Hortensia respondió con un atrevimiento y una espontaneidad que nadie hubiese esperado de aquella flaca libélula.
—¡Ay, primo mío, creo que la moda, mientras no desaparezca, tiene siempre razón! Sin embargo, acerca de este detalle no puedo daros mi opinión, porque no he visto nunca botas como las vuestras… Ciertamente, sois el más moderno de nuestros parientes.
—Me place ver, señorita, que el alejamiento de vuestra provincia no os impida llevar la delantera en cuestión de ingenio y etiqueta. Porque si me tenéis por moderno, habéis de saber que en mis tiempos una señorita no hubiera sido nunca la primera en hacer un cumplido a un caballero… Pero así van las cosas en la nueva generación… y no es desagradable, al contrario. ¿Cómo os llamáis?
—Hortensia.
—Hortensia, es preciso que vayáis a París y frecuentéis las tertulias en que se reúnen nuestras elegantes y nuestras «precieuses». Felipe, hijo mío, ten cuidado; tal vez encuentres quien se las tenga tiesas contigo en nuestras buenas tierras de Poitou.
—¡Por la espada del Bearnés! —exclamó el viejo barón—. Creo que sé un poco de inglés, farfullo un tanto el alemán y he estudiado mi propia lengua, el francés; pero debo reconocer, marqués, que no comprendo absolutamente nada de lo que acabáis de decir a estas damas.
—Estas damas lo han comprendido, y eso es lo principal cuando se habla de encajes. Y mis botas, ¿qué os parecen?
—¿Por qué son tan largas y tienen la punta tan cuadrada? —preguntó Madelón.
—¿Por qué? Nadie es capaz de decirlo, preciosa. Pero son el último grito de la moda. ¡Y es una moda útil! El otro día el señor de Rochefort, aprovechándose de que el señor de Condé hablaba fogosamente, le plantó un clavo al extremo de cada una de sus botas. Cuando el príncipe quiso andar, se encontró clavado en el piso. Si las puntas hubieran sido menos largas, los clavos le habrían atravesado los pies.
—No se ha inventado el calzado para que la gente se divierta clavando los pies ajenos —gruñó el abuelo—. Todo eso es ridículo.
—¿Sabéis que el rey está en Saint-Germain? —preguntó el marqués.
—No —dijo Armando de Sancé—. ¿Por qué esa noticia os parece extraordinaria?
—Pero, querido, a causa de la Fronda.
La charla divertía a las señoras y a los niños, pero los dos barones, acostumbrados al pesado ambiente aldeano, se preguntaban si su frívolo pariente no estaba burlándose de ellos, como tenía por costumbre.
—¿La Fronda? Pero si es un juego de niños.
—¡Un juego de niños! Esa sí que es buena, primo mío. Lo que en la Corte llamamos la Fronda es sencillamente la rebelión del Parlamento de París contra el rey. ¿Habéis oído nunca cosa semejante? Hace ya varios meses que esos señores de bonete cuadrado están peleándose con la regente y con su cardenal italiano… Cuestiones de impuestos en las que ni siquiera se atenta a sus privilegios. Pero se las dan de protectores del pueblo. Y ahí los tenéis haciendo acusaciones y más acusaciones. Y a la regente se le sube la sangre a la cabeza. En fin, querido primo, por lo menos habréis oído hablar de las agitaciones que se produjeron el pasado abril…
—Vagamente.
—Sucedió con motivo del arresto del parlamentario Broussel. La regente lo mandó arrestar una mañana en que había tomado una purga. El pueblo se amotinó a los gritos de una sirvienta. Comminges, coronel de guardias, no pudo esperar a que Broussel se vistiera y se lo llevó en bata. No sin trabajo logró realizar el arresto que le habían encomendado. Me confió después que aquella cabalgata entre los amotinados le hubiera divertido muchísimo si se hubiese tratado de raptar a una linda damisela y no a un viejo desconsolado que no sabía lo que le pasaba. El caso es que el populacho, decepcionado, se dedicó a levantar barricadas en las calles. Es un juego que el pueblo adora para distraer su cólera.
