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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (47 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Andijos se acercó a la carroza de Angélica y le dijo en voz baja que se trataba indudablemente de Kuassi-Ba. Pidió ver a los aldeanos. Eran pastores de ovejas, subidos en los zancos que les permitían circular sobre el suelo movedizo de las dunas. Confirmaron sus temores. Sí, hacía dos días los pastores habían oído gritos y disparos de arma de fuego en la carretera, en la que vieron una carroza asaltada por un jinete de rostro negro que blandía un sable curvo como el de los turcos. Felizmente las gentes de la carroza tenían pistolas y debieron de haber herido al negro, que huyó.

—¿Qué gentes iban en la carroza? —preguntó Angélica.

—No lo sabemos —respondieron—. Las cortinas estaban corridas y sólo dos hombres la escoltaban. Nos dieron unas monedas para que enterrásemos a uno de ellos a quien el monstruo había cortado la cabeza.

—¡Cortado la cabeza! —repitió aterrado Andijos.

—Sí señor, y tanto que tuvimos que ir a buscarla a la cuneta, adonde había ido a parar rodando.

A la noche siguiente, cuando la mayor parte de los coches acamparon en las aldeas de los alrededores de Burdeos, Angélica volvió a soñar con el siniestro llamamiento:

—¡Médame, médame!

Se agitó y acabó por despertar. Le habían hecho la cama en la única habitación de una casa de labranza cuyos habitantes se fueron a dormir al pajar. La cuna de Florimond estaba junto al hogar. Margarita y la niñera se habían tendido en el mismo jergón.

Angélica vio que Margarita se ponía una falda.

—¿Adonde vas?

—Es Kuassi-Ba, estoy cierta —dijo en voz baja la mujer.

Ya Angélica había saltado de la cama. Las dos mujeres abrieron con precaución la puerta. Por suerte la noche estaba muy oscura.

—¡Kuassi-Ba, ven aquí! —murmuraron.

Algo se movió, y un gran cuerpo vacilante tropezó en el umbral. Le hicieron sentar en un banco. A la luz de una candela vieron su piel grisácea y descarnada. Traía las ropas manchadas de sangre. Herido, desde hacía tres días andaba errante por las landas. Margarita rebuscó en los cofres y le hizo beber un buen trago de aguardiente. Después de lo cual Kuassi-Ba habló.

—Una sola cabeza, mi ama. No he podido cortar más que una
cabeza…

—Basta y sobra, te lo aseguro —dijo Angélica riendo a su pesar.

—He perdido mi gran sable y mi caballo.

—Ya te daré otros. No hables… Nos has vuelto a encontrar, es lo principal. Cuando el amo te vea, te dirá: «¡Está bien, Kuassi-Ba!»

—¿Volveremos a ver al amo?

—Volveremos a verle, te lo prometo.

Mientras hablaba, Angélica había desgarrado un lienzo para hacer hilas. Temía que la bala le hubiese quedado dentro de la herida, situada en el hueco de la clavícula, pero descubrió otra herida bajo el sobaco, lo cual demostraba que el proyectil había salido. Echó aguardiente sobre las dos heridas y las vendó enérgicamente.

—¿Qué vamos a hacer de este hombre, señora? —interrogó Margarita.

—¡Llevárnoslo! Volverá a ocupar su sitio en el carro.

—Pero ¿qué dirán?

—¿Quién va a decir? Si crees que las gentes que nos rodean se preocupan por los hechos y gestos de mi negro. Comer bien, tener buenos caballos de refresco, alojarse cómodamente, ésas son sus únicas preocupaciones. Se estará quieto debajo del equipaje, y en París, cuando estemos en nuestra casa, las cosas se arreglarán solas. —Repitió enérgicamente para convencerse a sí misma—: ¿Comprendes, Margarita? Todo es un malentendido.

