Armando de Sancé dedicaba todo su tiempo a cuidar sus menguados cultivos. Apenas iba mejor vestido que sus gañanes y, lo mismo que ellos, llevaba encima un fuerte olor a estiércol y a caballos. Quería a sus hijos. Le divertían y estaba orgulloso de ellos. Ellos representaban su mejor razón de vivir. Para él, lo primero en el mundo eran sus hijos. Y, después, sus mulos. Durante algún tiempo el noble señor había acariciado el sueño de establecer un pequeño criadero de esos animales de carga, menos delicados que los caballos y más resistentes que los asnos. Pero ahora los bandidos se le habían llevado su mejor semental y dos asnas. Era un desastre, y casi pensaba en vender los últimos mulos y los pedazos de terreno que reservaba para alimentarlos.
El día siguiente, a la vista del sargento, el barón Armando cortó con cuidado una pluma de ganso y se sentó ante su escritorio para redactar una súplica al rey, rogándole que le librase de los impuestos anuales. En aquella carta exponía su pobreza de gentilhombre.
Primero, se disculpaba de no poder presentar más que nueve hijos vivos, pero otros nacerían, sin duda, porque «tanto él como su mujer eran aún jóvenes y los tenían de buena voluntad». Añadió que sostenía a un padre, inválido sin pensión, que había llegado al grado de coronel bajo Luis XIII. Que él mismo había sido capitán y propuesto para un grado más alto, pero que había tenido que dejar el servicio del rey porque su soldada de oficial de artillería, 1700 libras al año, «no le proporcionaba los medios para sostenerse en el servicio». Mencionó también que tenía a su cargo dos tías ancianas, las cuales «no habían podido hallar marido ni entrar en un convento por falta de dote, y no podían sino consumirse en humildes tareas»; que tenía cuatro criados, entre ellos un anciano militar sin pensión, necesario para su servicio. Dos de sus hijos mayores estaban en el colegio, y que les costaba 500 libras sólo su educación. También debía enviar al colegio a una hija, pero le exigían 300 libras. Concluía diciendo que pagaba desde hacía años los impuestos de sus medieros para conservarlos en el terruño, por todo lo cual se encontraba en deuda con el fisco, que le reclamaba 875 libras, 19 sueldos y 11 dineros sólo por el año corriente. Su renta total llegaba a 4000 libras por año, teniendo que alimentar a diecinueve personas y conservar su rango de gentilhombre. En el momento en que, para colmo de desdichas, los bandidos habían saqueado, asesinado e incendiado sus tierras, hundiendo a sus medieros supervivientes en la peor miseria. Para terminar pedía, fiado en la bondad real, el perdón de los impuestos exigidos y un socorro o adelanto de por lo menos mil libras, y solicitaba «como gracia del rey» que, si se organizaba alguna armada para América o las Indias, emplease como alférez a su hijo mayor, que estudiaba lógica con los agustinos, a quienes, añadía, debía un año de pensión. Por su parte, aceptaría algún cargo compatible con su jerarquía, para poder mantener a los suyos, porque sus tierras, aunque las vendiera, no se lo permitían…
Después de secar con arenilla tan larga misiva, que le había costado varias horas de trabajo, Armando de Sancé escribió además unas palabras a su protector y primo, el señor marqués Du Plessis de Belliére, a quien encargaba remitir su súplica al mismo rey o a la reina madre, acompañándola con recomendaciones para que la tuvieran en cuenta. Terminaba con cortesía: «Deseo, señor, volver a veros pronto y encontrar ocasión de poder seros útil tanto en mulas de carga como en frutas para vuestra mesa, y en castañas, quesos y tarros de leche cuajada.»
Pocas semanas después, el pobre barón Armando de Sancé hubiera podido añadir un nuevo sinsabor a su lista. En efecto, una noche en que se anunciaban las primeras escarchas se oyó en el camino el galope de un caballo y después en el puente levadizo, que había recobrado su adorno de pavos. Ladraron los perros en el patio.
