—¡Qué bien me instruyes, mozo!
—El pulpito cuesta treinta libras, y los confesonarios veinte. Es mucho para mi bolsa, creedme, señor Vicente.
—Te creo, te creo —dijo el señor Vicente—, pero aún es mucho más en la balanza en que el ángel y el diablo pesan los pecados en el atrio de Nuestra Señora la Mayor.
Su rostro, que hasta entonces conservaba una expresión serena, se endureció. Alargó la mano.
—Dame la llave que te han confiado. —Y cuando el joven se la hubo entregado—: —Irás a confesarte, ¿verdad? Te esperaré mañana al anochecer en esta misma iglesia. Te absolveré. ¡Sé demasiado bien en qué medio vives, pobre pajecillo! Y más vale para ti que intentes jugar a ser hombre con una chiquilla de tu edad que servir de juguete a damas maduras que te arrastran a sus alcobas para corromperte… Sí, veo que te ruborizas. Te avergüenzas delante de ella, tan fresca, tan nueva, de tus turbios amores.
El muchacho bajó la cabeza. Su aplomo había desaparecido. Acabó por balbucir:
—Señor Vicente de Paúl, por favor, no contéis este asunto a Su Majestad la reina. Si me devuelve a casa, mi padre no sabrá cómo establecerme. Tengo siete hermanas a las que hay que dotar, y soy el tercer hijo de la familia. No alcancé este favor insigne de entrar al servicio del rey sino gracias al señor Lorena, que me… que me tenía afición —terminó con apuro—, y ha comprado el puesto para mí. Si me echan, exigirá sin duda que mi padre le devuelva el dinero, y eso es imposible.
El anciano eclesiástico lo miraba con gravedad.
—No diré nada. Pero conviene que una vez más recuerde a la reina las torpezas de que está rodeada. ¡Ay! Es mujer piadosa y consagrada a las buenas obras, pero ¿qué puede contra tanta podredumbre? No se cambian las almas con decretos.
El ruido de la puerta de la sacristía, al abrirse, le interrumpió. Entró un hombre joven, de largo cabello rizado y vestido con esmerado traje negro. El señor Vicente se irguió y le lanzó una mirada severa.
—Señor vicario, quiero creer que ignoráis el tráfico a que se entrega vuestro sacristán. Acaba de cobrar treinta libras a este joven caballero para que pueda verse libremente con su amiga en el pulpito de vuestra iglesia. Sería bueno que vigilaseis a vuestros clérigos con un poco más de cuidado.
Para recobrarse, el vicario empleó mucho tiempo en cerrar la puerta. Cuando se volvió, la penumbra de la estancia disimulaba mal su desconcierto. Como callaba, el señor Vicente continuó:
—Observo que lleváis peluca y ropas seglares, lo cual está prohibido a los sacerdotes. Voy a verme obligado a señalar tales faltas al beneficiario de vuestra parroquia.
Al vicario le costó trabajo disimular un encogimiento de hombros.
—Lo cual le tendrá perfectamente sin cuidado, señor Vicente. Mi beneficiario es un canónigo parisiense que ha comprado el cargo hace tres años al cura anterior que se retiraba a sus tierras. Nunca ha venido aquí, y como tiene casa sobre el ábside de Nuestra Señora de París, apuesto a que Nuestra Señora la Mayor, de Poitiers, debe de parecerle muy pequeña.
—¡Ah! —exclamó bruscamente el señor Vicente—. Tiemblo al pensar que este Condenable tráfico de curatos y parroquias vendidos y comprados como asnos y caballos en el mercado arrastre a la Iglesia a su perdición. ¿A quiénes nombran ahora obispos en este reino? A grandes señores guerreros y libertinos que a veces ni siquiera han recibido las sagradas órdenes, pero que, teniendo fortuna bastante para adquirir un obispado, se permiten vestir la sotana y los ornamentos de los ministros de Dios. ¡Ah! ¡El Señor nos ayude a derribar tales instituciones!
[12]
Contento al ver que los rayos se apartaban de él, el vicario se arriesgó a decir:
—Mi parroquia no está descuidada. Me ocupo de ella con asiduidad. Hacednos el honor, señor Vicente, de asistir esta tarde a nuestra reserva del Santísimo Sacramento. Veréis la nave inundada de fieles. Poitiers ha sido preservada de la herejía gracias al celo de sus sacerdotes. No es como Niort, Chátellerault y…
El anciano le lanzó una negra mirada.
—Los vicios de los sacerdotes han sido la causa primera de las herejías —exclamó con rudeza.
Se levantó y, tomando por los hombros a los dos jóvenes, los sacó de la iglesia. A pesar de su edad y su espalda encorvada, parecía estar lleno de vigor y agilidad.
Caía la tarde sobre la plaza frente a la iglesia, y la luz pálida del invierno animaba las flores de piedra.
