Explicó que era originario del país, ya que había nacido del lado de Secondigny, pero que por haber pasado largos años viajando hablaba su propia lengua con acento extranjero.
—Pero lo perderé pronto —afirmó.
No hacía más que una semana que había desembarcado en La Rochelle. Al oír las últimas palabras, Josselin levantó la cabeza y lo miró con ojos brillantes. Los niños lo rodearon y empezaron a acribillarle a preguntas.
—¿A qué país habéis ido?
—¿Muy lejos de aquí?
—¿Cuál es vuestro oficio?
—No tengo oficio. Por ahora creo que me agradaría bastante recorrer Francia y contar a cuantos quisieran escuchar las aventuras de mis viajes.
—¿Como los poetas, como los antiguos trovadores? —interrogó Angélica, que, a pesar de todo, había aprovechado algunas de las lecciones de tía Pulqueria.
—Algo así, aunque no sé cantar ni hacer versos. Pero podría contaros cosas muy bellas de las tierras en que no es menester plantar vides. Las uvas cuelgan de los árboles en los bosques, pero los habitantes no saben hacer vino con ellas. Más vale así, porque Noé se embriagó, y el Señor no quiere que los hombres se transformen en puercos. Todavía hay pueblos inocentes en la tierra. También podría hablaros de esas extensas llanuras donde, para conseguir un caballo, no hay sino acechar detrás de una roca el paso de las manadas salvajes que pasan al galope, con las crines al viento. Se les arroja una cuerda larga con un nudo corredizo, y se hace uno dueño del animal.
—¿Y se le puede domar fácilmente?
—No siempre —dijo sonriendo el forastero.
Angélica comprendió que aquel hombre debía de sonreír pocas veces. Parecía tener unos cuarenta años, pero en su mirada había algo duro y apasionado.
—¿Para llegar a esos países hay que cruzar el mar? —preguntó con desconfianza el taciturno Josselin.
—Se atraviesa todo el océano. Allá, en el interior de las tierras, se encuentran ríos y lagos. Los habitantes son de color cobrizo. Se adornan la cabeza con plumas de pájaros y navegan en canoas hechas con pieles de animales. También he estado en unas islas donde todos los hombres son negros. Se alimentan de plantas gruesas como el puño de un hombre, que se llaman cañas de azúcar, y en verdad de ellas es de donde proviene el azúcar. Con la melaza hacen una bebida más fuerte que el aguardiente de los cereales, pero que embriaga menos y da alegría y fuerza: se llama ron.
—¿Habéis traído un poco de esa bebida maravillosa? —preguntó Josselin.
—Tengo un frasco en las alforjas de mi caballo. Pero he dejado varios toneles en casa de mi primo que habita en La Rochelle y se promete sacar de él buenos beneficios. Yo no soy sino un viajero curioso de ver tierras nuevas, ávido de conocer esos lugares donde nadie tiene hambre ni sed y donde el hombre se siente libre. Allí es donde he comprendido que el mal viene de la raza blanca, que no ha escuchado la palabra de Dios, sino que la ha desviado de su verdadero sentido. Porque el Señor no ha mandado matar ni destruir, sino amarse los unos a los otros. Hubo un silencio. Los niños no estaban acostumbrados a aquel lenguaje.
—¿La vida en las Américas es, pues, más perfecta que en nuestros países, donde Dios reina desde hace tanto tiempo? —preguntó de pronto la voz tranquila de Raimundo. También él se había acercado, y Angélica notó en su mirada una expresión análoga a la del forastero. Este lo miró con atención.
—Es difícil pesar en una balanza las perfecciones diversas de un mundo antiguo y de un mundo nuevo, hijo mío. ¿Qué os puedo decir? En las Américas se vive de modo muy diferente. La hospitalidad entre los hombres blancos es amplia; nunca se habla allí de pagar, y, además, en ciertos lugares la moneda no existe y se vive sólo de la caza, la pesca y el trueque de pieles por cuentas de vidrio.
—¿Y los cultivos?
Esta vez era Fantina la que interrogaba, cosa que no se hubiera atrevido a hacer en presencia de los señores mayores. Pero la curiosidad la devoraba, como a los niños.
—¿Cultivos? En las islas de las Antillas los negros son los que trabajan un poco la tierra. En América los pieles rojas no se ocupan de eso, sino que viven de los frutos y tallos que recogen. En otros rincones se cultiva la papa, que es algo así como la trufa en Europa, pero que aún no se siembra aquí. Sobre todo, hay frutas; por ejemplo, especies de peras que en realidad están llenas de manteca y árboles del pan.
—¿Árboles del pan? ¿Entonces, no hacen falta molineros? —exclamó Fantina.
—Claro que no. Además, hay mucho maíz. En otras regiones las gentes mascan cortezas o nueces de cola. Con eso no se siente ni hambre ni sed durante todo el día. También se come una especie de pasta de almendra, el cacao, que se mezcla con azúcar moreno. Y se toma una bebida hecha de extracto de habas llamada café. En los países más desiertos se encuentra zumo de palma o agave. Hay animales…
—¿En esos países se puede hacer cabotaje? —interrumpió Josselin.
