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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (44 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Se oyeron exclamaciones de enternecimiento. Nadie parecía recordar que ese mismo hermano, Felipe IV, había sido el mayor enemigo de Francia, y que su correspondencia con Ana de Austria había hecho que el cardenal Richelieu la sospechase de complot y traición. Aquellos acontecimientos quedaban lejos. Ahora estaban todos llenos de la misma esperanza en la alianza nueva que cincuenta años antes, cuando sobre aquel mismo río, el Bidasoa, se habían cambiado entre los dos países, dos princesas niñas de redondas mejillas, asfixiadas en sus inmensas golillas: Ana de Austria se casaba con el joven Luis XIII, e Isabel de Francia con el niño Felipe IV. La infanta María Teresa, a quien hoy esperaban, era la hija de aquella Isabel.

Angélica miraba con apasionada curiosidad a aquellos grandes del mundo en su intimidad. El rey comía con buen diente, pero con dignidad; bebía poco y varias veces pidió que le echasen agua en el vino.

—¡Por mi fe! —dijo de pronto—. Lo más extraordinario que he visto esta mañana es la extraña pareja vestida de negro y oro de Toulouse. ¡Qué mujer, amigos! ¡Un esplendor! Me lo habían dicho, pero no podía creerlo. Y parece sinceramente enamorada de él. En verdad, ese rengo me confunde.

—Confunde a cuantos se acercan a él —dijo el arzobispo de Toulouse en tono ácido—. Yo que lo conozco desde hace años renuncio a comprenderlo. Hay debajo de eso algo diabólico.

«Ya vuelve a chochear», pensó Angélica. Su corazón había empezado a latir agradablemente al oír las palabras del rey, pero la intervención del arzobispo renovaba sus preocupaciones. El prelado no soltaba las armas. Uno de los gentilhombres del séquito del monarca dijo con una risita:

—¡Estar enamorada de su marido! Eso sí que es ridículo. No estaría mal que esa joven viniese un poco a la Corte. Le haríamos perder sin duda ese prejuicio necio.

—Parece que creéis, caballero, que la Corte es un lugar en que no hay otra ley que el adulterio —protestó severamente Ana de Austria—. Sin embargo, es bueno y natural que los esposos se tengan amor. La cosa no tiene nada de ridículo.

—¡Pero es tan raro! —suspiró la señora de Motteville.

—¡Lo que es raro es que se case uno bajo el signo del amor! —dijo el rey en tono desilusionado.

Siguió un silencio un tanto violento. La reina madre cambió con el cardenal una mirada desolada. Monseñor de Fontenac levantó una mano plena de unción.

—Señor, no os entristezcáis. Si los caminos de la Providencia son insondables, los del diosecillo Eros no lo son menos. Y puesto que evocáis un ejemplo que parece haberos conmovido, puedo afirmaros que ese caballero y su mujer no se habían visto nunca antes del día de su boda, bendecida por mí en la catedral de Toulouse. Sin embargo, después de varios años de unión coronados por el nacimiento de un hijo, el amor que mutuamente se tienen brilla ante los ojos menos advertidos.

Ana de Austria tuvo una expresión agradecida, y monseñor se pavoneó. «¿Hipócrita o sincero?», se preguntaba Angélica. La voz un tanto ceceosa del cardenal se alzó de nuevo:

—Esta mañana me pareció estar en un teatro. Ese hombre es feo, desfigurado, inválido, y, sin embargo, cuando apareció junto a su espléndida mujer, seguido por ese moro vestido de raso blanco, pensé: ¡qué hermosos son!

—Eso nos distrae de tantos rostros fastidiosos —dijo el rey—. ¿Es verdad que tiene una voz magnífica?

—Lo afirman y lo repiten.

El gentilhombre que había hablado antes volvió otra vez a reírse burlonamente.

—Sin duda es ésa una historia extraordinariamente conmovedora, casi un cuento de hadas. Hay que venir al Mediodía para escuchar cosas semejantes.

—¡Ay, sois insoportable con la manía de burlaros de todo! —protestó una vez más la reina madre—. Vuestro cinismo me molesta, señor mío.