La carroza rodaba a través del bosque de Rambouillet. Angélica dormitaba, porque el calor era terrible. Florimond dormía sobre las rodillas de Margarita. De pronto el ruido de una detonación seca los despertó a todos sobresaltados. Hubo un choque. Angélica tuvo la visión de un precipicio profundo. Entre una nube de polvo el coche volcó dando un chasquido tremendo. Florimond aullaba, medio aplastado por la sirvienta. Se oían los relinchos de los caballos, los gritos del postillón, los chasquidos del látigo.

El mismo ruidito seco volvió a sonar, y en uno de los vidrios de la carroza Angélica vio una extraña estrella, semejante a las flores de escarcha del invierno, con un agujerito en el centro. Intentó erguirse y tomar en brazos a Florimond. De pronto alguien arrancó la portezuela, y el rostro de Péguilin de Lauzun se inclinó por la abertura.

—¿Nadie herido, al menos?

Con la emoción, Péguilin había vuelto a hablar con su acento meridional.

—Todos gritan, por lo cual me figuro que todos están vivos —dijo Angélica.

Tenía un arañazo en el antebrazo producido por un pedazo de vidrio, pero nada grave.

Entregó el niño al duque. El caballero de Louvigny apareció también, le alargó la mano y la ayudó a salir del coche. En cuanto estuvo en el camino, volvió a tomar en brazos a Florimond y se esforzó en apaciguarle. Los agudos chillidos del bebé dominaban todo el tumulto, y era imposible pronunciar una palabra. Mientras acariciaba a su hijo, Angélica vio que el coche del duque de Lauzun se había detenido detrás de su carro de equipajes, así como el de la hermana de Lauzun, Carlota, condesa de Nogent, y que los hermanos Gramont, algunas damas, amigos y criados acudían hacia el lugar del accidente.

—Pero, en fin, ¿qué ha sucedido? —preguntó Angélica en cuanto Florimond le permitió abrir la boca.

El cochero parecía espantado. No era un hombre de los más seguros: fanfarrón y charlatán, tenía siempre una cancióncilla en la boca, y, sobre todo, decidida inclinación a la botella.

—¿Habías bebido y te dormiste?

—No, señora, os lo aseguro. Tenía calor, es cierto, pero sujetaba bien los animales. El tiro iba como es debido. Pero de repente salieron dos hombres de entre los árboles. Uno de ellos llevaba una pistola. Disparó un tiro al aire, y eso fue lo que espantó a los caballos. Se encabritaron y retrocedieron. Entonces fue cuando la carroza volcó. Uno de los hombres había sujetado los caballos por la brida. Pero yo le daba con el látigo lo más que podía. El otro volvía a cargar la pistola. Se acercó y tiró hacia adentro del coche. En ese momento llegó el carro y después los señores a caballo… Los dos hombres huyeron…

—Es una historia curiosa —dijo Lauzun—. El bosque está protegido. Los guardias han arrojado de él a todos los malandrines en previsión del paso del rey. ¿Qué aspecto tenían esos granujas?

—No lo sé, señor duque. No eran bandidos, eso de seguro. Estaban bien vestidos, bien afeitados. Lo más que puedo decir es que parecían criados de buena casa.

—¿Dos lacayos despedidos que intentaban dar un golpe? —dijo de Guiche.

Una pesada carroza iba subiendo a lo largo de los grupos y acabó por detenerse. La señorita de Montpensier asomó la cabeza por la portezuela.

—¿Una vez más vosotros los gascones estáis armando escándalo? ¿Queréis asustar a los pájaros de la isla de Francia con vuestras voces de trompeta?

Lauzun corrió hacia ella multiplicando los saludos. Le explicó el accidente de que acababa de ser víctima la señora de Peyrac y le dijo que se necesitaría bastante tiempo para reparar la carroza y ponerla en estado de seguir la marcha.