—Ya algunos naturales de Dieppe lo hacen, y también gentes de por aquí. Mi primo trabaja para un armador que envía a veces sus naves a la Costa Franciscana, como decían en tiempo de Francisco I.
—Ya sé, ya sé —interrumpió de nuevo Josselin, impaciente—. Sé también que los oloneses van a veces a Terranova y las gentes del Norte a la Nueva Francia
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, pero me parece que ésos son países fríos y no me agradarían.
—A Champlain lo enviaron a la Nueva Francia ya en mil seiscientos ocho, y hay allí muchos colonos franceses. Realmente es un país muy frío y la vida en él es muy dura.
—¿Porqué?
—Es bastante difícil explicároslo. Tal vez porque ya están allí los jesuitas franceses.
—Vos sois protestante, ¿verdad? —arriesgó Raimundo.
—Sí. Soy hasta pastor, aunque sin parroquia, y, sobre todo, viajero.
—Caéis mal, señor —dijo con risita irónica Josselin—. Sospecho que a mi hermano le atraen muchísimo la disciplina y los ejercicios espirituales de la Compañía de Jesús que usted critica.
—Lejos de mí la idea de censurarlos —dijo el hugonote con gesto de protesta—. Encontré por allá muchas veces padres jesuitas que han penetrado en el interior de las tierras con valor y abnegación evangélicos. Para ciertas tribus de la Nueva Francia no hay héroe más grande que el célebre padre Jogues, mártir de los iroqueses. Pero cada uno es libre de su conciencia y de sus convicciones.
—A fe mía —dijo Josselin—, no puedo discurrir con vos sobre tales asuntos, porque empiezo a olvidar un tanto el latín, pero mi hermano lo habla con más elegancia que el francés y…
—Esa es una de las mayores desdichas que han caído sobre nuestra Francia —exclamó el pastor—. Que no podamos rogar a Dios cada uno en nuestra lengua materna y con el corazón, sino que sea indispensable servirse de esa magia de palabras latinas…
Angélica lamentaba que ya no hablasen de mares lejanos ni de navíos negreros, de animales extraordinarios como las serpientes, lagartos gigantescos con dientes capaces de matar un buey o de ballenas grandes como barcos. No se había dado cuenta de que la nodriza acababa de salir de la cocina. Había dejado la puerta entreabierta, por lo cual sorprendieron las palabras pronunciadas en voz queda por la señora de Sancé, que no pensaba que la oyesen.
—Protestante o no, hija mía, ese hombre es nuestro huésped y permanecerá aquí mientras lo desee.
Poco después la baronesa, seguida de Hortensia, entró en la cocina. El viajero se inclinó cortésmente, sin reverencia palaciega ni besamanos. Angélica pensó que era seguramente un rústico, pero simpático a pesar de todo, aunque hugonote y tal vez demasiado exaltado.
—Pastor Rochefort —dijo presentándose—. Tengo que ir a Secondigny, donde nací, pero como el camino es largo he pensado que tal vez pudiera acogerme a vuestro hospitalario techo, señora.
La dueña de casa le aseguró que era muy bien venido y que, aunque todos católicos practicantes, ello no les impedía ser tolerantes, como lo había recomendado el buen rey Enrique IV.
—Es lo que me atreví a esperar al entrar aquí, señora —repuso el pastor, inclinándose más profundamente—, porque debo confesar que amigos míos me confiaron que tenéis desde hace muchos años un viejo servidor hugonote. Me dirigí a él primero, y es Guillermo Lützen quien me ha hecho confiar que podríais acogerme esta noche.
—Podéis estar seguro de ello, señor mío, y aun los días siguientes, si así os place.
—Mi único placer es estar a las órdenes del Señor, en la medida en que pueda servirle. Y Él me ha inspirado bien, aunque, lo confieso, a quien sobre todo desearía ver es a vuestro marido…
—¿Traéis un encargo para mi marido? —dijo asombrada la señora de Sancé.
—No un encargo, aunque tal vez sí una misión. Permitid, señora, que no se la comunique sino a él.
—Ciertamente, señor. Además, oigo los pasos de su caballo.
El barón Armando no tardó en entrar. Habían debido de avisarle de la inesperada visita. No demostró a su huésped su cordialidad habitual. Parecía molesto y como angustiado.
—¿Es cierto, señor pastor, que venís de las Américas? —preguntó después de los saludos de costumbre.
—Sí, señor barón. Y me complacería tener con vos unos instantes a solas para hablaros de quien sabéis.
—¡Chist! —dijo imperativamente Armando de Sancé lanzando una mirada inquieta hacia la puerta.
Añadió que su casa estaba a disposición del señor Rochefort, y que no tenía sino pedir a los criados cuanto fuera necesario para su comodidad. Comerían de ahí a una hora. El pastor dio las gracias y pidió permiso para retirarse, a fin de «lavarse un poco».