Angélica, a quien la tía Pulqueria había conseguido retener en su habitación para obligarla a hacer algún trabajo de costura, se precipitó a la ventana. Vio un caballo del cual se apeaban dos jinetes altos y flacos, vestidos de negro. Una mula cargada de cofres apareció en el sendero, conducida por un chicuelo campesino.
—¡Tía! ¡Hortensia! —gritó—. Venid a ver. Creo que son nuestros hermanos Josselin y Raimundo.
Las dos muchachas y las señoritas ancianas bajaron apresuradamente y llegaron al salón cuando los escolares estaban saludando a su abuelo y a tía Juana. Los criados acudían por todas partes. Algunos habían ido a buscar al señor barón al campo y a la señora a la huerta. Los adolescentes respondían con despego a todo aquel barullo de bienvenida.
Tenían quince y dieciséis años, pero a menudo los tomaban por mellizos porque eran de la misma estatura y se parecían. Tenían ambos el mismo cutis mate, los ojos grises, y el cabello negro y lacio, que les caía sobre el cuello blanco, arrugado y sucio del uniforme. Sólo se distinguían por la expresión. En las facciones de Josselin había más brutalidad; en las de Raimundo más reserva.
Mientras respondían con monosílabos a las preguntas de su abuelo, la nodriza, felicísima, extendía sobre la mesa un gran mantel y traía tarros de «foie gras», pan, manteca y una calderada de las primeras castañas. Brillaron los ojos de los adolescentes. Sin aguardar más, sentáronse a la mesa y comieron con una voracidad y una grosería que llenaron de admiración a Angélica.
Sin embargo, se dio cuenta de que estaban flacos y pálidos; y que en los codos y en las rodillas de su uniforme se veía la trama del paño.
Al hablar, bajaban los ojos. Ninguno de ellos había parecido reconocerla, y, sin embargo, ella recordaba que en otros tiempos había ayudado a Josselin a buscar nidos como ahora la ayudaba a ella Dionisio.
Raimundo llevaba colgado del cinto un cuerno hueco. Le preguntó qué era.
—Es para la tinta —respondió con hosquedad.
—Yo he tirado el mío —dijo Josselin.
El padre y la madre llegaron trayendo luces. El barón, a pesar de su alegría, parecía un poco inquieto.
—¿Cómo habéis venido, muchachos? En el verano no vinisteis. ¿No es curioso que os den vacaciones a principio del invierno?
—No vinimos este verano porque no teníamos ni una moneda para alquilar un caballo, ni siquiera para tomar el carruaje público que va de Poitiers a Niort —explicó Raimundo.
—Y si ahora estamos aquí —continuó Josselin—, no es porque seamos más ricos.
—Sino porque los padres nos han puesto en la calle —terminó Raimundo.
Hubo un silencio un tanto violento.
—¡Por San Dionisio! —exclamó el abuelo—. ¿Qué necedad habéis cometido, señores míos, para que os hagan tan grande afrenta?
—Ninguna, pero ya va para dos años que los agustinos no han cobrado nuestra pensión. Nos han dado a entender que otros escolares cuyos padres eran más generosos necesitaban nuestros puestos…
El barón Armando empezó a pasearse de un lado a otro, lo cual era en él señal de gran agitación.
—En fin, no es posible. Si no habéis hecho nada malo, los padres no pueden poneros en la calle sin más ni más. ¡Sois gentilhombres! ¡Y los padres lo saben!
Josselin, el mayor, puso mala cara.
—Sí, lo saben de sobra, y puedo repetiros las palabras que el ecónomo nos dio por todo viático. Dijo que los nobles eran los peores pagadores y que, si no tenían dinero, podrían prescindir del latín y de las ciencias.
El viejo barón intentó enderezar su encorvado espinazo.