—¿Y la reina y el reyecito? —pregunto con ansiedad la tía Pulqueria, que era sentimental.
—¿Que os diré? La reina recibió con mucha altivez a esos señores del Parlamento, pero luego cedió Después se han enemistado y se han reconciliado varias veces Sin embargo, creedme, en estos últimos meses París me hacia el efecto de un caldero de brujas hirvientes de pasiones Es una ciudad amable, pero que esconde en sus fondos mas profundos un numero incalculable de gente mísera y de bandidos de los cuales no seria posible librarse sino quemándolos en montón como a los piojos Y eso sin hablar de los libelistas y de los poetas harapientos, cuya pluma pica mas duramente que el dardo de la abeja París está inundado de papeles que repiten en verso y en prosa «¡Abajo Mazarino, abajo Mazarino!» Tanto que los llaman «mazarinadas» La reina se los encuentra hasta en la cama, y nada es mas propio para hacer pasar una mala noche y poner la cara amarilla que esos papelitos al parecer tan inocentes Ha estallado, pues, el drama Los señores del Parlamento lo presagiaban desde hace mucho tiempo, estaban siempre temiendo que la reina sacase al reyecito de París, y acudían tres veces por noche, en tropel, a pedir que les dejasen contemplar al hermoso niño dormido, en realidad, para estar seguros de que estaba allí Pero la «española» y el «italiano» son astutos El día de Reyes nos divertimos en la Corte con mucha alegría, bebimos y comimos sin preocupación ninguna la torta tradicional A medianoche, cuando en compañía de algunos amigos contaba con ir a recorrer las tabernas, me dieron orden de reunir a mis gentes y mis bagajes y dirigirme a una de las puertas de París. Desde allí, a Saint-Germain. Allí encontré a la reina con sus dos hijos, sus damas de honor y sus pajes, todo el mundo acostado sobre paja en el viejo castillo lleno de corrientes de aire. El señor Mazarino llego también Desde entonces París esta sitiada por el príncipe de Condé, que se ha puesto a la cabeza de los ejércitos del rey El Parlamento, en la capital, continua blandiendo el estandarte de la insurrección, pero esta muy fastidiado El coadjutor de París, principe de Gondi, cardenal de Retz, que quisiera ocupar el puesto de Mazarino, está también de parte de los rebeldes. Por mi parte, yo he seguido al señor de Condé.
—Mucho me place —suspiro el viejo barón— Nunca, en tiempos de Enrique IV, se hubiera visto semejante desorden ¡Parlamentarios y príncipes rebelándose contra el rey de Francia! He aquí una vez mas la influencia de las ideas del otro lado del Canal ¿No dicen que también el Parlamento inglés ha levantado la bandera de la sedición contra su rey y que ha llegado a aprisionarle?
—Han puesto su cabeza en el tajo. Su Majestad Carlos I fue ejecutado en Londres el mes pasado.
—¡Que horror! —exclamaron aterrados todos los presentes.
—Como podéis suponerlo, la noticia no ha tranquilizado a nadie en la Corte de Francia, donde además se encuentra la desconsolada viuda del rey de Inglaterra con sus dos hijitos. Por lo cual se ha decidido ser feroces e intransigentes con París. Precisamente acaban de enviarme como adjunto del señor de Saint Maur para levantar ejércitos en el Poitou y llevárselos al señor de Turena, que es el jefe del ejercito mas valiente al servicio del rey. Malo habría de ser que en mis tierras y en las vuestras, querido primo, no reclúyase siquiera un regimiento para ofrecérselo a mi hijo Enviad pues a vuestros haraganes y vuestros indeseables a mis sargentos, barón. Los convertiremos en dragones.