«No le ha bastado con el chaparrón —pensó Angélica—. ¡Qué gentes tan raras estos hugonotes! Con razón dicen que no son como todo el mundo. Mañana preguntaré a Guillermo si también él se lava a todas horas. Debe de ser alguno de sus ritos. Por eso muestran a menudo ese aire triste y a veces tan suspicaz. Tienen la piel demasiado desgastada y en carne viva, y les debe de doler. Es como mi primito Felipe, que también siente necesidad de pasarse la vida lavándose. No hay duda de que esa preocupación acabará por arrastrarle a la herejía. Puede que le quemen, y le estará muy bien empleado.»
Cuando el forastero se encaminaba hacia la puerta para ir a la habitación que le había destinado la señora de Sancé, Josselin, con su acostumbrada brusquedad, le detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—Un momento más, pastor. Para poder trabajar en esos países de América, sin duda hace falta ser rico, comprar un grado de portaestandarte naval o al menos ser artesano en cualquier oficio.
—Hijo mío, las Américas son tierras libres. No se pide nada, aunque es cierto que en ellas hay que trabajar fuerte y duro, y también defenderse.
—¿Quién sois vos, extranjero, para permitiros llamar «hijo mío» a este joven, en presencia de su propio padre y de mí, su abuelo?
La voz despectiva del viejo barón se había hecho oír.
—Soy el pastor Rochefort, señor barón, para serviros, pero no tengo asignada diócesis, y sólo estoy de paso.
—¡Un hugonote! —gruñó el viejo—. Y que además viene de esos países malditos…
Estaba de pie en el umbral, apoyado en el bastón, pero erguido cuanto podía. Se había quitado la amplia hopalanda con que se abrigaba en invierno. Parecióle a Angélica que tenía el rostro tan blanco como la barba. Sin saber por qué, temerosa, se apresuró a intervenir.
—Abuelo, este caballero estaba muy mojado, y le hemos invitado a que se quede. Nos ha contado cosas verdaderamente apasionantes.
—Sea. No niego que me gusta el valor, y cuando el enemigo se presenta a cara descubierta, sé que tiene derecho a todas las consideraciones.
—Señor, no vengo como enemigo.
—Ahorradnos vuestras predicaciones heréticas. Nunca tomé parte en controversias que no son de la competencia de un viejo soldado. Pero tengo empeño en advertiros que en esta casa no encontraréis almas que convertir.
El pastor suspiró casi imperceptiblemente.
—A decir verdad, no vengo de América como predicador en busca de nuevas conversiones. En nuestra Iglesia, fieles y curiosos se acercan a nosotros libremente. Sé muy bien que en vuestra familia sois todos católicos fervientes y que es muy difícil convertir a aquellos cuya religión está edificada sobre las más antiguas supersticiones, además de que pretenden ser los únicos infalibles.
—Con lo cual reconocéis que no recluíais vuestros adeptos entre las gentes de bien, sino entre los indecisos, los ambiciosos decepcionados, los monjes que han colgado los hábitos, que se alegran de ver santificados sus desórdenes.
—Señor barón, sois demasiado pronto en vuestros juicios —dijo el pastor, cuya voz se iba endureciendo—. Altos personajes y prelados del mundo católico ya se han convertido a nuestra doctrina.
—No me reveláis nada que ya no sepa. El orgullo puede hacer desfallecer a los mejores. Pero la ventaja de que gozamos los católicos es estar auxiliados por las oraciones de toda la Iglesia, de los santos y de nuestros difuntos, mientras que vosotros, en vuestro orgullo, os negáis a esta intercesión y pretendéis tratar con el mismo Dios.
—Los papistas nos acusan de orgullo, pero ellos mismos se creen infalibles y se arrogan el derecho a la violencia. Cuando salí de Francia —continuó el pastor con voz sorda— era en 1629 y acababa de escapar, muy joven, del sitio atroz de La Rochelle por las hordas del señor de Richelieu. Estaba entonces firmando la paz de Alés, que quitaba a los protestantes el derecho a poseer plazas fuertes.
—Ya era tiempo. Estabais convirtiéndoos en un Estado dentro del Estado. Confesad que vuestro fin era arrancar todas las comarcas del Oeste y el centro de Francia a la influencia del rey.
—Lo ignoro. Era entonces demasiado joven para abrigar tan vastos designios. Lo único que comprendí es que aquellas decisiones nuevas estaban en desacuerdo con el Edicto de Nantes del rey Enrique IV. A mi vuelta veo con amargura que no han cesado de desnaturalizar los puntos de dicho edicto al hacerlo cumplir con un rigor que corre parejas con la mala fe de los casuistas y los jueces. A eso le llaman «observancia mínima» del edicto. Así, veo que los protestantes están obligados a enterrar sus muertos de noche. ¿Por qué? Porque el edicto no dice explícitamente que el entierro de un protestante pueda hacerse de día. Ergo, hay que hacerlo de noche.
—Lo cual debe de complacer a vuestra humildad —dijo en son de burla el viejo noble.