nicolás, que había conseguido vencer la obstinación de la mula. Deslizándose entre los setos se reunió con él en el recodo siguiente.

—Si no llega el pastor, creo que nos matan a todos —le dijo el muchacho, cuyos dientes castañeteaban.

Angélica, que estaba llena de arañazos, intentó poner un poco en orden sus ropas desgarradas cubiertas de barro. Tanto le habían tirado del pelo que tenía la impresión de que se lo habían arrancado, y la cabeza le dolía horriblemente.

Un poco más lejos una voz ahogada lanzó un llamamiento y el hermano Anselmo salió de entre unas zarzas. Fue preciso volver a bajar a la calzada romana. Por fortuna, la luna había salido. Los niños no llegaron a Monteloup hasta el amanecer. Les dijeron que desde la víspera los aldeanos recorrían, buscándolos, el bosque de Nieul. No habiendo encontrado en él más que a la bruja que estaba recogiendo hierbas en un claro, la habían acusado de haber robado a los niños y la habían ahorcado, sin más ni más, de la rama de una encina.

—¿Te das cuenta —dijo el barón Armando a su hija Angélica— de los trastornos y disgustos en que me hundo por causa de todos vosotros, y en particular de la tuya?

Habían transcurrido varios días desde su escapada. Angélica, paseando al azar por una honda calleja, acababa de encontrar a su padre sentado en el tronco de un árbol caído, mientras su caballo pacía no muy lejos.

—¿Es que los mulos no resultan, padre?

—Sí. Todo marcha bien. Vuelvo de casa del intendente. Mira, Angélica, a consecuencia de tu aventura insensata en el bosque, tu tía Pulqueria nos ha convencido a tu madre y a mí de que es imposible tenerte en el castillo. Es menester llevarte al convento. Por lo cual me decidí a dar un paso muy humillante y que hubiese querido evitar a toda costa. Acabo de ir a ver al intendente Molines para pedirle que me dé el adelanto, para ayudar a mi familia, que me había propuesto.

Hablaba en voz baja y triste, como si algo se hubiese roto dentro de él, como si le hubiese sucedido algo aún más doloroso que la muerte de su padre o la marcha del mayor de sus hijos.

—¡Pobre papá! —murmuró Angélica.

—Pero no es tan sencillo —replicó el barón—. Si bastase siquiera con alargar la mano a un cualquiera, el caso sería ya harto duro. Pero lo que me inquieta es que no alcanzo a comprender la intención oculta de Molines. Pone, para su nuevo préstamo, condiciones extrañas.

—¿Qué condiciones, padre?

La miró, pensativo, y, adelantando su mano encallecida, acarició los magníficos cabellos, de color de oro oscuro, de su hija.

—Es fantástico… Es para mí más fácil confiarme a ti que a tu madre. Aunque eres una loca salvaje parece que fueras ya capaz de comprenderlo todo. Cierto, ya sospechaba que Molines, en este asunto de los mulos, buscaba un importante beneficio comercial, pero no comprendía por qué había de dirigirse a mí para ponerlo en marcha, en vez de acudir a un simple criador del país. De hecho, lo que le interesa es mi calidad de noble. Hoy me ha dicho que cuenta conmigo para obtener de mis relaciones, de mis parientes, que el intendente general de Finanzas Fouquet lo dispense totalmente del pago de los derechos de aduana, de portazgo y de polvo para la cuarta parte de nuestra producción de mulas, así como la garantía de poder exportar esa cuarta parte a Inglaterra o España cuando termine la guerra con esta última.

—¡Pero es perfecto! —respondió Angélica entusiasmada—. Eso es un negocio hábilmente calculado. Por un lado, Molines, que es labrador y listo. Por otro, vos, que sois noble…

—Y nada listo —dijo el padre sonriendo.

—No; es que no estáis al corriente. Pero, en cambio, contáis con relaciones y títulos. Tenéis que prosperar. Vos mismo dijisteis el otro día que el paso de los mulos al extranjero os parecía imposible con todos esos portazgos y derechos que multiplican los gastos. Y siendo para la cuarta parte de la producción, el intendente general no puede menos de encontrarlo razonable. ¿Qué podríais hacer con los demás?

—Precisamente la intendencia militar tendrá derecho a reservar para sí la compra, al precio del año, en el mercado de Poitiers.

—Todo ha sido previsto. El señor Molines es hombre que sabe lo que hace. Habrá que ir a ver al señor Du Plessis, y acaso escribir al duque de la Tremoille. Pero creo que todos esos grandes personajes piensan venir a la región dentro de poco para seguir ocupándose de su Fronda.

—Se habla de eso, en efecto —dijo el barón, con mal humor—. Sin embargo, no te apresures a felicitarme. Vengan o no los príncipes, no es seguro que yo tenga poder para obtener su ayuda. Y además, no te he dicho lo más asombroso.

—¿Qué es?

—Molines quiere que ponga en actividad la mina vieja de plomo que poseemos en las cercanías de Vauloup —suspiró el barón con aire soñador—. A veces me pregunto si ese hombre está en su sano juicio, y confieso que me cuesta trabajo comprender negocios tan intrincados… si es que tales cosas puedan ser en realidad negocios. En fin, me pide que solicite del rey la renovación del privilegio que tenían mis antepasados de producir lingotes de plomo y plata sacados de esa mina. Ya sabes, la mina abandonada de Vauloup. ¿La conoces? —preguntó Armando de Sancé, al notar que su hija parecía estar pensando en otra cosa.

Angélica respondió con una mueca.

—Quisiera saber lo que ese hombre del demonio espera sacar de esas piedras viejas. Porque, naturalmente, la puesta en marcha de la mina se hará a mi nombre, pero quien pagará es él. Un acuerdo secreto entre nosotros estipulará que él tiene derecho de arrendamiento de esa mina de plomo durante diez años, tomando a su cargo mis obligaciones de propietario del terreno y explotación del mineral. Pero debo obtener del superintendente la misma franquicia de impuesto para la cuarta parte de la producción futura, así como las mismas garantías de exportación. Todo ello se me antoja un tanto complicado —concluyó el barón poniéndose de pie. El movimiento hizo sonar en su bolsa los escudos que acababa de entregarle Molines, y aquel ruido simpático le alivió el mal humor.

Llamó a su caballo y lanzó una mirada que pretendía ser severa sobre la pensativa Angélica.

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
13.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Famous by Jessica Burkhart
Losing Lila by Sarah Alderson
The Cradle in the Grave by Sophie Hannah
24 Hours by Greg Iles
Can't Stop Loving You by Lisa Harrison Jackson
Moonlight by Hawthorne, Rachel
The Bride Tamer by Ann Major


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024