—Trata de olvidar lo que te he contado y ocúpate de tu «
trousseau
». Porque esta vez está decidido, hija mía. Te vas al convento.
Angélica preparó, pues, su equipo de colegiala. Madelón y Hortensia partían también. Raimundo y Gontran las acompañarían y, después de haberlas dejado en el convento de las monjas ursulinas, irían al de los padres jesuitas de Poitiers, educadores de quienes se contaban maravillas. Hasta se habló de incluir en esta emigración a Dionisio, que no tenía más que nueve años. Pero la nodriza se rebeló. Después de haberla abrumado con la carga de diez criaturas, ahora querían quitárselas todas. La horrorizaban, decía, aquellas maneras extremas. En vista de lo cual Dionisio se quedó en casa. Con María-Inés, Alberto y el último, al que llamaban Bebé, habría suficiente para ocupar los ocios de Fantina Loisier.
Pero, pocos días antes de la marcha, un incidente estuvo a punto de cambiar el curso del destino de Angélica. Una mañana de septiembre el señor de Sancé volvió muy afanado del castillo de Plessis.
—¡Angélica! —exclamó al entrar en el comedor, donde toda la familia reunida estaba esperándole para sentarse a la mesa—. Angélica, ¿estás ahí?
—Sí, padre.
Lanzó una mirada escrutadora a su hija, que durante los últimos meses había seguido creciendo y tenía ahora las manos limpias y los cabellos bien peinados. Todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que Angélica iba entrando en razón. «Puede pasar», pensó, y dirigiéndose a su mujer:
—Figuraos que toda la tribu de los Du Plessis, el marqués, la marquesa, los hijos, los pajes, los lacayos, los perros, acaban de desembarcar en sus dominios. Tienen un huésped ilustre, el príncipe de Condé, con toda su Corte. He caído en medio de todos ellos, y me sentía muy molesto. Pero mi primo se ha mostrado amable. Me ha preguntado, me ha pedido noticias vuestras, ¿y sabéis lo que me ha rogado? Que le lleve a Angélica para reemplazar a una de las damiselas de honor de la marquesa. Esta ha tenido que dejar en París a casi todas las chiquillas que la peinan, la divierten y tocan el laúd para distraerla. La llegada del príncipe de Condé la trastorna. Necesita, asegura, unas cuantas muchachas graciosas para ayudarla.
—¿Y por qué yo no? —exclamó entonces Hortensia, escandalizada.
—Porque ha dicho «graciosas» —respondió su padre sin ambages.
—El marqués me dijo, sin embargo, que tengo mucho ingenio.
—Pero la marquesa quiere tener a su lado caras bonitas.
—¡Oh, es demasiado! —gritó Hortensia, que se precipitó hacia su hermana dispuesta a arañarla.
Pero Angélica había previsto el ataque y la esquivó con presteza. Luego, con el corazón agitado, subió a la habitación que compartía ahora solamente con Madelón.
Por la ventana llamó a uno de los mozuelos que servían de lacayos y le mandó que subiese un cubo de agua y una tina. Se lavó con esmero y cepilló escrupulosamente sus hermosos cabellos, que le caían sobre los hombros como una especie de capelina sedosa. Pulqueria entró trayéndole el vestido más lindo que le habían hecho para su entrada en el convento. Angélica admiraba aquel vestido, aunque era de un color gris bastante soso. Pero la tela era nueva, comprada expresamente para la ocasión en casa de un importante pañero de Niort y la adornaba un cuellecito blanco. Era su primer traje largo. Se lo puso con un estremecimiento de placer. La tía, enternecida, juntaba las manos.
—Angélica, niña, cualquiera diría que ya eres una joven. ¿Si te subiéramos el cabello?
Pero Angélica se negó. Su instinto femenino le aconsejaba que no disminuyese el esplendor de su único adorno. Subió a una hermosa mula baya que su padre había mandado ensillar para ella y, en compañía de éste, tomó el camino del castillo de Plessis.
