Dijo a Angélica que lo siguiese para despedirse y volver con él al castillo. Raimundo y los pequeños, acompañados por la nodriza, hacía ya tiempo que habían vuelto a la casa. Sólo el primogénito Josselin se retrasaba, muy entusiasmado con una de las villanas más lindas. El barón se guardó muy bien de llamarle al orden. Estaba satisfecho al ver que el colegial flaco y pálido recobraba en los brazos de la madre naturaleza ideas y colores más sanos. ¿Quién sabe? Tal vez eso lo sujetaría al terruño.
Convencido de que Angélica le seguía, el castellano empezó a repartir adioses a la redonda. Pero su hija tenía otros proyectos.
Desde hacía rato estaba buscando el modo de asistir a la ceremonia del
chaudaut
cuando saliera el sol. Así que, aprovechando un remolino de gente, se deslizó fuera del tumulto y, con los zuecos en la mano echó a correr hacia el extremo del pueblo, cuyas casas estaban todas vacías, hasta de las abuelas. Vio la escalera de mano de un pajar, subió por ella rápidamente y se tendió en el heno suave y fragante. El vino y el cansancio la hacían bostezar. «Voy a dormir —pensó—. Cuando despierte, será la hora justa y asistiré al
chaudaut
.»
Se le cerraron los párpados y cayó en un profundo sueño. Despertó con una agradable impresión de bienestar y placer. La sombra del pajar seguía siendo densa y caliente. Aún era de noche, y se oían a lo lejos las voces de los campesinos aún de fiesta.
Angélica no comprendió muy bien lo que le sucedía. Sentía el cuerpo invadido por una gran suavidad y tenía deseos de estirarse y gemir. Sintió de pronto el contacto de una mano y un hálito entrecortado y caliente que le quemaba la mejilla. Sus dedos palparon una tela basta.
—¿Eres tú, Valentín? —murmuró. El no respondió, pero se acercó más.
Los vapores del vino y el delicado vértigo de la oscuridad nublaban el pensamiento de Angélica. No tenía miedo. Reconocía a Valentín por su aliento pesado, por su olor, hasta por sus manos, a menudo cortadas por las malezas del pantano y cuya rugosidad la hacía estremecerse.
—¿Ya no temes estropearte el traje? —murmuró con una ingenuidad no exenta de inconsciente picardía.
Valentín gruñó, y su frente fue a cobijarse en el grácil cuello de la chiquilla.
—Hueles bien —suspiró— Hueles como la flor de angélica.
Intentó besarla, pero a ella no le agradó su boca húmeda que la iba buscando y lo rechazó. Él la estrechó con más violencia y se echó sobre ella. Aquella brutalidad súbita, despertando del todo a Angélica, le devolvió su conciencia. Se defendió, intentó ponerse de pie. Pero él la sujetaba por la cintura, jadeando. Entonces, lo golpeó con furia en la cara con los puños cerrados, gritando:
—¡Suéltame, villano, suéltame!
La soltó por fin, y ella se dejó deslizar por el heno y bajó la escalerilla del pajar. Estaba furiosa y tenía pena sin saber por qué… Fuera, gritos y luces rompían la noche y se acercaban. ¡La farándula!
[4]
Tomados de las manos, mozas y mozos pasaron junto a ella. Angélica se dejó arrastrar por el torbellino. La farándula se metía por las callejuelas, saltaba las barreras, cruzaba los campos en la media luz del amanecer. Todos, borrachos de vino y de sidra, tropezaban sin cesar, caían se levantaban riendo. Volvieron a la plaza. Mesas y bancos estaban por el suelo; la farándula saltó sobre ellos. Las antorchas se iban apagando.
—¡El
chaudaut
, el
chaudaut
! —clamaban ahora las voces. Llamaron a la puerta del síndico, que había ido a acostarse.— ¡Despierta, burgués! ¡Vamos a reconfortar a los recién casados!
Angélica, que había logrado a codazo limpio desenredarse de la cadena humana, vio entonces llegar un curioso cortejo. A la cabeza marchaban dos personajes ridículos, vestidos de oropel y cascabeles al modo de los antiguos bufones reales. Después venían dos mozos, cada uno de los cuales traía sobre los hombros un palo, al cual iba enganchada el asa de un enorme caldero. Sus compañeros le rodeaban, provistos de jarras de vino y de vasos. Toda la gente del pueblo que aún podían tenerse en pie marchaban detrás, formando un tropel bastante numeroso.
Sin más ceremonias entraron en la cabaña de los recién casados.
A Angélica le parecieron muy simpáticos, tendidos uno junto al otro en su gran lecho. La novia estaba sofocadísima. Sin embargo, bebieron sin protestar el vino caliente mezclado con especias que les servían. Pero uno de los asistentes, más ebrio que los demás, quiso levantar la sábana que los cubría. El marido le atizó un puñetazo. Siguió una pelea en el transcurso de la cual se oían los gritos de la pobre novia, que se agarraba a las sábanas. Medio aplastada por aquellos cuerpos sudorosos, asfixiada por los vapores del vino, poco faltó para que Angélica cayera al suelo y la pisotearan. Nicolás fue quien la libertó y la ayudó a salir.
