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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (6 page)

¡Ay, si hubiera sido hombre, no habría preguntado su opinión al abuelo! Ya se habría marchado, arrastrando al Nuevo Mundo a sus angelitos.

Al día siguiente por la mañana, Angélica, que estaba en el patio, vio que un aldeanito traía al barón un papel arrugado.

—Es el intendente Molines, que me pide que pase por su casa. Sin duda, estaré de vuelta para la hora de comer —dijo el barón indicando por señas al palafrenero que le ensillase el caballo.

La señora de Sancé, que con un sombrero de paja puesto sobre el pañuelo de seda que le cubría la cabeza se preparaba para dirigirse al huerto, frunció los labios.

—¿No son inauditos —dijo— los tiempos en que vivimos? ¿Tolerar que un vecino destripaterrones, un intendente hugonote, se permita citaros sencillamente a vos, que sois descendiente auténtico de Felipe Augusto? Me pregunto qué negocios honrados puede tener que tratar un gentilhombre con el administrador de un castillo vecino. Sin duda, debe de tratarse otra vez de mulos…

El barón no respondió, y su mujer se alejó cabeceando. Angélica, durante aquel intermedio, había entrado en la cocina, donde sabía que podía encontrar su calzado y su manta. Después se reunió con su padre en la cuadra.

—¿Puedo acompañaros, padre? —preguntó con su más graciosa sonrisa.

El barón no supo resistir y la dejó montar a grupas. Angélica era su hija preferida. Le parecía muy bonita y a veces soñaba que se casaría con un duque.

IV
Extraño ofrecimiento al padre de Angélica

Aquel día de otoño era claro, y el bosque, muy cercano, aún no despojado de sus hojas, tendía bajo el cielo azul sus frondas oxidadas.

Al pasar por delante de la verja del castillo del Plessis-Belliére, Angélica se inclinó intentando divisar, al cabo de la avenida de castaños, la visión blanca del encantador edificio que se reflejaba en su estanque como una nube de ensueño. Todo estaba silencioso, y el castillo de estilo Renacimiento, que sus dueños abandonaban para ir a vivir a la Corte, parecía dormir en el misterio de su parque y sus jardines. Las ciervas del bosque de Nieul pacían en las sendas desiertas.

La habitación del administrador Molines se encontraba media legua más allá, en una de las entradas del parque. Hermoso pabellón de ladrillos rojos, techado con pizarra azul, parecía, en su solidez burguesa, el guardián prudente de una construcción frágil cuya gracia italiana seguía asombrando a las gentes del pueblo, acostumbradas a los castillos medievales.

El administrador se parecía a su casa. Austero y ricachón, sólidamente afirmado en sus derechos y en su papel, era quien de hecho parecía el dueño de aquel vasto dominio del Plessis cuyo poseedor estaba perpetuamente ausente. Tal vez, cada dos años, en el otoño para las cacerías o en primavera para cortar los lirios del valle, una nube de señores caía sobre el Plessis con sus carrozas, sus caballos, sus lebreles y sus músicos. Durante unos cuantos días era una farándula de fiestas y distracciones que enloquecía un poco a los hidalgüelos de la vecindad, convidados para burlarse de ellos. Después, todo el mundo se volvía a París y la mansión volvía a caer en su silencio, bajo la égida del severo intendente.

Al ruido de los cascos del caballo, Molines se adelantó por el patio de su casa y se inclinó varias veces con una flexibilidad de espinazo que no le costaba esfuerzo, puesto que formaba parte de sus funciones. Angélica, que sabía lo duro y arrogante que era aquel hombre, no apreciaba aquella cortesía excesiva, pero al barón Armando le complacía mucho, evidentemente.

—Hoy por la mañana tenía tiempo libre y no he creído conveniente haceros esperar, señor Molines.

—Os doy las gracias, señor barón. Temía que os hubiese parecido descortés mi atrevimiento de invitaros a venir por medio de un lacayo.

—No me he ofendido. Sé que evitáis venir a mi casa por causa de mi padre, que insiste en consideraros como un peligroso hugonote.

—El señor barón tiene el espíritu muy agudo. En efecto, no quería disgustar al señor de Ridoué ni a la señora baronesa, que es muy devota. Así es que prefiero hablaros en mi casa y espero me haréis el honor de compartir nuestra mesa lo mismo que vuestra niña.

—Ya no soy una niña —dijo vivamente Angélica—. Tengo diez años, y en casa están después de mi Madelón, Dionisio, María Inés, Alberto y el bebé que acaba de nacer.

—Ruego a la señorita Angélica que me dispense. Ser la mayor exige juicio y madurez de espíritu. Muy feliz me haría que mi pequeña Berta os tratase con más frecuencia, porque ¡ay! las religiosas de su convento me afirman que es una cabeza de chorlito y que verdaderamente nunca se sacará de ella gran cosa.

—Exageráis, señor Molines —protestó cortésmente el barón Armando.

«Por una vez, soy de la misma opinión que Molines», pensó Angélica, que detestaba a la hija del intendente, una chiquilla negrucha y ladina.

