—Primo mío, vuestras rentas no son comparables a las nuestras. De hecho, vivo en estado de mendicidad respecto del rey, que me niega socorros, y respecto de los usureros de Niort, que me devoran.
—Ya lo sé, ya lo sé, mi pobre Armando. Pero ¿os habéis preguntado nunca cómo yo, cortesano y con dos cargos reales importantes, puedo equilibrar mi bolsa? ¡No, estoy seguro! Pues bien, sabed que mis gastos exceden a mis entradas. Es cierto que, contando las rentas de mi dominio del Plessis y las de mi mujer en Turena, mi cargo de oficial de cámara del rey… unas 40 000 libras… y el de maestre de campo de la brigada del Poitou, tengo una renta bruta de 160 000 libras…
—Yo —dijo el barón— me contentaría con sólo la décima parte.
—Un instante, primo mío del campo. Tengo 160 000 libras de renta. Pero sabed que los gastos de mi mujer, el regimiento de mi hijo, mi casa en París, mi pabellón en Fontainebleau, mis viajes para seguir a la Corte cuando va de un lado para otro, los intereses que tengo que pagar por préstamos diversos, las recepciones, la ropa, los coches y caballos, la servidumbre, etcétera, suman unas 300 000 libras de gastos.
—Es decir, ¿que os faltarían más de 150 000 libras al año?
—No decís sino la verdad, primo mío. Y si me he permitido con vos esta exposición tediosa, es para que comprendáis mi punto de vista cuando os digo que actualmente me es imposible abordar al señor de Trémant, superintendente de Finanzas.
—Sin embargo, lo conocéis.
—Lo conozco, pero ya no lo trato. No me canso de deciros que el señor de Trémant está al servicio del rey y de la regente, y que hasta es ardiente partidario del señor Mazarino.
—Pues bien, precisamente…
—Precisamente por esta razón no lo tratamos. ¿No sabéis que el señor príncipe de Condé, al cual soy fiel, está reñido con la Corte…?
—¿Cómo había de saberlo? —dijo desconcertado Armando de Sancé—. Os vi hace pocos meses, y entonces la regente no tenía mejor servidor que el señor príncipe.
—¡Ah, desde entonces ha corrido mucha agua! —suspiró el marqués Du Plessis, molesto—. No puedo contaros la historia con detalles. Sabed únicamente que si la reina, sus dos hijos y ese diablo rojo de cardenal han podido volver a entrar en el Louvre de París, se lo deben al señor de Condé. Y en agradecimiento, tratan a ese grande hombre de un modo indigno. Desde hace unas semanas se han roto las relaciones. Al príncipe le han parecido interesantes algunas proposiciones de España, y ha venido a mi casa para estudiarlas a fondo.
—¿Proposiciones españolas?
—Sí; entre nosotros y sobre nuestro honor de nobles, figuraos que el rey Felipe IV llega a ofrecer a nuestro gran general, así como al señor de Turena, un ejército de diez mil hombres a cada uno.
—¿Para qué?
—¡Pues para reducir a la regente, y sobre todo a ese ladrón de cardenal! Gracias a los ejércitos españoles dirigidos por el señor de Condé, éste entraría en París, y Gastón de Orleáns, es decir, Monsieur, hermano del difunto rey Luis XIII, sería proclamado rey. La monarquía estaría a salvo y libre al fin de mujeres, de chiquillos y de un extranjero que la deshonra. En todos esos bellos proyectos, os pregunto: ¿qué puedo hacer yo? Para sostener el tren de vida que acabo de exponeros, no puedo consagrarme a una causa perdida. Ahora bien, el pueblo, el Parlamento, la Corte, todo el mundo odia a Mazarino. La reina continúa agarrándose a él y no cederá nunca. La existencia que llevan la Corte y el reyecito desde hace dos años es indescriptible. No puede comparársela sino a la de los gitanos de Oriente: fugas, retornos, disputas, guerras, etcétera… Es demasiado. La causa del pequeño Luis XIV está perdida. Añado que la hija de Gastón de Orleáns, esa muchachota que siempre habla a gritos y con altanería, es partidaria rabiosa de la Fronda. Ya ha peleado junto a los rebeldes hace un año. No pide sino volver a empezar. Mi mujer la adora, y ella se lo paga con creces. Pero esta vez no consentiré que Alicia se comprometa con otro partido que no sea el mío. Atarse a la cintura una banda azul y prenderse una espiga de trigo en el sombrero no sería grave si la separación entre esposos no trajese consigo otros desórdenes. Ahora bien, Alicia, por su carácter, está en «contra». En contra de las ligas y en favor de los lazos de seda, en contra del flequillo y en favor de la frente descubierta, etcétera. Es una original. Ahora está contra Ana de Austria, la regente, porque ha observado que las pastillas que usaba para el cuidado de la boca le recordaban una medicina purgante. No habrá fuerza humana que haga volver a Alicia a la Corte, donde pretende que se aburre entre las devociones de la reina y las hazañas de los principitos. Seguiré, pues, a mi mujer, ya que mi mujer no quiere seguirme. Tengo la flaqueza de encontrarle gracia y ciertas debilidades de amor que me complacen… Después de todo, la Fronda es un juego agradable…
—Pero… pero no querréis decir que el señor de Turena también… —balbució Armando de Sancé, que se sentía desfallecer.