—¡Uf! —suspiró cuando al fin se encontró al aire libre—. No es muy agradable vuestra costumbre del chaudaut. Dime, Nicolás, ¿por qué les llevan vino caliente a los novios?
—Para reanimarlos después de su noche de bodas.
—¿Tan fatigosa es?
—Así dicen… —y se echó a reír.
Le relucían los ojos. Los rizos de sus cabellos negros le caían sobre la frente morena. Vio que estaba tan ebrio como los demás. De pronto alargó las manos hacia ella y se le acercó tambaleándose.
—Angélica, ¿sabes que te pones muy bonita cuando hablas así? ¡Eres tan preciosa, Angélica…!
Le echó los brazos al cuello. Angélica se desprendió de él, sin pronunciar palabra, y se alejó.
Alzábase el sol sobre la devastada plaza del pueblo. Decididamente, la fiesta había terminado. Angélica iba camino del castillo, con paso inseguro, meditando con amargura. De modo que, después de Valentín, también Nicolás se había permitido modales extraños. Acababa de perderlos a ambos a la vez. Le parecía que su infancia había muerto, y a la idea de que no volvería más a las ciénagas o al bosque con sus compañeros habituales le daban ganas de llorar.
Así es como el barón de Sancé y el viejo Guillermo, que habían salido en busca suya, la encontraron caminando hacia ellos con inseguro andar, con el vestido desgarrado y los cabellos llenos de heno.
—Mein Gott! —exclamó Guillermo, deteniéndose.
—¿De dónde vienes, Angélica? —dijo severamente el castellano.
Pero, al ver que no se encontraba en estado de responder, el viejo soldado la tomó en brazos y la llevó al castillo. Preocupado, Armando de Sancé dijo para sí que había que encontrar a toda costa medios para enviar lo antes posible a su hija segunda al convento.
Un día de invierno en que Angélica estaba a la ventana mirando caer la lluvia, vio con estupor que muchos jinetes y calesas sacudidas por los baches se metían en el barrizal del camino que conducía al puente levadizo. Lacayos de librea con guarniciones amarillas precedían a los coches y a un carro que parecía lleno de equipajes, doncellas y ayudas de cámara.
Ya los postillones saltaban desde lo alto de sus pescantes para guiar los caballos a través de la estrecha entrada. Los lacayos que iban de pie, muy tiesos, a la zaga de la primera carroza se apearon y abrieron las portezuelas, cuyos paneles barnizados ostentaban las armas rojo y oro. Angélica bajó volando la escalera de la torre y llegó a la puerta principal a tiempo para ver vacilar sobre el estiércol del patio a un señor magnífico cuyo sombrero adornado de plumas cayó a tierra por causa de un tropezón. Un bastonazo fuerte en las espaldas de un lacayo y un torrente de insultos acompañaron al incidente.
Saltando de piedra en piedra sobre la punta de sus elegantes zapatos, el señor consiguió llegar por fin a la sala de entrada, donde Angélica y algunos de sus hermanos pequeños se quedaron contemplándolo.
Un joven de unos quince años, vestido con el mismo esmero, le seguía.
—Por San Dionisio, ¿dónde está mi primo? —exclamó el recién llegado mirando en derredor.
Vio a Angélica y exclamó:
—¡Por San Hilario! He aquí el retrato de mi prima de Sancé cuando la conocí en Poitiers el día de su boda. Permitid que os dé un beso, pequeña, puesto que soy vuestro viejo tío.
La levantó en brazos y la besó cordialmente. Cuando volvió a dejarla en el suelo, Angélica estornudó un par de veces, tan violento era el perfume de que estaban impregnadas las ropas del caballero. Limpióse la nariz con la manga; al hacerlo, pensó como en un relámpago que la tía Pulqueria la habría reñido, pero no se ruborizó porque no sabía avergonzarse. Hizo una amable reverencia al visitante, en quien acababa de reconocer al marqués Du Plessis de Belliére. Después se adelantó para dar un beso a su primo Felipe. Este dio un paso atrás y miró horrorizado al marqués.
—Padre, ¿estoy obligado a besar a esta… a esta… joven?
—¡Si, estúpido, aprovecha la ocasión mientras estas a tiempo! —exclamó el noble señor echándose a reír
El muchacho posó con precaución sus labios sobre las redondas mejillas de Angélica, después sacó de su jubón un pañuelo bordado y perfumado y lo sacudió en torno a su rostro, como si se espantase las moscas.
El barón Armando, lleno de barro hasta las rodillas, acudió a toda prisa.
—¡Señor marques Du Plessis, que sorpresa! ¿Por que no me habéis enviado un correo para prevenirme de vuestra llegada?
