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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (48 page)

La carroza se detuvo ante una gran puerta cochera de madera clara con llamadores y cerradores de bronce forjado. Tras el muro de piedras blancas se adivinaba el patio de entrada y la casa edificada al gusto del día, con grandes sillares de piedra, altas ventanas con vidrios claros y techo adornado con tragaluces y cubierto de pizarra nueva que brillaba al sol. Un lacayo vino a abrir la portezuela de la carroza.

—Aquí es, señora —dijo el marqués de Andijos.

Seguía a caballo y miraba al portón con aire atontado. Angélica bajó del coche y corrió a la casita que debía servir de portería al suizo que guardaba el edificio. Tiró de la campanilla con ira. Era inadmisible que no hubiese acudido nadie a abrir la puerta principal. La campanilla pareció resonar en el desierto. Los vidrios de la portería estaban sucios. Todo parecía sin vida.

Sólo entonces se dio cuenta del aspecto curioso del portón, que Andijos seguía mirando como herido por un rayo. Se acercó. Una especie de red de cordel rojo estaba tendida a través de la puerta, sujeta por gruesos sellos de cera multicolor. Una hoja de papel sujeta igualmente por sellos de cera blanca decía:

Cámara de justicia del Rey
París 1.° de Julio de 1660

Abriendo la boca con estupor, miró sin comprender. En aquel instante se entreabrió la puertecilla de la portería y dejó ver el rostro inquieto de un criado con la librea arrugada.

—¿Sois el conserje? —preguntó Angélica.

—Sí… sí, señora, soy yo. Bautista… y reconozco la carroza… de… mi… amo.

—Deja de tartamudear, villano —exclamó con ira—, y dime pronto dónde está el señor de Peyrac.

El criado miró en derredor con inquietud. La ausencia de vecinos pareció tranquilizarlo. Se acercó más, levantó los ojos hacia Angélica y, de pronto, se arrodilló ante ella sin dejar de lanzar en derredor miradas angustiosas.

—¡Ay, pobre señora mía! —exclamó—. ¡Mi pobre amo…! ¡Ay, qué espantosa desgracia!

Lo sacudió por un hombro, llena de angustia.

—¡Levántate, idiota! No comprendo lo que dices. ¿Dónde está mi marido? ¿Ha muerto?

El hombre se levantó con trabajo y murmuró:

—Dicen que está en la Bastilla. La casa está sellada. Respondo de ello con la vida. Y vos, señora, procurad huir de aquí mientras aún es tiempo.

La evocación de la famosa fortaleza-prisión de la Bastilla, en vez de trastornar a Angélica, la tranquilizó después del temor espantoso que acababa de experimentar. «De una prisión se puede salir». Sabía que en París la prisión más temida era la del Arzobispo, situada bajo el nivel del Sena y donde en invierno los prisioneros corrían el riesgo de ahogarse, y que el Chátelet y el Hospital General estaban destinados a las gentes vulgares. La Bastilla era la prisión aristocrática. A despecho de algunas sombrías leyendas que corrían sobre las cámaras fuertes de sus ocho torreones, era notorio que una estancia entre aquellos muros no deshonraba a nadie.

Angélica lanzó un suspiro y se esforzó por mirar la situación cara a cara.

—Creo que vale más no quedarse por estos parajes —indicó Andijos.

—Sí, sí, señora, daos prisa a marchar —insistió el criado.

—Necesitaría saber adonde voy. Tengo una hermana que vive en París. Ignoro sus señas, pero su marido es un procurador del rey llamado Fallot. Creo que, después de su matrimonio, se hace llamar Fallot de Sancé.

—Si vamos al Palacio de Justicia, nos informarán seguramente.

La carroza y su séquito volvieron a emprender su camino a través de París. Angélica no pensaba en mirar los lugares por donde iban pasando. Aquella ciudad que la acogía de modo tan hostil ya no la atraía. Florimond lloraba. Estaba echando los dientes, y en vano Margarita le frotaba las encías con un ungüento de miel e hinojo machacado.

Acabaron por encontrar las señas del señor procurador del rey, que vivía, como muchos magistrados, no lejos del Palacio de Justicia, en la isla de la Cité, en la parroquia de Saint-Landry. La calle se llamaba del Infierno, lo cual se le antojó a Angélica presagio funesto. Las casas eran viejas y vetustas, con tejados puntiagudos, pocas ventanas, esculturas y gárgolas. Aquella ante la cual se detuvo la carroza no parecía menos sombría que las demás, aunque tuviese en cada piso tres ventanas bastante altas. En el piso bajo estaba el estudio sobre cuya puerta había una placa con estas palabras:

Maestro Fallot de Sancé
Procurador del Rey

Dos pasantes que estaban ociosos en el umbral se precipitaron hacia Angélica en cuanto echó pie a tierra y la envolvieron inmediatamente en un torbellino de palabras en una jerga incomprensible. Acabó por comprender que ensalzaban los méritos del estudio del magistrado de Sancé como el único estudio de París en que las gentes deseosas de ganar un pleito podían encontrar guía segura.

