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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (23 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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XII
Matrimonio por poder

Angélica tomó la vuelta por los caminos llenos de perfumes campestres, pero no se daba cuenta de nada, embargada por sus pensamientos. Nicolás seguía en su mulo. La joven no prestaba atención al muchacho. Procuraba no precisar el vago temor que seguía agitándose en ella. Lo había decidido: sucediera lo que sucediese, no se volvería atrás. Por lo cual, lo mejor era mirar hacia delante y rechazar implacablemente cuanto pudiera hacerla vacilar en la ejecución del programa tan bien trazado.

De pronto, una voz varonil la llamó:

—¡Señorita! ¡Señorita Angélica!

Maquinalmente tiró de las riendas, y el caballo, que desde hacía un momento marchaba despacio, se detuvo. Al volverse vio que Nicolás había echado pie a tierra y le hacía señas de que se acercara.

—¿Qué sucede? —preguntó Angélica.

El joven, con aire de misterio, murmuró:

—Apéese. Quiero mostrarle una cosa.

Obedeció, y el muchacho, después de atar las riendas de los animales al tronco de un álamo blanco, se dirigió hasta un bosquecillo. Ella le siguió. La luz primaveral, a través de las hojas nuevas, era del color de la angélica. Un pinzón silbaba en la espesura. Con la cabeza baja, Nicolás caminaba mirando en torno con atención. Por fin se arrodilló y, al levantarse, ofreció a Angélica, en sus manos, frutos rojos y perfumados.

—Las primeras fresas —murmuró mientras una sonrisa maliciosa encendía sus ojos castaños.

—¡Ay, Nicolás, eso no está bien! —protestó Angélica.

Pero su emoción le trajo a los ojos súbitas lágrimas porque, en aquel ademán, el muchacho le devolvía todo el hechizo de su infancia, el encanto de Monteloup, las correrías por los bosques, los sueños embriagados con el aroma de los espinos, el frescor de los canales, cuando Valentín la acompañaba, y de los arroyos donde pescaban los cangrejos. Monteloup no se parecía a lugar ninguno de la tierra, porque en él se mezclaban el olor dulzón de las ciénagas con el acre misterioso de los bosques…

—¿Recuerdas —murmuró Nicolás— cómo te llamábamos?: Marquesa de los Angeles…

—Eres tonto —dijo ella con voz quebrada—. No debieras, Nicolás…

Pero ya con su ademán familiar iba eligiendo en las manos que hacia ella se tendían las frutillas menudas y deliciosas. Nicolás estaba de pie, muy cerca de ella, como antaño, pero ahora el mozo flaco y ágil, con cara de ardilla, le llevaba la cabeza. Por la abertura de la camisa desabrochada subía hasta ella el olor rústico de aquella carne de hombre tostada y cubierta de pelo negro. Veía respirar despacio el pecho fuerte, y ello la turbaba a tal punto que no se atrevía a levantar la cabeza, demasiado segura de la mirada audaz y ardiente que había de encontrar.

Continuó saboreando las fresas y absorbiéndose en aquel deleite, al que en verdad concedía precio infinito. «La última vez en Monteloup —se decía—. Saborearlo por última vez. Todo lo mejor que existe para mí está contenido en esas manos, en las manos morenas de Nicolás.» Cuando terminó, cerró bruscamente los ojos y apoyó la cabeza en el tronco de una encina.

—Escucha, Nicolás…

—Escucho —respondió él en
patois.

Sintió en la mejilla su aliento cálido que olía a sidra. Estaba tan cerca, casi pegado a ella, que la envolvía toda con la radiación de su presencia maciza. Sin embargo, no la tocaba. De pronto, al mirarlo, vio que se había echado las manos a la espalda para resistir a la tentación de apoderarse de ella, de estrecharla. Recibió el choque de la mirada temible, desprovista de toda sonrisa, ensombrecida por un ruego que no dejaba lugar a duda alguna. Nunca había captado Angélica la atracción del varón, ni había escuchado confesión más clara sobre los deseos que inspiraba su belleza. El capricho del paje de Poitiers no había sido más que un juego, una experiencia ácida de animalejos que prueban sus garras. Esto era otra cosa; era fuerte y duro, viejo como el mundo, como la tierra, como la tempestad.

