Hortensia, que tascaba el freno, exclamó con la voz agria de su juventud:
—¡Bien podéis decirlo! Mientras tenía los castillos y los escudos de su marido no se preocupó por nosotros. ¿No creéis que el señor conde de Peyrac, que era del Parlamento de Toulouse, hubiera podido proporcionaros algunas ventajas recomendándoos a altos magistrados de París?
—Joffrey tenía pocas relaciones con las gentes de la capital.
—Sí, sí —dijo la otra imitando su modo de hablar—. Únicamente alguna pequeña relación con el gobernador del Languedoc y del Bearn, con el cardenal Mazarino, con la reina madre y el rey.
—Exageras…
—En fin, ¿os han invitado, sí o no, a las bodas del rey?
Angélica no respondió y salió del salón. No había ninguna razón para que la discusión continuase. Más valía ir en busca de Florimond, puesto que el marido estaba de acuerdo. Al bajar la escalera se sorprendió al notar que sonreía. ¡Pronto habían vuelto a encontrar ella y Hortensia el camino de sus querellas sempiternas! Así, pues, Monteloup no había muerto. Más valía, a fin de cuentas, tirarse de los cabellos que sentirse extrañas una a otra. En la calle encontró a Francisco Binet sentado en el estribo de la carroza, con el bebé dormido en brazos. El joven barbero le dijo que, viendo sufrir al niño, le había administrado un remedio de su invención, opio y menta machacada, del cual tenía algo en reserva, siendo como todos los de su profesión un poco cirujano y boticario. Preguntó por Margarita y la niñera. Le dijeron que, como la espera se prolongaba, no habían podido resistir el anuncio del lacayo de una casa de baños que iba cantando por la calle:
A la imagen de santa Juana van a bañarse las mujeres.
Bien servidas estaréis
por lacayos y camareras.
¡Apresuraos, los baños están listos!
Como todos los hugonotes, Margarita tenía gran afición al agua, en lo cual Angélica le daba la razón: «Yo también iría con gusto a hacer una visita a santa Juana», suspiró. Los lacayos y los dos cocheros, sentados a la sombra del carro, bebían clarete y comían arenques salados, porque era viernes.
Angélica se miró la ropa manchada de polvo y vio a Florimond embadurnado de babas y de miel hasta las cejas. ¡Qué lamentable comitiva! Pero aún debía de parecerle muy lujosa a la mujer del procurador, porque Hortensia, que había bajado detrás de ella, rezongó:
—Bueno, querida, para ser una mujer que se queja de estar reducida a dormir en un rincón de la calle, no estás demasiado mal alojada: una carroza, un furgón, seis caballos, cuatro o cinco lacayos ¡y dos criadas que se van a dar un baño!
—Traigo un lecho —previno Angélica—. ¿Quieres que lo haga subir?
—Es inútil. Tenemos bastantes camas para recibirte. Pero me es imposible acoger a toda esta servidumbre.
—No te faltará una guardilla para Margarita y la doncella. En cuanto a los hombres, voy a darles para que vayan a alojarse a la posada.
Frunciendo la boca, Hortensia miraba horrorizada a aquellos hombres del Sur, que, juzgando que no valía la pena molestarse por la mujer de un procurador, continuaban comiendo mientras la miraban insolentemente con ojos encendidos.
—Las gentes de tu escolta, decididamente, tienen aire de bandidos —dijo con voz ahogada.
—Les supones cualidades que no poseen. Todo lo que puede reprochárseles es una afición inmoderada a dormir tumbados al sol.
En la gran cámara que le habían asignado en el segundo piso, Angélica tuvo un momento de alivio hundiéndose en una tina y regándose con agua fresca. Se lavó el cabello sin ayuda de nadie, y después, ante un espejo de acero colgado encima de la chimenea, se peinó lo mejor que pudo. La habitación era oscura y los muebles feos, pero suficientes. En una camita con sábanas limpias, Florimond, gracias al medicamento del barbero, seguía durmiendo. Después de ponerse muy poco colorete porque sospechaba que a su cuñado no habían de gustarle las mujeres con muchos afeites, se sintió indecisa para elegir traje. El más sencillo había de parecer demasiado lujoso ante las ropas que llevaba la pobre Hortensia, que lucía no más que unos pocos galones de terciopelo y unas cuantas cintas en su traje de paño gris.
Se decidió al fin por un vestido de color café con bordados de oro bastante discretos y reemplazó la delicada berta de encaje por un pañuelo al cuello de raso negro. Estaba terminando el tocado cuando apareció Margarita disculpándose por su retraso.
Con mano experta la sirvienta volvió a dar al cabello de su ama la ondulación graciosa que le era habitual y no pudo resistir el deseo de perfumarla.
—Ten cuidado. No debo estar demasiado elegante. Es preciso que inspire confianza al señor procurador, mi cuñado.
—¡Ay! Haber visto a vuestros pies tantos bellos señores y adornaros ahora para seducir a un procurador…
Un estridente aullido que venía del piso bajo las interrumpió. Se precipitaron al descansillo de la escalera, por cuyo hueco subían los gritos de una mujer aterrada. Angélica bajó a toda prisa, y cuando llegó al vestíbulo encontró a sus criados agrupados en el umbral, con aire asombrado. Los gritos continuaban, pero ya eran más sordos y parecían proceder de un alto armario que adornaba la antecámara.