El cortesano inclinó la cabeza y, como la conversación volvía a empezar, fingió interesarse por el perro que roía un hueso junto a la puerta. Viéndole dirigirse hacia el lugar de su retiro, Angélica se levantó precipitadamente para alejarse. Dio unos cuantos pasos en la antecámara, pero el manto le pesaba mucho y se enganchó en uno de los tiradores de una consola.

Mientras Angélica se inclinaba para desembarazarse del impedimento, el hombre rechazó al perro con el pie, salió y cerró la puerta oculta por las colgaduras. Como había disgustado a la reina madre, consideró prudente hacerse pasar inadvertido. Avanzó displicentemente, pasó cerca de Angélica y se volvió para observarla.

—Pero si es la mujer vestida de oro…

Ella lo miró altivamente e intentó proseguir su camino, pero él le cerró el paso.

—¡No tan pronto! Dejadme contemplar el extraordinario fenómeno. ¿Sois, pues, la mujer amante de su marido? ¡Y qué marido! ¡Un verdadero Adonis!

Angélica lo miró con desprecio de arriba abajo. Era más alto que ella y de muy buena figura. Su rostro no carecía de belleza, pero su boca fina tenía una expresión malvada, y sus ojos hendidos en forma de almendra eran amarillos con manchitas oscuras. Aquel color indeciso, bastante vulgar, lo afeaba un tanto. Iba ataviado con gusto y esmero. Su peluca, de un rubio casi blanco, contrastaba de modo intrigante con la juventud de su rostro. Angélica no pudo menos de encontrarle muy apuesto, pero dijo fríamente:

—En efecto, podéis difícilmente sostener la comparación con él. En mi país, a los ojos como los vuestros se les llama «manzanas picadas». ¿Comprenderéis lo que quiero decir? Y en cuanto a los cabellos, los de mi marido siquiera son suyos.

Una expresión de vanidad herida ensombreció el rostro del gentilhombre.

—¡Es falso! —exclamó—. Lleva peluca.

—¡Id a darle un tirón, si tenéis valor para ello!

Había tocado en los puntos sensibles y sospechó que llevaba peluca porque empezaba a quedarse calvo. Pero pronto recobró su sangre fría. Cerró a medias los ojos hasta que no fueron más que dos hendiduras brillantes.

—¿De modo que se intenta morderme? Decididamente, son muchas habilidades para una provincianita.

Lanzó una mirada en derredor y luego, sujetándola por los puños, la empujó hacia el recodo de la escalera.

—¡Dejadme! —dijo Angélica.

—En seguida, hermosa mía. Pero antes tenemos una cuentecita que arreglar juntos.

Antes de que hubiese podido prever su ademán, le había echado hacia atrás la cabeza y le mordía los labios. Angélica lanzó un grito. Su mano se movió prestamente y cayó sobre la mejilla del hombre. Años sacrificados a los buenos modales no habían atenuado en ella el fondo de violencia rústica unida al vigor de la salud. Cuando alguien despertaba su ira, volvía a encontrar las mismas reacciones que la habían lanzado a luchar a brazo partido con sus compañeritos aldeanos. La bofetada chasqueó ruidosamente, y él debió de ver las estrellas porque retrocedió llevándose la mano a la mejilla.

—¡Palabra, una verdadera bofetada de lavandera!

—¡Dejadme pasar —repitió Angélica—, si no queréis que os desfigure tan completamente que no podréis volver a presentaros ante el rey!

El hombre sintió que ejecutaría su promesa y retrocedió.

—¡Ay!, me gustaría teneros una noche entera en mi poder —murmuró apretando los dientes—. Os aseguro que al amanecer estaríais domesticada.

—Eso es —respondió ella riendo—. Meditad en vuestro desquite mientras sostenéis la mejilla —y se alejó abriéndose paso rápidamente hasta la puerta.