La muchacha pura se espantó. Si hubiera sido menos inocente, no habría podido resistir a llamamiento semejante. Conmovíase su carne, temblábanle las piernas, pero retrocedió como cierva espantada ante el cazador. Lo desconocido de lo que la aguardaba y la violencia contenida del campesino la atemorizaron.

—¡No me mires así, Nicolás! —dijo intentando afirmar la voz—. Quiero decirte…

—Ya sé lo que quieres decirme —interrumpió él con voz sorda—. Lo leo en tus ojos y en el modo que tienes de levantar la cabeza. Tú eres la señorita de Sancé, y yo un lacayo… y ahora ya se acabó para nosotros el mirarnos cara a cara. Yo tengo que estar siempre con la cabeza baja: «Sí, señorita…» «Está bien, señorita…» Y tú… tus ojos pasan por encima de mí, sin verme… Como si fuera un tronco, menos que un perro. Hay marquesas que se hacen lavar por sus lacayos, porque ante un lacayo no tiene importancia mostrarse desnuda… Un lacayo no es un hombre: es un mueble para servirse de él. ¿Es así como vas a tratarme ahora?

—¡Cállate, Nicolás!

—Sí, me voy a callar. —Respiraba violentamente, pero con la boca cerrada, como un animal enfermo—. Pero voy a decirte la última cosa antes de callarme, y es que en mi vida no había nadie más que tú. No lo comprendí hasta que te marchaste, y durante días me puse como loco. Es verdad que soy holgazán y mujeriego, y que me dan asco la tierra y los animales. Soy como una cosa que no está en su sitio y que andará siempre de un lado para otro. Mi único sitio eras tú. Desde que has vuelto, no he podido esperar para saber si eras siempre mía o si te había perdido. Sí, soy atrevido y nada me importa. Si hubieses querido, te hubiera hecho mía ahí, sobre el musgo, en ese bosquecillo que es nuestro, sólo tuyo y mío, como antes —gritó.

Los pájaros, espantados, se habían callado entre el ramaje.

—Divagas, mi pobre Nicolás —dijo con suavidad Angélica.

—¡Eso no! —protestó él palideciendo.

Angélica sacudió los cabellos, que aún llevaba sueltos sobre los hombros. Una centella de ira sacudió sus ojos.

—¿Cómo quieres que te hable? —dijo empleando, a su vez, el
patois
—. Quiéralo o no, no soy libre para escuchar las galanterías de un pastor. Tengo que casarme con el Conde de Peyrac.

—¡El Conde de Peyrac! —repitió Nicolás con estupor. Retrocedió unos pasos y la contempló en silencio—. ¿Entonces es verdad lo que contaban en el pueblo…? ¡El Conde de Peyrac! ¡Vos…, vos… vais a casaros con ese hombre!

—Sí.

No quiso preguntarle más. Había dicho que sí, y era suficiente. Diría que sí, ciegamente, hasta el fin. Tomó el senderito para volver a la carretera. Con el látigo iba tronchando nerviosamente los brotes tiernos de la orilla de aquel camino tantas veces recorrido.

El caballo y el mulo pacían juntos a la entrada del bosque. Nicolás los desató. Con los ojos bajos ayudó a Angélica a montar. Ella fue la que retuvo de pronto la ruda mano del lacayo.

—Nicolás… dime… ¿lo conoces?

Nicolás levantó los ojos, en los que vio una mirada de malvada ironía.

—Sí…, lo conozco… Ha venido por aquí muchas veces. Es tan feo que las mozas echan a correr cuando pasa montado en su caballo negro. Es rengo como el mismo demonio, y malo como él… Dicen que a su castillo de Toulouse atrae con filtros y cantos extraños a las mujeres… Las que le siguen no regresan más o se vuelven locas. ¡Ja, ja, ja…! ¡Hermoso esposo, señorita de Sancé…!