El castillo de Plessis había despertado de su sueño encantado. Cuando el barón y su hija hubieron dejado sus cabalgaduras en casa del administrador Molines y subieron por la avenida principal, ráfagas de música salieron a su encuentro. Largos lebreles y primorosos perros de raza inglesa jugueteaban en las praderas. Señores con los cabellos rizados y damas con los vestidos de telas atornasoladas recorrían los senderos. Algunos miraron con asombro al hidalgo vestido de lana oscura y a la adolescente en traje de colegiala.
—Ridícula, pero bonita —dijo una de las damas, abanicándose.
Angélica se preguntó si lo habría dicho por ella. ¿Por qué la encontraban ridícula? Miró con más atención los atavíos, suntuosos, adornados de encajes, y pensó que su vestido gris no correspondía a la ocasión.
El barón Armando no compartía la molestia de su hija. Estaba embargado por la ansiedad de la entrevista que pensaba pedir al marqués Du Plessis. Obtener la exención del pago de derechos para la cuarta parte de una producción ganadera y de una mina de plomo podría ser cosa extraordinariamente fácil para un noble de alto linaje, como de hecho lo era el actual barón de Ridoué de Sancé, de Monteloup. Pero el pobre gentilhombre se daba cuenta de que, a fuerza de vivir alejado de la Corte, había llegado a ser tan torpe como un campesino, entre aquellos personajes cuyas empolvadas cabelleras, aliento perfumado y exclamaciones de cotorra le desconcertaban.
Creía recordar que en tiempos de Luis XIII se hacía ostentación de más sencillez y más dureza. ¿No fue Luis XIII quien, escandalizado por el seno demasiado descubierto de una joven beldad de Poitiers, había escupido sin reparo en aquel nido indiscreto y tentador? Testigo, en su tiempo, de aquel ataque regio, Armando de Sancé lo evocaba con añoranza mientras, seguido de Angélica, se abría paso entre la multitud adornada de cintajos. Músicos subidos a un pequeño estrado tañían instrumentos de sonidos frágiles y encantadores: violines, laúdes, oboes, flautas. En un salón adornado de espejos Angélica vio jóvenes que danzaban. Se preguntó si su primo Felipe estaría entre ellos.
El barón de Sancé atravesó los salones, inclinándose, quitándose el viejo sombrero de fieltro adornado de una mezquina pluma. Angélica empezó a padecer. «En nuestra pobreza —pensaba—, sólo la arrogancia hubiera estado bien.» En lugar de hundirse en la reverencia que Pulqueria le había hecho ensayar tres veces, se quedó rígida como un fantoche, mirando fijamente sin mover la cabeza. Los rostros que la rodeaban se empañaban un poco ante sus ojos, y sabía que todo el mundo, al verla, se moría de ganas de reír. Un silencio mezclado de risitas ahogadas se produjo bruscamente cuando el lacayo anunció:
—El señor barón de Ridoué de Sancé, de Monteloup.
El rostro de la marquesa Du Plessis enrojeció detrás de su abanico y sus ojos brillaron de alegría contenida. El marqués Du Plessis acudió a salvar la situación adelantándose afablemente.
—Querido primo —exclamó—, nos halagáis acudiendo tan pronto y trayéndonos a vuestra encantadora hija. Angélica, estáis aún más bonita que la última vez que os vi a mi paso por vuestra casa. ¿No es verdad? ¿No parece un ángel? —interrogó, volviéndose hacia su mujer.
—Así es —aprobó la marquesa, que había recobrado la serenidad—. Con otro vestido estará divina. Sentaos en este taburete, preciosa, para que podamos observaros a gusto.
—Primo mío —dijo Armando de Sancé, cuya áspera voz sonó extrañamente en aquel salón precioso—, desearía hablaros sin tardanza de asuntos importantes.