Las apreturas habían disminuido, porque muchos se habían ido a comer algo. Angélica, ofendida y humillada, se apretaba con el pañuelo la boca herida. «¡Con tal que no se note demasiado…! ¿Qué responderé si Joffrey me pregunta? Hay que evitar que vaya a atravesar de una estocada a ese canalla. A menos que se ría… Él no se hace ilusiones sobre las costumbres de estos bellos señores del Norte. Empiezo a comprender lo que quiere decir cuando habla de suavizar y pulir los modales de la Corte… Pero es una tarea a la que, por mi parte, no me gustaría dedicarme…»

Intentó alcanzar a ver su silla de manos y sus lacayos. Un brazo se deslizó bajo el suyo.

—Querida, os buscaba —dijo la
Grande Mademoiselle,
cuya alta figura acababa de surgir a su lado—. Se me revuelve la sangre pensando en todas las necedades que dije esta mañana delante de vos sin saber quién erais. ¡Ay! En un día de fiesta, cuando no se tienen todas las comodidades, los nervios se alteran y la lengua habla sin que una se dé cuenta.

—Vuestra Alteza no tiene por qué preocuparse. No ha dicho nada que no fuera verdad, ya que no lisonjero. No recuerdo sino vuestras últimas frases.

—Sois la gracia en persona. Estoy encantada de teneros por vecina… Me volveréis a prestar vuestro peluquero ¿verdad? ¿Tenéis tiempo libre? Vamos a picotear un racimito de uvas a la sombra. ¿Qué os parece? Esos españoles no acaban de llegar.

—Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza —respondió Angélica con una reverencia.

Al día siguiente por la mañana hubo que ir a ver comer al rey de España en la isla de los Faisanes. Toda la Corte se atrepellaba en las barcas y se mojaba los lindos zapatos. Las damas daban chillidos recogiéndose las faldas.

Angélica, vestida de traje raso y blanco bordado en plata y arrebatada por Péguilin, se encontró sentada entre una princesa de rostro picaresco y el marqués de Humiéres. El pequeño
Monsieur,
que formaba parte de los espectadores, se reía evocando el aire triste de su hermano, obligado a quedarse en la orilla francesa. Luis XIV no debía ver a la infanta hasta que el matrimonio por poderes la hubiese hecho reina en la orilla española. Entonces iría a la isla de los Faisanes para jurar la paz y llevarse su fabulosa conquista. El matrimonio verdadero lo bendeciría en San Juan de Luz el obispo de Bayona.

Deslizábanse las barcas sobre el agua tranquila cargadas con su abigarrado cargamento. Atracaron. Mientras Angélica esperaba su turno para desembarcar, uno de los señores puso el pie sobre la banqueta en que estaba sentada y con el alto tacón le aplastó los dedos de una mano. Retuvo una exclamación de dolor. Al levantar los ojos reconoció al gentilhombre de la víspera que tan malvadamente la había molestado.

—Es el marqués de Vardes —dijo la princesita qve estaba a su lado—. Naturalmente que lo ha hecho a propósito.

—¡Un verdadero bruto! —se lamentó Angélica—. ¿Cómo puede tolerarse a persona tan grosera en el séquito del rey?

—Al rey le divierte con su insolencia, y además, ante Su Majestad esconde las garras. Pero tiene fama en la Corte. Han hecho una cancioncita sobre él:

Va vestido de piel de búfalo

para portarse como un cafre;

no oculta el sombrío hocico

ni con la pompa ni con el traje.

Quien dice Vardes dice: el salvaje.

—¡Callad, Enriqueta! —exclamó el hermano del rey—. Si os oye la señora de Soissons se pondrá rabiosa e irá a quejarse a Su Majestad de que hablan mal de su favorito.

—¡Bah! La señora de Soissons ya no tiene crédito cerca de Su Majestad. Ahora que el rey se casa…

—¿Dónde habéis aprendido, señora, que una esposa, aunque sea la infanta, pueda tener más influencia sobre su marido que una antigua amante? —preguntó Lauzun.

—¡Oh, señores, señoras! —lloriqueó la señora de Motteville—. ¡Por favor! ¿Os parece momento apropiado para tales razones cuando ya los grandes de España se adelantan a nuestro encuentro?