—¿Dices que es rengo? —preguntó Angélica, que sintió que se le helaban las manos.

—¡Sí, rengo, rengo! Pregúntaselo a quien quieras. Todos te responderán: ¡Es el Gran Rengo del Languedoc!

Se echó a reír y se dirigió hacia su mulo cojeando con afectación. Angélica espoleó a su cabalgadura y la lanzó a galope tendido a través de las matas de espino. Huía de una voz que con burla cruel repetía: «¡Rengo, rengo!»

Llegaba al patio de Monteloup cuando un jinete, detrás de ella, atravesó el viejo puente levadizo. Por su rostro sudoroso y polvoriento y por su trusa reforzada con cuero se vio en seguida que se trataba de un mensajero. Al principio nadie comprendió lo que preguntaba, porque su acento era tan raro que necesitaron bastante tiempo para darse cuenta de que hablaba francés. Al señor de Sancé, que había acudido en seguida, le entregó un pliego que sacó de una cajita de hierro.

—¡Dios mío, es el señor de Andijos que llega mañana! —exclamó el barón agitadísimo.

—¿Quién es ahora éste? —interrogó Angélica—. Es un amigo del Conde. El señor de Andijos viene a casarse contigo…

—¿También éste?

—Por poder, Angélica. Déjame terminar la frase, hija. ¡Voto a tal!, como decía tu abuelo. Me pregunto qué te han enseñado las monjas si ni siquiera te han inculcado el respeto que me debes. El Conde de Peyrac envía a su mejor amigo para representarle en la primera ceremonia nupcial, que se celebrará aquí, en la capilla de Monteloup. La segunda bendición se dará en Toulouse. A ésa, ¡ay!, la familia no podrá asistir. El marqués de Andijos te escoltará en tu viaje al Languedoc. Estas gentes del Sur son rápidas. Sabía que estaba en camino, pero no lo esperaba tan pronto.

«Veo que era hora de que aceptase», murmuró Angélica con amargura.

Al día siguiente, un poco antes de mediodía, el patio se llenó con el ruido de carrozas rechinantes, relinchos de caballos, gritos sonoros y conversaciones superficiales. El Mediodía de Francia desembarcaba en Monteloup. El marqués de Andijos, muy moreno, con ojos de fuego y el mostacho «en punta como un puñal», lucía unos calzones de seda amarilla y naranja que disimulaban con gracia su volumen de alegre vividor. Presentó a sus compañeros que serían testigos de la boda, el Conde de Carbon-Dorgerac y el pequeño barón Cerbalaud.

Los llevaron al comedor, donde sobre mesas improvisadas con tablones y caballetes, la familia de Sancé había extendido sus mejores riquezas: miel de sus colmenas, frutas, leche cuajada, gansos asados, vinos de la colina de Chaillé. Los recién llegados estaban muertos de sed. Pero, después de haber bebido, el marqués de Andijos se volvió y escupió con precisión sobre las losas.

—¡Por San Paulino, barón, vuestros vinos del Poitou me destrozan la lengua! Lo que acabáis de escanciar ahí es un raspa-garganta de exquisito agrio. ¡Hola, gascones, traed los barriles!

Su sencillez sin doblez, su acento cantarín, el ajo de su aliento, lejos de disgustar al barón, le encantaron. En cuanto a Angélica, no tenía fuerzas ni para sonreír. Desde la víspera había estado tan atareada, con la tía Pulqueira y la nodriza, para dar al viejo castillo aspecto presentable, que se sentía deshecha y endurecida. Más valía; con eso, no podía pensar.

Se había puesto el vestido más elegante, hecho en Poitiers, gris con unos lacitos azules en el corpiño: la cerceta gris entre los señores llenos de cintas irisadas. No sabía que su cálido rostro, firme y fino como fruto apenas maduro, surgiendo de un gran cuello de encaje bien almidonado, era, en sí mismo, su más deslumbradora gala. Las miradas de los tres señores se volvían sin cesar hacia ella, con una admiración que su temperamento no les permitía disimular.