—Corderos míos —dijo el señor Vicente—, hijitos de Dios, habéis intentado probar la fruta verde del amor. He ahí por qué se os han puesto largos los dientes y tenéis los corazones llenos de tristeza. Dejad madurar al sol de la vida lo que desde siempre está destinado a florecer y cuajar. Cuando se busca el amor, no hay que extraviarse, porque entonces es posible que nunca se le encuentre. ¡Qué castigo más cruel de la impaciencia y la flaqueza que estar condenado la vida entera a no morder más que en frutas amargas y sin aroma! Ahora id cada uno por vuestro lado. Tú, mozo, a tu servicio, que debes cumplir a conciencia. Tú, niña, a tus religiosas y a tus trabajos. Y cuando amanezca el día, no os olvidéis de rogar a Dios, que es padre de todos nosotros.
Los dejó. Su mirada siguió las siluetas llenas de gracia de los dos jóvenes hasta que se separaron en la esquina de la plaza.
Angélica no volvió la cabeza hasta que llegó a la puerta del convento. Sentíase invadida de una gran paz. Pero su hombro guardaba el recuerdo de una cálida mano de anciano. «El señor Vicente… —pensaba—. ¿Este es, pues, el señor Vicente? ¿Aquél a quien el marqués Du Plessis llama “la conciencia del reino”? ¿El que obliga a los nobles a servir a los pobres? ¿El que habla a diario con el rey y la reina? ¡Qué sencillo y suave parece!» Antes de levantar el llamador, lanzó una mirada sobre la ciudad, que se envolvía en la noche. «¡Señor Vicente, bendecidme!», murmuró.
Angélica aceptó sin rebeldía los castigos que le impusieron por su escapatoria. A partir de aquel día su actitud hosca se transformó. Se aplicó en los estudios, se mostró amable con sus compañeras. Parecía haberse adaptado al fin a la severidad del claustro.
En septiembre su hermana Hortensia salió del convento. Una tía lejana la reclamaba desde Niort a título de señorita de compañía. En realidad, la dama en cuestión, que era de la baja nobleza y se había casado con un magistrado rico pero de origen oscuro, deseaba que su hijo, emparentándose con una familia de más alto linaje, diese un poco de brillo a sus escudos. La ocasión era inesperada para ambas partes. El matrimonio se hizo en seguida.
Simultáneamente el rey Luis XIV entraba como vencedor en su buena capital.
Francia salía exangüe de una guerra civil en el transcurso de la cual seis ejércitos se habían movido como torbellinos buscándose y no siempre encontrándose. Estaba el ejército del rey, dirigido por Turena, que, de pronto, se resolvió a no traicionar al soberano; el de Gastón de Orleáns, aliado de los ingleses y enemistado con los príncipes franceses; el del duque de Beaufort, reñido con todo el mundo, pero a quien ayudaban los españoles; el del duque de Lorena, que operaba por cuenta propia, y por fin el de Mazarino, que desde Alemania había querido enviar refuerzos a la reina.
Estuvieron a punto de nombrar general a la señorita de Montpensier, por la iniciativa que tomó de hacer disparar cierto día el cañón de la Bastilla sobre las tropas de su propio primo, el rey. Rasgo que la gran
Mademoiselle
pagó muy caro porque asustó a muchos pretendientes a su mano entre los príncipes de Europa.
—
Mademoiselle
acaba de matar a su marido —murmuró con su suave acento de los Abruzos el cardenal Mazarino, cuando le contaron el suceso.
Este último quedaba como gran vencedor de una crisis atroz y loca. Menos de un año después volvióse a ver su ropón rojo en los corredores del Louvre, pero ya no hubo más «mazarinadas». Todo el mundo tenía las fuerzas agotadas.
Angélica acababa de cumplir los diecisiete años cuando supo la muerte de su madre. Rezó mucho en la capilla, pero no lloró. No acertaba a comprender que ya nunca más vería aquella silueta vestida de gris, con un pañuelo de seda negro en la cabeza, y en verano, un sombrero de paja pasado de moda. Enamorada del huerto y del vergel, la señora de Sancé tal vez había prodigado más cuidados y caricias a sus perales y coles que a sus numerosos hijos.
En ocasión de la muerte de su madre Angélica volvió a ver a sus hermanos Raimundo y Dionisio, que fueron a anunciársela. La joven los recibió en el locutorio, detrás de las frías rejas. Dionisio estaba entonces en el colegio. Al crecer había empezado a parecerse a Josselin, al punto que Angélica creyó en un momento que volvía a ver a su hermano mayor tal como lo conservaba en el recuerdo, con su uniforme negro de colegial y su tintero de cuerno a la cintura. Tan sobrecogida estaba que, después de haber saludado al clérigo que acompañaba a su hermano, aquel se vio obligado a decirle quién era.
—Soy Raimundo, Angélica. ¿No me reconoces?
Se sintió casi intimidada. En su convento, extraordinariamente rigorista comparado con otros, las religiosas consideraban a los sacerdotes con servilidad devota, no exenta de la instintiva sumisión femenina respecto del hombre. Oírse tutear por uno de ellos la desconcertaba. Y ahora era ella quien bajaba los ojos mientras Raimundo le sonreía.