El marqués, asombrado, arqueó las cejas.
—¿De veras? Os escucho.
—Lo lamento, pero son cosas que no pueden tratarse más que privadamente.
El señor Du Plessis dirigió a los que les rodeaban una mirada a un tiempo resignada y burlona.
—Está bien, está bien, primo mío. Vamos a mi despacho. Señores, disculpadnos. Hasta ahora mismo…
Angélica, en su taburete, era el blanco de las miradas de un grupo de curiosos. La espantosa emoción que la había sobrecogido se disipó un tanto. La mayor parte le eran desconocidos, pero cerca de la marquesa se encontraba una mujer muy hermosa que reconoció por el pecho blanco y nacarado.
«La señora de Richeville», pensó.
El vestido recamado de oro y su plastrón ornado de diamantes le hacían comprender demasiado hasta qué punto resultaba feo el suyo gris. Todas aquellas damas centelleaban de los pies a la cabeza. Llevaban en la cintura juguetes extraños; espejitos, peines de carey, bomboneras y relojes. Nunca podría Angélica vestirse así. Jamás sería capaz de mirar a los demás con tal altanería. Nunca sabría conversar con aquella voz aguda y melindrosa, como de persona que parece estar perpetuamente chupando caramelos.
—Querida —decía una—, tiene los cabellos seductores, pero nunca han recibido cuidado alguno.
—Para quince años tiene poco pecho.
—¡Pero, querida, si apenas tiene trece!
—¿Quieres que te diga lo que pienso, Enriqueta? Es demasiado tarde para desbastarla.
«¿Soy una mula que quieren comprar?», se preguntaba Angélica, que estaba demasiado sorprendida para ofenderse.
—¿Qué queréis? —exclamó la señora de Richeville—. Tiene los ojos verdes, y los ojos verdes traen mala suerte, como las esmeraldas.
—Es un color raro —protestó una de ellas.
—Pero sin encanto. Ved qué expresión dura tiene esta niña.
—No, la verdad, no me gustan los ojos verdes.
«¿Me van a quitar hasta mis únicos bienes, mis ojos y mis cabellos?», pensó Angélica.
—Es cierto, señora —dijo bruscamente en voz alta—; no dudo que los ojos azules del abad de Nieul tengan más dulzura… y os den buena suerte —añadió más bajo.
Hubo un silencio mortal. Luego estallaron unas cuantas risas, que se apagaron en seguida. Las damas miraron en derredor con desconcierto, como si les pareciese imposible haber oído tales palabras pronunciadas por aquella chiquilla impasible. Un color rojo púrpura se extendió por el rostro de la condesa de Richeville y fue bajando hasta su pecho.
—¡Pero si no le conozco! —exclamó. Y después se mordió los labios.
Todos miraban a Angélica con estupor. La marquesa Du Plessis, que tenía muy mala lengua, volvió a esconder su risa detrás del abanico.
Pero ahora era a su amiga a quien intentaba ocultar su hilaridad.
—¡Felipe, Felipe! —llamó para salir del apuro—. ¿Dónde está mi hijo? Señor De Barre, ¿queréis tener la bondad de hacer venir al coronel?
Y cuando el coronel de dieciséis años acudió, su madre le dijo:
—Felipe, aquí tienes a tu prima de Sancé. Llévala a bailar. La compañía de los jóvenes la distraerá más que la nuestra.
Sin esperar, Angélica se había puesto de pie. Sentía que le daba golpes el corazón. El joven miraba a su madre con indignación mal disimulada. «¿Cómo —parecía decir— os atrevéis a poner en mis manos a una muchacha tan mal vestida?» Pero debió de comprender por la expresión de los que lo rodeaban que sucedía algo anormal, y, alargando la mano a Angélica, murmuró con voz melindrosa:
—Venid, pues, prima mía.