—¿Es preciso hablar otra vez de guerras? —dijo lentamente el barón— Hubiérase podido creer que las cosas iban a arreglarse ¿No se acaba de firmar este otoño un tratado en Westfalia que consagra la derrota de Austria y de Alemania?… Pensábamos poder respirar un poco Y aun me parece que nuestra región no es demasiado digna de lastima, si se la compara con los campos de Picardía y de Flandes, donde aun están los españoles y donde desde hace treinta años…
—Esas gentes ya están acostumbradas —dijo el marqués—. Querido, la guerra es un mal necesario, y me parece una herejía reclamar una paz que Dios no ha querido para nosotros, pobres pecadores La cuestión está en ser de los que hacen la guerra y no de los que la soportan Por mi parte, siempre elegiré la primera fórmula, a la cual me da derecho mi rango. Lo fastidioso, en este asunto, es que mi mujer se ha quedado en París al otro lado, con el Parlamento. No pienso, sin embargo, que tenga un amante entre esos graves y doctos magistrados sin ningún brillo. Pero figuraos que las damas se mueren por conspirar y que la Fronda les encanta. Se han agrupado en torno a la hija de Gastón de Orleáns, hermano del difunto rey Luis XIII. Llevan cruzado el pecho con bandas azules y hasta espadines con tahalíes de encaje Todo ello es lindísimo, pero no puedo menos de inquietarme por la marquesa.
—Puede recibir un golpe grave —gimió Pulqueria.
—No. La tengo por exaltada, pero es prudente Mis tormentos son de otro orden, y si de golpes se trata, serian en todo caso para mí. ¿Me comprendéis? Las separaciones de este género son funestas para un esposo a quien no le agrada compartir sus cosas. En cuanto a mí…
Se interrumpió y tosió violentamente, porque el mozo de cuadra, ascendido al rango de ayuda de cámara, acababa de echar en la chimenea, para reanimar el fuego, un enorme haz de paja húmeda. En la oleada de humo que se desprendía del hogar, no se oyeron durante algunos instantes más que golpes de tos.
—¡Pardiez, primo mío! —exclamó el marqués cuando logró recobrar el aliento—. Comprendo vuestro afán de querer respirar al aire libre. Vuestro lacayo merecería una buena paliza.
Tomaba el caso a broma, y a Angélica le pareció simpático a pesar de su condescendencia. Su charla frívola la había apasionado. Hubiérase dicho que el viejo castillo entumecido acababa de despertar y abrir sus puertas a otro mundo lleno de vida.
Pero, en cambio, el hijo se ponía cada vez más hosco. Rígido en su silla, con sus dorados bucles graciosamente caídos sobre el amplio cuello de encaje, lanzaba miradas de infinito horror sobre Josselin y Gontran, que, dándose cuenta del efecto que le producían, acentuaban a porfía sus rústicos modales, se metían los dedos en la nariz y se rascaban la cabeza.
Su modo de proceder trastornaba claramente a Angélica y le causaba un malestar próximo a la náusea. Desde hacía algún tiempo no se sentía bien. Le dolía el vientre, y Pulqueria le había prohibido que comiese zanahorias crudas como tenía por costumbre. Pero esta noche, después de las muchas emociones y distracciones que habían traído consigo los extraordinarios visitantes, tenía la impresión de estar a punto de caer enferma. De modo que no dijo nada y se quedó sentada, muy quieta. Cada vez que miraba a su primo Felipe, algo desconocido le apretaba la garganta, y no comprendía si era aborrecimiento o admiración. Jamás había visto muchacho tan hermoso.
Sus cabellos le caían sobre la frente en sedoso flequillo y eran de un oro tan brillante que, por comparación, los suyos parecían oscuros. Tenía las facciones perfectas. Su traje, de fino paño gris, adornado de encajes y cintas azules, convenía bien con su cutis blanco y rosa. En verdad, se le hubiera tomado por una muchacha si no fuera por la dureza de su mirada, que no tenía ciertamente nada de femenina.