Empezaron a hacerle cumplidos. Angélica no los comprendía más que a medias porque hablaban en lenguaje muy rápido y con aquel acento inverosímil que hacía rebotar la palabra más sosa como un haz de rayos de sol. «¿Tendré que oír hablar así toda la vida?», se preguntaba con fastidio.

Entretanto, los lacayos hacían rodar sobre las losas de la sala grandes barriles que izaron sobre tarimas y barrenaron en seguida. Hecho el agujero, introducían en él un grifo de madera: el primer chorro dejaba en el suelo grandes charcos de transparencias rosas o tornasoladas.

—Saint Emilion —decía el Conde de Carbon-Dorgerac, que era bórdeles—, Sauternes, Médoc…

Acostumbrados a la sidra de manzanas o al jugo de ciruelas, los habitantes del castillo de Monteloup probaban con circunspección los diferentes vinos anunciados. Bien pronto Dionisio y los tres chiquillos más pequeños se pusieron demasiado alegres. Los vapores del vino se les subían al cerebro. Angélica se sintió invadida de bienestar. Veía reír a su padre, que se desabrochaba el jubón pasado de moda sin preocuparse de que se viera su camisa harto usada. Ya los señores del Sur se desabrocharon también sus cortos jubones sin mangas. Uno de ellos se quitó la peluca para enjugarse la frente y volvió a ponérsela un poco torcida. María Inés, agarrándose al brazo de su hermana mayor, le gritaba al oído con voz aguda:

—¡Ven, Angélica, ven! ¡Ven a ver arriba, en tu cuarto, qué maravillas!

Se dejó llevar. En la gran estancia que había compartido tanto tiempo con Hortensia y Madelón habían colocado los grandes cofres de hierro y suela que entonces se llamaban «guardarropas». Lacayos y sirvientas los habían abierto y estaban extendiendo sobre el suelo y algunos sillones cojos su contenido. Sobre el lecho monumental, Angélica vio un vestido de tafetán verde del mismo tono que sus ojos. Un encaje de extraordinaria finura adornaba el cuerpo emballenado, y el plastrón de la
busquiére
estaba enteramente bordado de diamantes y esmeraldas, agrupados en forma de flores. El mismo dibujo de flores se reproducía en el terciopelo recortado del manto, que era negro. Broches de diamantes lo levantaban a los costados del vestido.

—Vuestro vestido de boda —dijo el marqués de Andijos, que había seguido a las jóvenes—. El Conde de Peyrac buscó largo tiempo entre las telas que mandó traer de Lyon un color que hiciese juego con el de vuestros ojos.

—Nunca los ha visto —protestó Angélica.

—El señor Molines se los ha descrito cuidadosamente: son del color del mar, le ha dicho, tal como se ve desde la orilla cuando el sol se hunde en el horizonte.

—¡Condenado Molines! —dijo el barón—. ¿Queréis hacerme creer que es poeta hasta ese punto? Sospecho, marqués, que bordáis sobre la verdad para ver sonreír los ojos de la novia, halagada por tal atención de parte de su marido.

—¿Y esto? ¡Mira, mira, Angélica! —repetía María Inés, cuya carita de ratoncillo listo brillaba de excitación.

Con sus dos hermanos más pequeños, Alberto y Juan María, levantaba las finas lencerías y abría las cajas donde dormían cintas y adornos de encaje o abanicos de pergamino y de plumas. Había un hechicero neceser de viaje de terciopelo verde forrado de damasco blanco y con hierros de plata dorada, provisto de dos cepillos, un estuche de oro con tres peines, dos espejitos italianos, un acerico para los alfileres, dos cofias y una camisa de noche de lienzo fino, una palmatoria de marfil y un saco de raso verde con seis velas de cera virgen. También había vestidos más sencillos pero muy elegantes, guantes, cinturones, un relojito de oro e infinitas cosas cuya utilidad Angélica ni siquiera sospechaba, tal una cajita de nácar con una colección de lunares postizos de terciopelo negro sobre tafetán engomado.

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