—Pues que suba, que suba con nosotros —exclamó la
Grande Mademoiselle
—. Péguilin, corred a buscarla. Venid, querida. Tenemos un asiento desocupado. Estaréis a gusto con vuestro bebé. ¡Pobre ángel! —Ella misma ayudó a Angélica a subir y a instalarse—. Estáis herida, pobre amiga mía. En cuanto lleguemos a destino mandaré que busquen a mi médico.

La joven se dio cuenta, confundida, de que la persona que estaba sentada en el fondo de la carroza, junto a la señorita de Montpensier, no era otra que la reina madre.

—Que Vuestra Majestad me disculpe.

—No tenéis por qué disculparos, señora —respondió Ana de Austria con mucho agrado—.
Mademoiselle
tiene cien veces razón en invitaros a compartir nuestro coche. El asiento es cómodo y en él os repondréis mejor de vuestras emociones. Lo que me fastidia es lo que me dicen acerca de esos hombres armados que os han asaltado.

—¡Dios mío, tal vez esos hombres creían dirigirse a la persona del rey o de la reina! —dijo la señorita de Montpensier juntando las manos.

—Sus coches van rodeados de guardias y creo que no hay nada que temer por ellos. Sin embargo, hablaré al teniente de policía.

Angélica experimentaba la emoción del golpe recibido. Sentía que se estaba poniendo muy pálida, y cerrando los ojos, apoyó la cabeza contra el respaldo bien acolchado de su asiento. El hombre había tirado a dar, a través del vidrio. Por milagro no había herido a ninguno de los que ocupaban el coche. Estrechó contra sí a Florimond. Bajo las ropas ligeras del niño notó que había enflaquecido, y se hizo reproches. Estaba cansado de aquellos viajes interminables. Desde que lo habían separado de su nodriza y su negrito, lloriqueaba sin cesar y se negaba a tomar la leche que Margarita se proporcionaba en las aldeas. Suspiraba dormido, y había lágrimas supendidas en las largas pestañas que sombreaban sus mejillas empalidecidas. Tenía la boquita redonda y roja como una cereza. Suavemente, Angélica enjugó con el pañuelo la frente blanca del niño que relucía de sudor.

La
Grande Mademoiselle
suspiró ruidosamente.

—¡Hace un calor que le cuece a una la sangre!

—Hace un momento, bajo los árboles, estábamos mejor —dijo Ana de Austria, agitando su gran abanico de concha negra—, pero ahora atravesamos este claro del bosque.

Hubo un silencio; después, la señorita de Montpensier se sonó y se enjugó los ojos. Le temblaban los labios.

—Sois cruel, señora, haciéndome reparar en lo que desde hace un momento me parte el corazón. No ignoro que este bosque me pertenece, y que
Monsieur,
mi difunto padre, lo hizo talar de tal modo para pagar sus gastos que ya no queda nada. Por lo menos son cien mil escudos perdidos para mí, y con los cuales hubiera podido tener hermosos diamantes y bellas perlas…

—Vuestro padre nunca tuvo demasiado discernimiento en sus actos, querida.

—¿No indigna ver todas esas raíces a ras del suelo? Si no estuviera en la carroza de Vuestra Majestad, podría creer que me procesan por delito de lesa majestad, ya que es costumbre talar los bosques de los que cometen tales felonías.

—Es verdad que ha faltado poco —dijo la reina madre.

La señorita de Montpensier se ruborizó hasta los ojos.

—¡Vuestra Majestad me ha afirmado tantas veces que su memoria lo había olvidado todo! No me atrevo a comprender a qué hace alusión.

—Reconozco que he hecho mal en hablar así. ¿Qué queréis? El corazón es pronto, aunque la razón quiera ser clemente. Sin embargo, siempre os he tenido cariño. Pero hubo un tiempo en que estuve enojada con vos. Tal vez os hubiera perdonado por el asunto de Orleáns, pero por el de la Puerta de San Antonio y el del cañón de la Bastilla, si os hubiese tenido en mi poder, os habría estrangulado.