Hortensia, que también acudió, fue a abrir el armario y consiguió extraer de él a la criada gorda, la que le había abierto la puerta a Angélica, así como a dos niños de ocho y cuatro años agarrados a sus faldas. La señora Fallot empezó por dar una bofetada a la sirvienta y después le preguntó qué le ocurría.
—¡Ahí, ahí! —contestó la infeliz señalando con el dedo.
Angélica miró en la dirección indicada y vio al bueno de Kuassi-Ba que estaba tímidamente detrás de los demás criados. Hortensia se sobresaltó también un poco sin poderlo remediar, pero se dominó y dijo secamente:
—Bueno, ¿y qué? Un hombre negro, un moro. No hay por qué dar esos gritos. ¿No has visto nunca un moro?
—No…, señora.
—No hay nadie en París que no haya visto un moro. Bien se ve que acabas de venir del campo. Eres una necia.
Acercóse a Angélica y le dijo:
—¡Felicitaciones, querida! Te das maña para causar perturbaciones en mi casa. ¡Metes en ella hasta un salvaje de las islas! Es probable que esta sirvienta se me marche inmediatamente. ¡Con el trabajo que me costó encontrarla!
—Kuassi-Ba —exclamó Angélica—, estos niños y esta señorita han tenido miedo de ti. Enséñales lo que sabes hacer para divertirles.
—Sí, señora.
El negro dio un salto y se precipitó hacia delante. La criada volvió a chillar y a apoyarse en la pared como si quisiera hundirse en ella. Pero Kuassi-Ba, después de dar unas volteretas, se sacó del bolsillo unas cuantas bolitas de color y empezó a hacer juegos malabares con sorprendente habilidad. No parecía que le molestara su reciente herida. Al fin, cuando vio sonreír a los niños, tomó la guitarra del joven Giovani y, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, empezó a cantar con su voz suave y aterciopelada. Angélica se acercó a los otros criados.
—Voy a daros dinero para que podáis alojaros en la posada.
El cochero de la carroza se acercó retorciendo el sombrero con pluma roja que formaba parte de la rica librea de los servidores del conde de Peyrac.
—Si os place, señora, quisiéramos también pediros que nos dierais el resto de nuestro sueldo. Estamos en París. Es una ciudad donde se hace mucho gasto.
Angélica, después de un instante de vacilación, accedió a lo que le pedían. Rogó a Margarita que le trajera su caja de caudales y entregó a cada uno lo que se le debía. Los hombres dieron las gracias y saludaron. Giovani, el violinista, dijo que vendría al día siguiente a pedir órdenes a la señora condesa. Los demás se retiraron en silencio. Cuando franqueaban el umbral, Margarita les gritó algo en la lengua del Languedoc, pero no respondieron.
—¿Qué les has dicho? —preguntó Angélica hablando como en sueños.
—Que si mañana no se presentan a recibir órdenes, el amo les echará un maleficio.
—¿Tú crees que no volverán?
—Mucho lo temo.
Angélica se pasó la mano por la frente.
—No hay que decir que el amo les echará un maleficio, Margarita. Semejantes palabras pueden causarle más mal que bien. Toma, sube la cajita a mi cuarto y cuida de preparar la papilla para Florimond, para que, cuando se despierte, pueda comer.
—Señora —dijo junto a Angélica una voz infantil—, mi padre me ha rogado que os advirtiera que la comida está servida y que os esperamos en el comedor para decir el benedícite.
Era el chiquillo de ocho años que hacía poco había salido del armario.
—¿Ya no te da miedo Kuassi-Ba? —le preguntó.
—No, señora. Me ha gustado mucho conocer a un hombre negro.
—¿Cómo te llamas?
—Martín.
Habían abierto las ventanas del comedor para dar un poco de claridad y no encender las candelas. Un crepúsculo rosa y límpido se prolongaba por encima de los tejados. Era la hora en que las campanas de las iglesias empezaban a tocar el ángelus.
—Tenéis muy hermosas campanas en vuestra parroquia —observó Angélica para disipar la violencia de los primeros momentos de comida.
—Son las campanas de Notre-Dame —respondió el señor Fallot—. Nuestra parroquia es Saint-Landry, pero la catedral está muy cerca. Si os inclináis por la ventana, podéis alcanzar a ver las dos grandes torres y la aguja del ábside.
Al otro extremo de la mesa, un anciano, tío del señor Fallot y antiguo magistrado, estaba tieso, con aire docto, y silencioso. Al comenzar la comida él y su sobrino dejaron caer, con el mismo ademán lleno de unción, un pedazo de cuerno de unicornio en sus vasos. Ello recordó a Angélica que aquella mañana había olvidado tomar la pastilla de veneno a que Joffrey quería que se acostumbrara.