—Trabajo me cuesta creer que digas la verdad; piensa que la Iglesia y la nobleza forman un todo y que los escolares representan la futura flor del Estado. ¡Los buenos padres lo saben mejor que nadie!
Raimundo, el segundo, que estaba destinado al estado eclesiástico, replicó bajando los ojos al suelo con obstinación:
—Los padres nos han enseñado que Dios sabe elegir sus instrumentos, y acaso no nos ha juzgado dignos…
—¡No digas simplezas! —dijo su hermano—. Te aseguro que no es el momento de andar con máximas místicas. Si quieres ser monje mendicante, allá tú. Pero yo soy el mayor, y estoy de acuerdo con el abuelo: ¡la Iglesia nos debe consideración a nosotros los nobles! Ahora, si prefiere a los hijos de burgueses y mercaderes, buen provecho le hagan. ¡Habrá elegido su perdición, y se hundirá!
Los dos barones protestaron a un tiempo:
—¡Josselin, no tienes derecho a blasfemar de ese modo!
—No blasfemo. Digo lo que estoy viendo. En la clase de lógica era el más joven y el segundo de treinta alumnos. Hay exactamente veinticinco hijos de burgueses y funcionarios que pagan al contado, y cinco gentilhombres, de los cuales sólo dos pagan regularmente…
Armando de Sancé intentó agarrarse a aquella flaca satisfacción de prestigio.
—¿De modo que hay otros dos hijos de nobles a quienes han despedido al mismo tiempo que a vosotros?
—Ni siquiera eso. Los otros padres que no pagan son gentes que ocupan altos puestos, y los padres agustinos los temen.
—Te prohíbo que hables así de tus educadores —dijo el barón Armando, mientras el viejo rezongaba como hablando consigo mismo:
—¡Felizmente, el rey ha muerto y no puede enterarse de cosas semejantes!
—Sí, felizmente, abuelo —dijo en son de burla Josselin—. Y hasta fue un buen fraile el que asesinó a Enrique IV.
—¡Josselin, cállate! —dijo de pronto Angélica—. Las palabras no son tu fuerte, y cuando hablas te pareces a un sapo. Y, además, quien murió asesinado por un fraile no fue Enrique IV, sino Enrique III.
El adolescente miró con sorpresa a la chiquilla de cabeza rizada que le apostrofaba tranquilamente.
—¿Ah, estás ahí, renacuajo, princesa de las ciénagas? ¡Marquesa de los Angeles…! ¡Y pensar, hermanita, que hasta se me había olvidado saludarte!
—¿Por qué me llamas renacuajo?
—Porque tú me llamas a mí sapo. Y además, ¿no te sigue gustando desaparecer entre la hierba y las cañas de los pantanos? ¿O es que te has vuelto formal y melindrosa como Hortensia?
—Espero que no —dijo Angélica modestamente.
Su intervención había serenado un tanto el ambiente. Además, los dos hermanos habían terminado de comer, y la nodriza estaba quitando la mesa. A pesar de todo, la atmósfera de la casa seguía siendo pesada. Confusamente, cada uno buscaba una solución a este nuevo golpe de la suerte.
En el silencio se oyó chillar al niño más pequeño. La madre, las tías y hasta Gontran aprovecharon el pretexto para «ir a ver». Pero Angélica se quedó entre los dos barones y sus dos hermanos, vueltos de la ciudad en tan triste pelaje. Se preguntaba si esta vez ya iban a perder el honor. Grandes deseos tenía de preguntarlo, pero no se atrevía. Sus hermanos le inspiraban algo que se parecía vagamente a desdeñosa lástima.
El viejo Lützen, que estaba ausente en el momento de la llegada de los jóvenes, volvió trayendo más luces en honor de los viajeros. Dejó caer un poco de cera al besar con torpeza al mayor. El segundón esquivó con un tanto de desdén la ruda caricia de bienvenida.