Angélica apoyó en la palma abierta sus dedos menudos, que ignoraba fuesen tan lindos. En silencio, el joven la llevó hasta el umbral de la galería, donde los pajes y las muchachas de su edad tenían derecho a divertirse cuanto quisieran.
—¡Paso, paso! —gritó—. ¡Amigos, os presento a mi prima, la baronesa del Triste Vestido!
Hubo grandes risas, y todos se precipitaron hacia ellos. Los pajes llevaban extraños pantaloncitos ahuecados que sólo les llegaban hasta el nacimiento de los muslos, y separadas sus largas y flacas piernas, de adolescentes, sosteniéndose en equilibrio sobre sus altos tacones, parecían aves zancudas. «Después de todo —pensó Angélica—, no estoy más ridícula con mi "triste vestido" que ellos con esa especie de calabaza en las caderas.»
Hubiera sacrificado su amor propio por seguir cerca de Felipe. Pero uno de los jóvenes le preguntó:
—¿Sabéis bailar, señorita?
—Un poco.
—¿De veras? ¿Qué danzas?
—La «bourrée», el rigodón, la ronda…»
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—¡Ja, ja, ja! —estallaron los jóvenes—. Felipe, ¿qué pajarito nos has traído? Ea, señores, echemos a suertes. ¿Quién saca a bailar a la campesina? ¿Dónde están los aficionados a la «bourrée»? ¡Puf, puf, puf!
Bruscamente, Angélica arrancó su mano de la de Felipe y huyó.
Atravesó los grandes salones llenos de señores y lacayos, el vestíbulo pavimentado con mosaico donde dormían los perros sobre alfombrillas de terciopelo. Buscaba a su padre, y, sobre todo, no quería llorar.
Todo aquello no valía la pena. Sería un recuerdo que habría que borrar de la memoria, como un sueño un tanto loco y grotesco. No le está bien a la codorniz salir de entre la maleza. Por haber obedecido con un poco de buena voluntad las enseñanzas de la tía Pulqueria, Angélica se decía que había recibido el justo castigo de la vanidad que le había inspirado el deseo halagador de la marquesa Du Plessis. Por fin oyó, al salir de un saloncito apartado, la voz un tanto aguda del marqués.
—¡Pero no, de ninguna manera! No estáis en lo cierto, pobre amigo mío —decía en desolado crescendo—. Os figuráis que nos es fácil a nosotros, nobles abrumados de gastos, obtener exenciones. Y además, ni yo ni el príncipe de Condé estamos habilitados para concedéroslas.
—Os pido únicamente que seáis mi abogado ante el superintendente de Finanzas, señor De Trémant, a quien conocéis personalmente. El asunto no carece de interés para él. Me eximiría de impuestos y derechos de tránsito únicamente en lo que va del Poitou al océano. Tal exención, por otra parte, no se aplicaría sino a la cuarta parte de mi producción de mulos y de plomo. En compensación, la intendencia militar del rey podrá reservarse la compra del resto al precio corriente, y del mismo modo el tesoro real tendrá el plomo y la plata a la tarifa oficial. No le viene mal al Estado contar con algunos productores seguros de materias diversas en el país, en vez de comprar en el extranjero. Por ejemplo, para arrastrar los cañones tengo hermosos y fuertes animales, de riñones sólidos…
—Vuestras palabras huelen a estiércol y sudor —protestó el marqués, llevándose una mano a la nariz con ademán de asco—. Me pregunto hasta qué punto rebajáis vuestra calidad de gentilhombre lanzándoos a una empresa que se parece mucho… permitid que os lo diga… a un comercio.
—Comercio o no comercio, necesito vivir —replicó Armando de Sancé, con tenacidad que reconfortó a Angélica.
—Y yo —exclamó el marqués, alzando los brazos al cielo—; ¿os figuráis que no tengo dificultades? Pues bien, sabed que hasta el último de mis días no me permitiré ningún trabajo vil que pueda perjudicar mi calidad de gentilhombre.