La sirvienta pasaba la sopa: el mantel blanco almidonado conservaba en cuadrados regulares los dobleces del planchado. El servicio de plata era bastante lindo, pero la familia Fallot no usaba tenedores, cuyo empleo aún no se había generalizado. Joffrey era quien había enseñado a servirse de tal objeto a Angélica, que recordó que el día de su boda en Toulouse se había sentido muy torpe con aquella horquillita en la mano. Hubo platos de pescado, huevos y dulce. Angélica sospechó que su hermana había hecho traer del figón dos o tres platos preparados para completar el menú.
—No quiero que hagas ningún extraordinario por causa mía —dijo.
—¿Te figuras que la familia de un procurador no come más que papilla de centeno o sopa de coles? —replicó la otra con acritud.
Por la noche, a pesar de su cansancio, Angélica tardó en dormirse. Oía subir de las calles húmedas los gritos de la ciudad desconocida. Pasó un muchacho vendedor de barquillos, sacudiendo sus dados en un cucurucho. Desde las casas donde se prolongaba la velada lo llamaban, y los ociosos se divertían jugando con él a los dados toda la cesta de su ligera golosina. Poco más tarde sonó la campanilla del que pedía una oración por los muertos.
¡No olviden a las ánimas; recen, señores; que algún día seremos ánimas pobres!
Angélica se estremeció y escondió el rostro en la almohada. Buscaba a su lado el cuerpo largo, seco y caliente de Joffrey. ¡Cuánto echaba de menos su alegría, su viveza, su voz maravillosa y siempre grata, sus manos acariciadoras! ¿Cuándo volverían a encontrarse? ¡Qué felices serían entonces! ¡Se escondería entre sus brazos, le pediría que la besase, que la estrechase muy fuerte…! Se durmió abrazando la almohada.
Angélica quitó el postigo de madera y luchó después contra el bastidor de la ventana, cerrado con rectángulos de vidrio de colores unidos con plomo. Por fin consiguió abrirlo. Era preciso ser parisiense para dormir con la ventana cerrada en tiempo de tanto calor. Respiró hondamente el aire fresco de la mañana y se quedó inmóvil, estupefacta y maravillada.
Su habitación no daba a la calle del Infierno, sino al otro lado de la casa. Dominaba una extensión de agua, lisa y luciente como un espejo sembrado de placas de oro por el sol naciente y surcado por barcas y pesadas chalanas. En la orilla de enfrente, una barca de lavanderas cubierta por un toldo de lienzo blanco ponía una mancha deslumbrante como creta en el paisaje apenas esfumado por una ligera bruma. Los gritos de las mujeres, el choque de sus paletas de madera, llegaban hasta Angélica mezclados con las voces de los marineros y los relinchos de los caballos que los criados llevaban a beber.
Un olor penetrante, a la vez agrio y dulzón, molestaba el olfato. Angélica se inclinó y vio que los pilotes de madera de la vieja casa se hundían en la playa fangosa, cubierta de montones de fruta podrida en torno a la cual se afanaban ya enjambres de avispas.
A la derecha, en el ángulo de la isla, había un puertecillo atiborrado de chalanas. Allí desembarcaban espuertas llenas de naranjas, cerezas, uvas, peras. Muchachos hermosos y andrajosos, erguidos en la extremidad de sus barcas, mordían naranjas y tiraban la piel que las olas menudas empujaban a lo largo de las paredes de las casas. Después se despojaban de sus ropas y se hundían en el agua pálida… Partiendo del puerto, una pasarela de madera pintada de rojo vivo unía la Cité a una isla pequeña.
Enfrente, un poco más allá de las lavanderas, vio otra larga playa llena de barcos, y en ella muchos toneles, sacos y montañas de heno. Armados de una pértiga, los marineros guiaban las jangadas de madera que bajaban a favor de la corriente y las llevaban hasta la orilla, donde los trabajadores hacían rodar los troncos y después los apilaban.
Sobre toda aquella animación reinaba una luz de color de prímula, de excepcional finura, que transformaba cada escena en un delicado cuadro desvaído, ahogado en sueño, realzado de pronto por el fulgor de un reflejo, de un lienzo o un gorro blanco, de una chillona gaviota que pasaba a ras del agua.
—El Sena —murmuró Angélica. El Sena era París.
Llamaron a la puerta, y la criada de Hortensia entró con un jarro de leche.
—Traigo la leche para el bebé, señora. Yo misma fui hasta la plaza de la Pierre-au-Lait, a primera hora. Las mujeres de los pueblos acababan de llegar. La leche de sus tarros estaba todavía tibia.
—Has sido muy amable, hija mía, tomándote tanta molestia. Hubieras debido enviar a la niñera que he traído conmigo y entregarle el jarro para que lo subiera aquí.
—Quería ver si el angelito había despertado. ¡Me gustan tanto los bebés, señora! Lástima que la señora Hortensia envía los suyos a la nodriza. Tuvo uno hace seis meses, y yo misma lo llevé al pueblo de Chaillot. Y ya veis, señora, todos los días se me parte el corazón pensando que pueden venir a anunciarnos su muerte. Porque la nodriza casi no tenía leche, y creo que lo criará con pan mojado en agua con vino.