Respecto al intendente, sus sentimientos eran más indecisos. A pesar de encontrarle desagradable, tenía por él cierta estimación, basada sin duda en el aspecto confortable de su persona y de su casa. Las ropas del intendente, siempre oscuras, eran de buen paño y debían de darlas o revenderlas antes de que se notase en ellas la menor señal de desgaste. Calzaba zapatos con hebilla y tacón bastante alto, a la moda nueva.

Y en su casa se comía maravillosamente. La naricilla de Angélica se estremeció cuando entraron en la primera cocina. La señora de Molines se hundió en sus faldas, en una profunda reverencia, y después volvió a sus pasteles. El intendente llevó a sus invitados a un pequeño despacho, donde mandó que trajeran agua fresca y un frasco de vino.

—Tengo bastante afición a este vino —dijo después de haber levantado el vaso—. Se produce en un collado que ha estado largo tiempo en barbecho y en el que, a fuerza de cuidados, pude vendimiar el otoño pasado. Los vinos del Poitou no pueden compararse con los del Loira, pero son finos. —Después de una pausa añadió—: No me canso de repetir, señor, lo feliz que me hace que hayáis acudido en persona a mi llamamiento. Para mí, ello es señal de que el negocio en que estoy pensando tiene probabilidades de realizarse.

—En suma, me sometéis a una especie de prueba.

—Ruego al señor barón que no se ofenda. No soy hombre de alta educación, pues sólo he recibido una modesta instrucción. Mas os confesaré que la altanería de algunos nobles nunca me pareció señal de inteligencia. Y para tratar de negocios, aunque sean muy modestos, es menester inteligencia.

El gentilhombre campesino se retrepó en su sillón tapizado y contempló con curiosidad al intendente. Causábale un tanto de ansiedad lo que pudiera proponerle aquel vecino, que no tenía demasiada buena reputación.

Se le tenía por muy rico. En un principio se había mostrado duro con los campesinos y los medieros, pero en los últimos años se esforzaba por ser amable hasta con los villanos más pobres.

Poca cosa se sabía acerca de las causas de tal cambio y de tan insólita bondad. Los campesinos desconfiaban, mas como ahora se mostraba tratable respecto a las contribuciones y otras prestaciones que el castillo exigía en nombre del rey y del marqués, lo trataban con respeto.

Los mal pensados insinuaban que obraba así para llenar de deudas a su amo siempre ausente. Y la marquesa y su hijo Felipe no se interesaban por sus bienes más que el marqués.

—Si lo que se cuenta es verdad, estáis sencillamente a punto de tomar por vuestra cuenta todo el dominio de los Plessis —dijo, un tanto brutalmente, Armando.

—Pura calumnia, señor barón. No sólo tengo empeño en seguir siendo un servidor leal del señor marqués, sino que no me inspira interés ninguno una adquisición semejante. Para aquietar vuestros escrúpulos, os confiaré, aunque no creo traicionar ningún secreto, que esta propiedad está ya muy hipotecada.

—No me propongáis que la compre. No tengo medios para ello.

—¡Lejos de mí tal pensamiento, señor barón! ¿Un poco de vino?

Angélica, a quien la conversación no le interesaba, se escapó silenciosamente del despacho y volvió a la sala grande, donde la señora de Molines estaba atareada en preparar la mesa para una enorme tarta. Sonrió a la niña y le alargó una caja que despedía un olor delicioso.

—Tomad, preciosa, comed esto. Es angélica confitada. Lleváis su nombre. La preparo yo misma con buen azúcar blanco. Es mejor que la de los padres de la abadía, que la hacen con melaza. ¿Cómo quieren que los pasteleros de París aprecien ese condimento, que ha perdido todo su sabor por haber sido cocido groseramente en las enormes cubas mal lavadas de sus sopas y sus morcillas?

Escuchándola, Angélica mordía con deleite los tallos finos, pegajosos y verdes. ¡De modo que en esto se convertían, después de cortadas, aquellas grandes y fuertes plantas del pantano cuyo aroma, en estado natural, era amargo! Miraba en derredor con admiración. Los muebles relucían. En un rincón había un reloj, esa «invención» que su abuelo aseguraba ser obra del diablo. Para verlo mejor y sorprender su murmullo, se acercó al despacho donde estaban hablando los dos hombres. Oyó que su padre decía:

—¡Por San Dionisio, Molines, me desconcertáis! Cuentan muchas cosas acerca de vos, pero, en fin, en general todo el mundo está de acuerdo en reconoceros una fuerte personalidad y buen olfato. Y ahora, por vuestra boca, me entero de que cultiváis las peores utopías.

—¿En qué os parece poco razonable lo que acabo de exponeros, señor barón?

—Vamos, reflexionad. Sabéis que me interesan los mulos y que he logrado por cruce una raza bastante bella, y me proponéis que intensifique la cría encargándoos vos de dar salida al producto. Hasta aquí todo va bien. Mas donde ya no acierto a seguiros es en que penséis en un contrato de larga duración con… España. Amigo mío… ¡Con España estamos en guerra!