—No vengo por un pleito —dijo Angélica—. Quiero ver a la señora Fallot.

Decepcionados, le mostraron la puerta de la izquierda, que daba acceso a la casa. Angélica levantó el llamador de bronce y esperó con emoción que viniesen a abrir.

Una sirvienta gruesa, con gorro blanco y decentemente vestida, la introdujo en el vestíbulo, pero casi inmediatamente Hortensia apareció en lo alto de la escalera. Había visto la carroza por la ventana. Angélica tuvo la impresión de que su hermana estuvo a punto de echarle los brazos al cuello, pero que, en seguida, pensándolo mejor, había adoptado un aire distante. Además, en aquella antesala tan oscura era difícil verse. Se besaron sin calor. Hortensia parecía aún más seca y alta que antes.

—¡Pobre hermana mía! —dijo.

—¿Por qué me llamas «pobre hermana mía»? —preguntó Angélica.

La señora Fallot hizo un gesto indicando a la sirvienta y llevó a Angélica a su habitación. Era ésta una pieza grande que servía también de salón porque se veían sillas, sillones, banquetas y taburetes alrededor del lecho, que lucía hermosas cortinas y cubrecama de damasco amarillo. Angélica se preguntó si Hortensia tendría la costumbre de recibir a sus amigas tendida en el lecho, como lo hacían las «preciosas». La verdad es que, en otro tiempo, Hortensia gozaba fama de ingeniosa y se jactaba de hablar con elegancia. También la habitación estaba oscura, pues los vidrios eran de colores. Pero, con tanto calor, la penumbra no era desagradable. El pavimento enlosado estaba refrigerado con manojos de hierba verde puestos aquí y allá. Angélica respiró el buen olor rústico de sus primeros años.

—Se está bien en tu casa —dijo a Hortensia. Pero ésta no se ablandó.

—No intentes engañarme con tus moditos alegres. Estoy al corriente de todo.

—Suerte tienes, porque yo, lo confieso, estoy en la más completa ignorancia de lo que me sucede.

—¡Qué imprudencia, andar así por todo París! —dijo Hortensia levantando los ojos al cielo.

—Escucha, Hortensia, no empieces. No sé si a tu marido le sucederá lo que a mí, pero recuerdo que nunca pude verte hacer ese gesto sin darte un bofetón. Ahora te voy a decir lo que sé, y después tú me dirás lo que sepas.

Contó cómo, encontrándose en San Juan de Luz para la boda del rey, el conde de Peyrac había desaparecido súbitamente. Las presunciones de ciertos amigos la inclinaron a creer que había sido detenido y traído a París, y por eso había venido también ella a la capital. Aquí acababa de encontrar su casa sellada y de saber que su marido estaba, sin duda, en la Bastilla. Hortensia dijo severamente:

—Por lo cual podías darte cuenta de lo comprometedora que sería tu llegada para un alto funcionario del rey. ¡Y, sin embargo, aquí has venido!

—Sí, en efecto, es extraño que mi primera idea haya sido que las personas de mi familia podrían ayudarme.

—¡Única ocasión en la cual has podido acordarte de tu familia, creo! Estoy bien segura de que no habría recibido tu visita si hubieras podido pavonearte en tu hermosa casa nueva del barrio de San Pablo. ¿Por qué no has ido a pedir hospitalidad a los brillantes amigos de tu riquísimo y hermosísimo esposo, a todos esos príncipes, duques y marqueses, en lugar de perjudicarnos con tu presencia?

Angélica estuvo a punto de levantarse y salir dando un portazo, pero le pareció oír, viniendo de la calle, el llanto de Florimond, y se dominó.

—Hortensia, no me forjo ilusiones. Como hermana afectuosa y amante, me pones en la puerta de la calle. Pero traigo conmigo a un niño de catorce meses al cual es necesario bañar, mudar, alimentar. Se hace tarde. Si vuelvo a marcharme en busca de alojamiento, acabaré por tener que dormir en la calle. Acógeme por esta noche.

—Una noche que sería demasiado para la seguridad de mi hogar.

—¡Cualquiera diría que arrastro conmigo la reputación de una vida escandalosa!

La señora Fallot frunció sus finos labios, y sus ojos oscuros y vivos, aunque bastante pequeños, brillaron.

—Tu reputación está sin tacha. En cuanto a la de tu marido, es atroz.

Angélica no pudo menos de sonreír ante aquella expresión dramática.

—Te aseguro que mi marido es el mejor de los hombres. Pronto lo comprenderías si lo conocieses.

—¡Dios me libre! Me moriría de miedo. Si es verdad lo que me han contado, no comprendo cómo has podido vivir tantos años en su morada. Tiene que haberte embrujado —y después de un segundo de reflexión, añadió—: Verdad es que desde muy joven tenías gran predisposición por toda clase de vicios.

—¡Qué amable eres, querida! Es exacto que, desde muy joven, tú tenías gran predisposición para la maledicencia y la malignidad.

—¡Lo vas arreglando! Ahora me insultas en mi propia casa.