Por causa del joven la velada y la comida fueron un suplicio para Angélica. Cada torpeza de los criados, cada incomodidad, eran subrayadas con una mirada o una sonrisa burlona del adolescente.
Juan de la Coraza, que hacía las veces de mayordomo, traía las fuentes con la servilleta echada al hombro. El marqués soltó la carcajada y dijo que esa moda de la servilleta al hombro no se usaba sino en la mesa del rey y los príncipes de su sangre y que se sentía lisonjeado por el honor que querían hacerle, pero que se daría por satisfecho con que le sirviesen más sencillamente, es decir, con la servilleta arrollada al antebrazo. Lleno de buena voluntad, el carretero se empeñó en dar vueltas al lienzo no muy limpio sobre su velludo brazo, pero su torpeza y sus suspiros no hicieron sino aumentar la hilaridad del marqués, a cuyas risas pronto se unieron las de su hijo.
—He aquí un hombre que se me antoja serviría más para dragón que para lacayo —dijo el marqués mirando a Juan de la Coraza—. ¿No te parece, hijo?
Intimidado, el carretero respondió con un gruñido de oso que no hacía honor a la facilidad de palabra de su madre. El mantel, recién sacado de un armario húmedo, echaba vapor al calor de los platos de sopa. Uno de los sirvientes, por exceso de celo, no cesaba de despabilar las candelas, y las apagó varias veces.
En fin, para colmo de desdichas, el chiquillo a quien habían enviado a buscar vino a casa del cura volvió diciendo, mientras se rascaba la cabeza, que el sacerdote había ido a una aldea próxima a exorcizar las ratas, y que su ama no había querido dar ni el menor barrilito.
—No os preocupéis por este detalle, prima mía —intervino el marqués Du Plessis galantemente—, beberemos sidra, y si a mi señor hijo no le gusta no beberá nada. Pero, en compensación, dignaos darme algunos informes sobre lo que acabo de oír. Comprendo bastante el lenguaje del país, que he usado bien o mal cuando me criaba mi nodriza, para darme cuenta de lo que dice este truhanillo. ¿El cura ha ido a exorcizar las ratas? ¿Qué cuento es ése?
—No tiene nada de extraño, primo mío. Hace tiempo, en efecto, que las gentes de una aldea vecina se quejan de una invasión de ratas que se comen el grano en los graneros. El cura habrá tenido que ir allá para llevar agua bendita y rezar las preces acostumbradas, a fin de que los espíritus malignos que habitan dentro de esos animales se alejen y así dejen de ser dañinos.
El marqués, entonces, miró a Armando de Sancé con cierto estupor, y luego, retrepándose en la silla, empezó a reír quedito.
—Jamás oí decir cosa más divertida. Tendré que escribírselo a la señora de Beaufort. ¿De modo que para destruir las ratas se las rocía con agua bendita?
—¿Por qué ha de ser risible? —dijo el barón, que empezaba a impacientarse—. Todo mal es obra de los espíritus malignos que se deslizan dentro de los animales para dañar a los seres humanos. El año pasado las orugas invadieron uno de mis campos, y yo mismo las mandé exorcizar.
—¿Y se marcharon?
—Si, al cabo de dos o tres días.
—Cuando ya no tenían nada que comer.
La señora de Sancé, que tenía por principio que una mujer debe callar siempre humildemente, no pudo por menos de tomar la palabra para defender su fe, a la que sospechó estaban atacando.
—No veo por qué, primo mío, ciertos ejercicios sagrados no han de tener influencia sobre los animales dañinos. Nuestro Señor mismo, ¿no hizo entrar los demonios en el cuerpo de unos cerdos, según cuenta el Evangelio? Nuestro cura pone mucho empeño en esa clase de oraciones.