—La guerra no durará siempre, señor barón.

—Así lo esperamos. Pero no puede basarse un compromiso sobre una esperanza de ese género.

El intendente esbozó una sonrisa que el gentilhombre arruinado no alcanzó a percibir. Este continuó con violencia:

—¿Cómo queréis comerciar con una nación que está en guerra con nosotros? En primer lugar, está prohibido, y con justicia, porque España es un país enemigo. Luego, las fronteras están cerradas y las comunicaciones y los portazgos vigilados. Quiero admitir que proporcionar mulos al enemigo no sea tan grave como suministrarle armas, dado sobre todo que las hostilidades no se desarrollan aquí, sino en territorio extranjero. Además, tengo muy pocos animales para que valga la pena comerciar con ellos. Costaría muy caro y varios años de trabajo. Mis medios financieros no me permiten ese experimento.

Por amor propio no añadió que estaba a punto de liquidar su criadero.

—El señor barón me concederá la gracia de pensar que tiene ya cuatro sementales excepcionales y que le sería mucho más fácil que a mí proporcionarse otros muchos entre los nobles de los contornos. En cuanto a las asnas, se pueden encontrar centenares a diez o veinte libras por cabeza. Un pequeño trabajo suplementario de desecación de los pantanos puede mejorar los pastos, porque vuestros mulos de tiro son muy resistentes. Creo que con veinte mil libras este negocio podría lanzarse en serio y empezar a marchar de aquí a tres o cuatro años.

Al pobre barón le acometía el vértigo.

—¡Por San Dionisio, veis las cosas en grande! ¡Veinte mil libras! ¿Creéis, pues, tan preciosos esos desdichados mulos míos de los que todo el mundo se ríe? ¡Veinte mil libras! No seréis vos quien vaya a adelantármelas.

—¿Y por qué no? —dijo plácidamente Molines. El barón Armando se quedó mirándole con un tanto de desconcierto.

—Sería una locura por vuestra parte, Molines. Tengo empeño en deciros que nadie podría responder por mí.

—Me contentaré con un simple contrato de sociedad a partes iguales y una hipoteca sobre las crías, pero lo haríamos en París y a título privado.

—Si queréis saberlo, temo no tener los medios necesarios, y por largo tiempo, para ir a la capital. Ahora bien, vuestra proposición me parece un tanto desconcertante y arriesgada, y quisiera consultar de antemano a algunos amigos…

—En ese caso, señor barón, no hablemos más. Porque la clave de nuestro éxito está en el secreto absoluto. Si no, no hay nada que hacer.

—¡Pero no puedo lanzarme sin tomar consejo en un negocio que, además, me parece contrario al interés de mi propio país!

—Que también es el mío, señor barón.

—Nadie lo diría, Molines.

—Entonces, no hablemos más de ello, señor barón. Digamos que me engañé. Ante vuestros resultados excepcionales, creí que erais el único capaz de establecer un criadero en grande y bajo vuestro nombre en estas tierras.

El barón se sintió justamente apreciado.

—Esa no es la cuestión…

—Entonces, permítame el señor barón hacerle observar cuan de cerca toca esa cuestión a la que le preocupa, es decir, al cuidado de instalar honrosamente a su numerosa familia…

—¡Mereceríais que os cruzase la cara de un latigazo, Molines, porque ésos son asuntos que no os conciernen!

—Será como lo deseéis, señor barón. Sin embargo, aunque mis medios sean más modestos de los que algunos se figuran, había pensado añadir inmediatamente a título de adelanto sobre nuestro futuro negocio, naturalmente…, un préstamo igual: veinte mil libras, que os permitiría consagraros a vuestro dominio sin preocupaciones demasiado perturbadoras respecto a vuestros hijos. Sé por experiencia que los trabajos no marchan muy de prisa cuando se tiene el ánimo distraído por la inquietud.

—Y cuando el fisco os apriete… —dijo el barón, algo alterado.

—Para que esos préstamos entre vos y yo no parezcan sospechosos, pienso que no tendríamos interés ninguno en divulgar nuestro acuerdo. Insisto en que, cualquiera que sea vuestra decisión, no repitáis a nadie nuestra conversación.

—Os entiendo perfectamente. Mas debéis comprender que mi mujer debe estar al corriente de la proposición que acabáis de hacerme. Se trata del porvenir de nuestros diez hijos.

—Dispénseme el señor barón que le haga esta pregunta incorrecta, pero la señora baronesa ¿será capaz de callarse? Nunca he oído decir que una mujer pudiera guardar un secreto.

—Mi mujer tiene fama de ser poco habladora. Además, no tenemos trato con nadie. Si yo se lo pido, no hablará.

En ese momento el intendente vio la punta de la nariz de Angélica que, apoyada en el quicio de la puerta, les escuchaba sin intentar ocultarse. El barón se volvió, la vio a su vez y frunció el ceño.

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