—¿Por qué te niegas a creerme? Te digo que mi marido no está en la Bastilla sino por un malentendido.

—Si está en la Bastilla, es que hay justicia.

—Si hay justicia, pronto estará libre.

—Señoras, permitidme intervenir, ya que habláis tan bien de la justicia —dijo detrás de ellas una voz grave.

Había entrado un hombre en la habitación. Debía de tener unos treinta años, pero afectaba una actitud solemne. Bajo la peluca oscura, su rostro lleno, cuidadosamente afeitado, adoptaba una expresión grave y atenta que tenía algo de eclesiástica. Inclinaba la cabeza ligeramente hacia un lado, como quien está acostumbrado, por su profesión, a recibir confidencias. Por el traje de paño negro, bueno pero apenas adornado con un galón negro y botones de cuero, y su collarín inmaculado pero sencillo, Angélica adivinó que estaba ante su cuñado el procurador. Para halagarle, le hizo una reverencia. Él se acercó a ella con mucha gravedad y la besó en ambas mejillas, como se debe entre gentes de la misma familia.

—No habléis en condicional, señora.
Hay una justicia.
Y, en su nombre y porque existe, os acojo en mi casa.

Hortensia saltó como un gato escaldado.

—¡Pero, Gastón, estáis loco de atar! Desde que me casé no dejáis de repetirme que vuestra carrera es ante todo, y que depende exclusivamente del rey…

—Y de la justicia, querida —interrumpió el magistrado con suavidad pero con firmeza.

—Lo cual no impide que desde hace días hayáis declarado sin cesar el temor de que mi hermana se refugiase en nuestra casa. Dado lo que sabéis sobre el arresto de su marido, tal eventualidad, decíais, equivaldría para nosotros a una ruina cierta…

—Callad, señora, o haréis que me arrepienta de haber traicionado en cierto modo el secreto profesional, poniéndoos al corriente de lo que fortuitamente he sabido.

Angélica pisoteó todo su amor propio.

—¿Habéis sabido algo? ¡Ay, señor, por lo que más queráis, informadme! Llevo varios días en la más absoluta incertidumbre.

—¡Ay, señora! No intentaré escudarme tras una falsa discreción, ni perderme en palabras de consuelo. Os confieso que sé muy poca cosa. Sólo por una información oficiosa del Palacio, me enteré, con estupor, lo confieso, del arresto del señor de Peyrac. Por ello os pido, en vuestro interés propio y en el de vuestro marido, que no tengáis en cuenta hasta nueva orden lo que voy a confiaros. Es por lo demás, lo repito, una información muy menguada. Hela aquí: vuestro marido fue detenido en virtud de una cédula de tercera categoría, es decir, por orden del rey. El oficial o gentilhombre incriminado es
invitado
por el rey a dirigirse en secreto, pero libremente, aunque acompañado por un comisario real, al lugar que se le designa. En lo que concierne a vuestro esposo, fue conducido a For-Lévéque, de donde se le ha trasladado a la Bastilla.

—Os doy las gracias por haberme confirmado noticias tranquilizadoras. Muchas gentes han ido a la Bastilla y han salido de ella rehabilitadas en cuanto se ha hecho la luz sobre las calumnias que las habían conducido a ella.

—Veo que sois mujer de sangre fría —dijo el magistrado Fallot con un movimiento aprobador de la barbilla—, pero no quisiera daros la ilusión de que las cosas se van a arreglar fácilmente, porque he sabido también que la orden de arresto firmada por el rey especificaba que no se mencionase en los registros de la cárcel ni el nombre del detenido ni la acusación de que era objeto.

—Sin duda el rey no desea infligir una afrenta a uno de sus fieles subditos antes de haber examinado por sí mismo los hechos de que le acusan. Quiere poder declararle inocente sin escándalo…

—U olvidarle.

—¿Cómo olvidarle? —repitió Angélica sacudida por un estremecimiento.

—Hay muchas gentes a quienes se olvida en las prisiones —dijo el magistrado cerrando los ojos a medias y mirando muy a lo lejos— tan seguramente como en el fondo de una tumba. Es cierto que en sí no es deshonroso estar prisionero en la Bastilla, que es la prisión de las personas de calidad y por la cual han pasado varios príncipes de la sangre sin descender de rango por ello. Sin embargo, insisto en el hecho de que ser un prisionero anónimo y secreto indica que el asunto es extraordinariamente grave.

Angélica se quedó silenciosa un instante. De pronto sintió cansancio y el hambre le atenazaba el estómago. ¿A menos que no fuese angustia? Levantó los ojos hacia el magistrado, en el cual esperaba un aliado.

—Puesto que tenéis la bondad de aclararme las cosas, decidme, señor, ¿qué debo hacer?

—Una vez más, señora, no se trata de bondad, sino de justicia. Por puro espíritu de justicia os recibo bajo mi techo, y puesto que me pedís consejo, os dirigiré a otro letrado. Porque temo que mi propio crédito en este asunto sea juzgado parcial e interesado, aunque nuestras relaciones de familia no hayan sido hasta ahora muy frecuentes.

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