Mas el viejo soldado no vaciló en proclamar su punto de vista:
—Ya era hora de que volvierais a casa. En primer lugar, ¿de qué os sirve machacar el latín y casi no saber escribir vuestra propia lengua? Cuando Fantina me anunció que los señores jóvenes volvían definitivamente, en seguida me dije que el señor Josselin, al fin, podría marcharse al mar…
—Sargento Lützen, ¿será preciso que te recuerde la antigua disciplina? —dijo muy secamente el barón anciano.
Guillermo no insistió y guardó silencio. A Angélica le sorprendió el tono hosco y alterado de su abuelo. Este se volvió hacia el primogénito:
—Espero, Josselin, que habrás olvidado tus proyectos de niño: convertirte en navegante.
—¿Por qué habría de olvidarlos, abuelo? Por el contrario, me parece que ahora no hay otra solución para mí.
—Mientras yo viva, no serás marino. ¡Cualquier cosa, pero eso no! —y el anciano golpeó con el bastón las losas rajadas del piso.
Josselin parecía aterrado por la súbita testarudez de su abuelo respecto a un proyecto que acariciaba en el fondo del corazón y que le había ayudado a sobrellevar sin demasiado rencor la expulsión de que había sido víctima. «Se acabaron los padrenuestros y las recitaciones en latín —había pensado—. Ahora ya soy un hombre y me embarcaré en una nave del rey.»
Armando de Sancé intentó intervenir.
—Padre —dijo—, ¿por qué esa intransigencia? Sería tal vez una solución tan buena como otra cualquiera. Os diré además que, en la súplica que últimamente envié al rey, le pedí, entre otras cosas, que facilitase el embarco de mi hijo primogénito en un corsario o en un barco de guerra.
El anciano barón se agitaba con ira. Nunca le había visto Angélica tan enojado, ni siquiera el día del altercado con el sargento recaudador de impuestos.
—No me gustan las gentes a quienes les arden los pies en el solar de sus abuelos. Más allá de los mares no se encuentran nunca montes ni maravillas, sino salvajes desnudos, con los brazos tatuados. El primogénito de un noble debe servir en los ejércitos del rey. Eso es todo.
—Con mucho gusto serviré al rey, pero en el mar —replicó el muchacho.
—Josselin tiene dieciséis años. Ya es hora, después de todo, de que elija su destino —dijo su padre con vacilación.
Una expresión de dolor ensombreció el rostro arrugado y enmarcado por corta barba blanca del anciano. Levantó la mano.
—Verdad es que otros, en la familia, han elegido su destino. ¿Habrás de causarme una decepción tú también, hijo mío? —añadió en tono de gran tristeza.
—Lejos de mí la idea de traeros a la memoria recuerdos penosos, padre mío —dijo en tono de disculpa el barón Armando—. Yo nunca he pensado en expatriarme y estoy más apegado de lo que soy capaz de decir a nuestras tierras del Poitou. Mas tengo en la memoria cuan dura y precaria era mi situación en el Ejército. Aun siendo noble, sin dinero no se puede llegar a los grados superiores. Estaba acribillado de deudas, y a veces, para subsistir, tuve que vender cuanto poseía: mi caballo, mi tienda, mis armas; hasta llegué a dar en alquiler mi propio lacayo. ¿Recordáis todas las buenas tierras que tuvisteis que convertir en moneda para mantenerme en el servicio?
Angélica seguía la conversación con mucho interés. Nunca había visto marinos, pero era de una región donde por los valles de la Sévre y de la Vandée penetran las llamadas del océano. Sobre la costa de La Rochelle, en Nantes, por los Sables d'Olonne, sabía que había barcas de pescadores que partían para tierras lejanas, donde encontraban hombres rojos como el fuego o rayados como cebras. Hasta se contaba que un marino bretón del lado de Saint-Malo había traído a Francia salvajes a quienes les crecían en la cabeza plumas como a los pájaros.