—A decir verdad, primo mío, tenía intención de dirigirme directamente a mi casa del Plessis, pero no nos han faltado trastornos en nuestro viaje Se nos rompió una ballesta del coche cerca de Neuchaut, lo cual nos ha hecho perder tiempo. Caía la noche y estábamos helados Como pasábamos cerca de vuestra casa, se me ocurrió pediros hospitalidad sin mas ceremonias Traemos nuestras camas y nuestros guardarropas, que los lacayos instalaran en las habitaciones que tengáis a bien designarles Y con eso tendremos el placer de conversar sin mas demora. Felipe, saluda a tu primo de Sancé y a todo el grupo encantador de sus herederos.
Así conminado, el bello adolescente se adelantó con aire resignado e inclinó profundamente su cabeza rubia en un saludo un tanto exagerado, dado el aspecto rustico de aquel a quien se dirigía. Después, dócilmente, fue a besar las mejillas regordetas y sucias de sus parientes más jóvenes, hecho lo cual volvió a sacar su pañuelo de encaje y suspiró su perfume con gesto altanero.
—Mi hijo es un comediante de la Corte que no esta acostumbrado al campo —declaró el marques— No sirve mas que para tañer la guitarra Le había puesto como paje al servicio del señor Mazarino, pero temo que allí aprenda el modo de amar a la italiana ¿No es verdad que parece una niña bonita? Bien sabéis en que consiste la manera de amar a la italiana…
—No —dijo ingenuamente el barón.
—Os lo explicaré un día cualquiera, lejos de estos oídos inocentes Pero en vuestro vestíbulo se hiela uno, querido ¿Podría saludar a mi encantadora prima?
El barón dijo que suponía que las damas, al ver los carruajes, se habían precipitado a sus habitaciones para vestirse, pero que su padre, el viejo barón, estaría encantado de verle.
Angélica noto la ojeada desdeñosa de su primito al entrar en el salón descuidado y oscuro. Felipe du Plessis tenia los ojos de color azul claro, pero mas frío que el del acero. La misma mirada que había rozado los tapices descoloridos, el fuego pobre de la chimenea y hasta al abuelo con su golilla pasada de moda se volvió hacia la puerta, las rubias cejas del joven se alzaron mientras una sonrisa medio burlona se dibujaba en sus labios.
Entro la señora de Sancé, acompañada por Hortensia y las dos tías se habían ataviado, desde luego, con sus mejores galas, pero, estas debían de parecer ridículas al joven, porque en seguida se tapó la boca con el pañuelo para ahogar la risa.
Angélica, que no le quitaba los ojos de encima, sintió deseos terribles de arañarle la cara ¿No era mas bien el quien resultaba ridículo con todos sus encajes, las olas de cintajos en los hombros y las mangas abiertas desde el hombro hasta la muñeca para dejar ver el fino lienzo de su camisa? Su padre, más sencillo, se inclinaba ante las damas barriendo las baldosas del suelo con la hermosa pluma rizada de su sombrero.
—Prima mía, disculpad mi modesto atuendo Vengo a saltos de caballo a pediros hospitalidad por una noche Os presento a mi caballero, Felipe Ha crecido desde que lo visteis por ultima vez, pero no es de más agradable trato que cuando niño Voy a comprarle un grado de coronel dentro de poco El Ejercito le sentará muy bien Los pajes de la Corte no tienen ahora ninguna disciplina.
La tía Pulqueria, siempre cordial, propuso
—Tomareis algo. Sidra o leche cuajada Veo que venís de lejos.
—Gracias Tomaríamos con gusto un dedo de vino cortado con agua fresca.
—Vino, ya no hay —dijo el barón Armando—, pero mandaremos un muchacho a buscarlo a casa del cura.
El marques se sentó y, jugueteando con su bastón de ébano adornado con una escarapela de raso, contó que llegaba en derechura de Saint Germain Dijo que los caminos eran unas cloacas y volvió a pedir disculpas por su modesto atuendo.
«¿Que seria si estuviesen vestidos con lujo?», pensó Angélica.
El abuelo, a quien poma nervioso tanta protesta por la indumentaria, tocó con la punta de su bastón las vueltas de las botas de su visitante.
—A juzgar por los encajes de vuestras botas y de vuestra gorguera, esta bien olvidado el edicto que el señor cardenal lanzó en mil seiscientos treinta y tres para prohibir todos los ringorrangos.
—¡Bah! —suspiró el marqués—, no del todo. La regente es pobre y austera. Unos cuantos nos arruinamos para mantener un poco de originalidad en esa Corte devota. Al señor Mazarino le gusta el fausto, pero gasta sotana. Lleva los dedos cargados de diamantes y lanza sus dardos contra cuatro pedacitos de cinta que los príncipes se prenden en el jubón. En eso imita a su predecesor, el señor de Richelieu. Los encajes en las botas… sí…
Cruzó los pies y los examinó con la misma atención con que Armando examinaba sus mulos.
—Creo que esta moda de los encajes en las botas va a cesar un día de éstos. Algunos señores jóvenes llegan a ponérselos tan anchos como las arandelas de las antorchas, y son tan difíciles de sostener que es preciso andar con las piernas abiertas. Cuando una moda llega a ser terrible, desaparece por sí misma. ¿No es ése vuestro parecer, querida prima? —preguntó volviéndose a Hortensia, que se ruborizó de placer.