Negra, seca, con el rostro surcado de arrugas, mezclaba curiosamente su sombrío atuendo y sus aires pudibundos a aquel cargamento de cotorras y de hermosos señores cacareantes. ¿Tal vez la presencia de la dama de honor de Ana de Austria no era completamente fortuita? La reina madre le había encargado vigilar las palabras de aquella juventud loca, acostumbrada a morderse y desgarrarse y poco dispuesta a tener demasiado en cuenta la susceptibilidad de los españoles.

Angélica empezaba a cansarse de aquellas gentes frivolas, maldicientes, cuyos vicios velaba a duras penas una cortesía complicada. Oyó que la morena condesa de Soissons decía a una de sus amigas:

—Querida, encontré dos corredores de los cuales estoy muy orgullosa. Me habían dicho que los vascos eran más ligeros que el viento. Pueden hacer, corriendo, más de veinte leguas al día. ¿No os parece que esta costumbre de hacerse preceder por corredores que os anuncian y por perros que ladran y apartan al populacho da el aire más grande del mundo?

Tales palabras recordaron a Angélica que Joffrey, tan partidario del fausto, no gustaba, sin embargo, de aquella moda de los corredores que precedían a las carrozas. Y, en realidad, ¿dónde estaba Joffrey?

No le había vuelto a ver desde la víspera. El conde había vuelto para mudarse de ropa y hacerse afeitar, pero en esos momentos ella estaba en casa de la
Grande Mademoiselle.
Ella misma había tenido que vestirse tres o cuatro veces a toda prisa y muy nerviosa. No había dormido sino muy pocas horas, pero las libaciones de buen vino que se hacían a cada momento habían logrado tenerla despierta. Renunciaba a preocuparse por Florimond. Dentro de tres o cuatro días llegaría el momento de informarse de si las sirvientas le habían dado de comer, en vez de correr a admirar las hermosas carrozas y a retozar con los pajes y lacayos del servicio del rey. Por otra parte, Margarita velaba. Su temperamento de hugonota reprobaba las fiestas y, atenta a todos los cuidados que requería el tocado de su ama, dirigía severamente a los criados que tenía a sus órdenes.

Angélica vio por fin a Joffrey entre la multitud que se apretujaba en el interior de la casa situada en el centro de la isla. Se deslizó hasta él y le tocó con el abanico. El conde dejó caer sobre ella una mirada distraída.

—¡Ah! Estáis aquí.

—Joffrey, os echo de menos terriblemente. Parece que no os agrada verme. ¿Os habéis convertido al prejuicio que ridiculiza a los esposos que se aman? Me parece que os avergonzáis de mí.

Joffrey recobró su franca sonrisa y la estrechó por el talle.

—No, amor mío. Pero os veía en tan agradable compañía…

—¡Oh, agradable! —dijo Angélica frotándose la mano dolorida—. Corro bastante peligro de salir lisiada. ¿Qué habéis hecho desde ayer?

—He encontrado a algunos amigos. He hablado con unos y con otros. ¿Habéis visto al rey de España?

—Todavía no.

—Entremos en esta sala. Están preparando el cubierto. Según la etiqueta española, el rey debe comer solo, siguiendo un ceremonial muy complicado.

Las paredes de la sala estaban cubiertas de tapices que contaban en tonos dorados tachonados de rojo y gris azulado la historia del reino de España. Había una locura de gente. Se aplastaban unos a otros. Ambas Cortes rivalizaban en lujo y magnificencia. Los españoles llevaban la palma sobre los franceses en oro y pedrerías, pero éstos triunfaban por la forma y la elegancia de los trajes. Los jóvenes del séquito de Luis XIV lucían mantos de muaré gris cubiertos de encajes de oro sujetos por puntas de color de fuego y forrados de tisú de oro. Los sombreros, guarnecidos con plumas blancas, llevaban el ala levantada a un lado y sujeta con una punta de diamantes. Se mostraban unos a otros, riéndose, los largos mostachos pasados de moda de los grandes de España y sus ropas cargadas de bordados macizos y anticuados.

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