Con mucho tacto éste la puso al corriente de la desgracia que los hería a todos y habló con mucha sencillez de la obediencia que se debe a la voluntad de Dios. Algo había cambiado en su largo rostro de cutis mate y ojos claros y ardientes. Dijo también que a su padre le había dolido mucho su vocación religiosa, mantenida durante los últimos años que había pasado con los jesuitas. Habiéndose marchado Josselin, esperaba sin duda que Raimundo desempeñaría el papel correspondiente al heredero del nombre. Pero el joven, después de renunciar al mayorazgo en favor de los otros hermanos, había pronunciado sus votos. Gontran también decepcionaba al barón Armando. Lejos de querer entrar en el Ejército, se había marchado a París a estudiar no se sabía qué. Habría, pues, que aguardar a que Dionisio, que ahora tenía trece años, conquistase para el nombre de Sancé el brillo militar, tradicional en familias de alto linaje.
Mientras hablaba, el padre jesuita miraba a su hermana, que para oírle mejor apoyaba contra la fría reja su rostro sonrosado, y cuyos ojos extraños tomaban en la oscuridad del locutorio limpidez de agua marina. Había una especie de compasión en su voz cuando preguntó:
—Y tú, Angélica, ¿qué vas a hacer?
La joven sacudió sus largos cabellos con reflejos de oro y respondió con indiferencia que no lo sabía.
Un año más tarde llamaron otra vez a Angélica al locutorio.
Allí encontró al viejo Guillermo, apenas un poco más canoso que cuando lo había dejado. Su inseparable pica estaba apoyada cuidadosamente en la pared. Dijo que venía a buscarla para llevársela de nuevo a Monteloup. Había terminado su educación. Ahora era una perfecta dama, y le habían encontrado marido.
El señor de Sancé miraba a su hija Angélica con satisfacción no disimulada.
—Esas monjas han hecho de ti una joven perfecta, salvajita mía.
—¡Oh, perfecta! Eso se irá viendo con el uso —protestó Angélica, que volvió a encontrar su brusco movimiento de antaño, para sacudir su dorada melena.
El aire de Monteloup, con el olor dulzón de sus ciénagas, le hacía regustar su independencia. Se erguía como una flor sedienta bajo un agradable chaparrón.
Pero la vanidad paternal del barón Armando no consentía en dejarse abatir.
—En todo caso, eres más bonita de lo que esperaba. Tienes el cutis un poco más oscuro de lo que parecería corresponder a tus ojos y a tus cabellos. Pero el contraste no carece de encanto. He observado, por otra parte, que la mayor parte de mis hijos tienen el mismo color. Temo que sea la última supervivencia de alguna gota de sangre árabe que las gentes de Poitou han conservado en general. ¿Has visto a tu hermanito Juan María? Parece un verdadero moro. —Y añadió bruscamente—: El Condé de Peyrac de Morens ha pedido tu mano.
—¿Mi mano? —dijo Angélica—. ¡Pero si no lo conozco!
—Eso no tiene importancia. Molines lo conoce, y es lo principal. Me garantiza que no hubiera podido soñar para cualquiera de mis hijas alianza más lisonjera.
El barón Armando estaba radiante. Tronchaba con la punta del bastón las margaritas que crecían al borde de la honda calleja por la cual paseaba con su hija aquella tibia mañana de abril.
Angélica había llegado la víspera al atardecer a Monteloup en compañía de Guillermo y de su hermano Dionisio. Como se mostraba asombrada de que el colegial tuviera vacaciones, él le dijo que había obtenido permiso para asistir a su boda. «¿Qué cuento de boda es ése?», pensó la muchacha. Aún no tomaba el asunto en serio, pero el tono de seguridad del barón comenzó a inquietarla.
Este no había cambiado mucho en los últimos años. Apenas unos cuantos hilos grises se veían en sus mostachos y en el mechoncillo de pelo que llevaba bajo el labio, siguiendo la moda del reinado de Luis XIII. Angélica, que había temido encontrarle abatido e inseguro a consecuencia de la muerte de su mujer, se asombró al verle sonriente y de buen humor. Al desembocar en una pradera en pendiente que dominaba las ciénagas desecadas, intentó desviar la conversación, que amenazaba crear un conflicto entre ellos cuando apenas acababan de volverse a encontrar.
—Me escribisteis, padre, que habíais sufrido grandes pérdidas de ganado por las requisas y saqueos del Ejército durante los años de esa terrible Fronda.
—Es cierto, Molines y yo hemos perdido poco más o menos la mitad de los animales, y, a no ser por él, estaría en la cárcel por deudas, después de haber tenido que vender todas nuestras tierras.
—¿Es que… le debéis aún mucho? —preguntó con inquietud.
—¡Ay! De las cuarenta mil libras que me prestó en otro tiempo, en cinco años de trabajo encarnizado no he podido devolverle más que cinco mil, y aun ésas no quería tomarlas, pretextando que me las había dado y que eran mi parte en el negocio. Tuve que enojarme para conseguir que las aceptase.
Angélica hizo notar con sencillez que, puesto que el administrador estimaba que no era necesario rembolsarle el dinero, su padre hacía mal en obstinarse en su generosidad.