—Bien merecido lo tendría, puesto que he disgustado a Vuestra Majestad. Fue una desdicha para mí encontrarme con gentes que me comprometieron a hacer lo que hice por honor y por obligación.

—Es difícil saber siempre dónde está nuestro honor y dónde nuestra obligación —dijo la reina. Suspiraron a un tiempo, profundamente.

Al escucharlas, Angélica se dijo que las querellas de los grandes se parecen mucho a las de los pequeños. Pero, allí donde no habría más que un puñetazo, hay un cañonazo. Allí donde no habría más que rencor sordo entre vecinos, hay un pasado cargado de odio y mezclado con intrigas peligrosas. Se dice que se olvida, se sonríe al pueblo, se acoge al señor de Condé para agradar a los españoles, se acaricia al señor Fouquet para obtener de él dinero, pero el recuerdo corroe por dentro a los corazones. Si las cartas contenidas en el cofrecillo olvidado en la torrecilla del castillo de Plessis saliesen a la luz pública, ¿no bastarían para volver a encender el gran incendio, cuyas llamas parecían aplacadas y no pedían sino brotar de nuevo? Parecíale a Angélica que había hundido su cofrecillo dentro de sí misma y que ahora pesaba como plomo sobre su vida. Continuaba con los ojos cerrados. Tenía miedo de que vieran pasar en ellos imágenes extrañas: el príncipe de Condé inclinado sobre el frasquito de veneno o leyendo la carta que acababa de firmar: «Para el señor Fouquet… Me comprometo a no ser más que suyo…»

Angélica se sentía sola. No podía confiarse a nadie. Aquellas agradables relaciones cortesanas no tenían ningún valor. Ávidos de protección y de mercedes, todos se apartarían de ella a la menor señal de desgracia. ¡Bernardo de Andijos era leal, pero tan ligero! En cuanto hubiesen franqueado las murallas de París, ¿quién volvería a verlo? Del brazo de su amante, la señorita de Montmort, andaría por los bailes de la Corte, y, en compañía de otros gascones, frecuentaría por las noches las tabernas y las casas de juego. En el fondo, eso no tenía importancia. Lo primero era llegar a París. Allí volvería a encontrarse como en tierra firme. Angélica se instalaría en la magnífica casa que el conde de Peyrac poseía en el barrio de San Pablo. Después empezaría las investigaciones para saber de Joffrey.

—Estaremos en París antes de mediodía —le anunció Andijos cuando a la mañana siguiente Angélica se instalaba con Florimond en una carroza que el marqués le había alquilado para ella, ya que la suya había quedado inutilizada a consecuencia del accidente.

—Acaso encuentre allí a mi marido y todo se explicará —dijo Angélica—. ¿Por qué ponéis esa cara tan larga, marqués?

—Porque faltó muy poco para que os mataran ayer. Si la carroza no hubiese volcado, el segundo disparo del malandrín os habría alcanzado a quemarropa. Encontré la bala, que entró por el vidrio y dio en el respaldo del fondo, en el sitio justo en que hubiera debido estar vuestra cabeza.

—Ya veis cómo la suerte está de nuestra parte. Acaso todo esto sea un presagio feliz de acontecimientos futuros.

Angélica se creía ya en París cuando aún estaban atravesando los arrabales. En cuanto pasaron la puerta de Saint-Honoré, la desilusionaron las calles estrechas y llenas de barro. El ruido no tenía la calidad sonora del de Toulouse, y le pareció más chillón y más áspero. Los pregones de los mercaderes y sobre todo los gritos de los cocheros, de los lacayos que precedían a los coches y de los portadores de sillas de mano se destacaban sobre un fondo sordo y confuso que le hizo pensar en el de los truenos que preceden a las tormentas.

La carroza de Angélica, escoltada por Bernardo de Andijos a caballo y seguida por el carro de los equipajes y dos lacayos montados, tardó más de dos horas en llegar al barrio de San Pablo. Por fin entró en la calle de Beautreillis y moderó el paso.

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