—¡Oh, el señor de Turena, el señor de Turena! Es como todo el mundo… No le gusta que se tengan en poco sus servicios. Ha pedido Sedán para su familia. Se lo han negado. Se ha enojado, como es justo. Hasta se diría que ya ha aceptado las proposiciones del rey de España. El señor de Condé tiene menos prisa. Espera, para decidirse, noticias de su hermana de Longueville, que ha ido con la princesa de Condé a sublevar la Normandía. Aquí, es menester decíroslo, entra la duquesa de Beaufort, cuyos encantos no le son indiferentes… Por una vez, nuestro gran héroe se muestra menos impaciente de marchar a la guerra. Le disculparéis cuando hayáis tropezado con la diosa en cuestión. ¡Tiene una piel, amigo mío…!
Angélica, que estaba apoyada contra un tapiz, vio de lejos que su padre sacaba un grandísimo pañuelo y se enjugaba la frente: y se le apretó el corazón. «¿Qué pueden importarles nuestras historias de mulos y de plomo argentífero? No logrará nada», pensó.
Una pena insoportable le apretaba la garganta. Se alejó y bajó al parque, sobre el cual se extendía ya la noche azul. Seguían oyéndose violines y guitarras en el fondo de los salones. Los lacayos, en filas, traían candelabros. Otros, subidos en escabeles, encendían las velas colocadas en brazos aplicados al muro, cuyos espejos multiplicaban los reflejos. «Cuando pienso —se decía Angélica, paseando despacio por los senderos— que mi pobre papá sentía escrúpulos por unos cuantos mulos que Molines quería vender a España en tiempo de guerra… ¿Traición…? Bien indiferente les es a esos príncipes, que, sin embargo, no viven más que gracias a la monarquía. ¿Es posible que piensen realmente en hacerle la guerra al rey…?»
Estaba al otro lado del castillo y ahora se encontraba al pie de la muralla que tantas veces había escalado para poder contemplar los tesoros de la estancia encantada. El lugar estaba desierto, porque las parejas que no huían de la bruma crepuscular, muy fresca en aquel anochecer de otoño, permanecían en los jardines, lejos de ese sitio.
Un instinto familiar le hizo quitarse los zapatos y con agilidad, a pesar de su larga falda, trepó hasta la cornisa del primer piso. Había anochecido ya por completo. Nadie que pasase por allí podría verla. La ventana estaba abierta. Angélica se inclinó a mirar. Adivinaba que, por primera vez, la pieza debía de estar habitada, porque la dorada luz de una lamparilla de aceite brillaba en ella. El misterio de los hermosos muebles, de los tapices, se acentuaba aún más. Se veían lucir como cristales de nieve los adornos de un bargueño de ébano.
De pronto vio dos figuras confusas que, reclinadas en un diván, se estrechaban en las sombras vacilantes. Parecían luchar fuertemente abrazadas. Al principio creyó que se trataba de un juego entre jóvenes; de una lucha entre pajes, antes de distinguir a la luz amarillenta de la débil lamparilla que los que allí estaban eran un hombre y una mujer. Se encontraba trastornada por el mareo y vagamente maravillada ante la escena, que ejercía sobre ella cierta impresión de belleza, y que, como campesina avispada que era, comprendía en su verdadero sentido.
Por fin se separaron. Ella alargó el brazo blanquísimo y tomó de una consola un frasco en el que brillaba el oscuro rubí del vino.
—¡Ay, querido! Juremos nuestro amor tomando de este vino del Rosellón que nuestro lacayo ha dejado aquí. Acercadme una copa.
El hombre, antes de obedecer, la tomó de la cintura y, estrechándola entre sus brazos, la besó. La dama llenó dos vasos, alargó uno a su enamorado y sorbió el contenido del otro con goce goloso.
De pronto, Angélica pensó que le gustaría estar allí, en el lugar de la mujer, saboreando aquel vino ardiente del Mediodía. «Es el chaudaut de los príncipes», pensó.
No se daba cuenta de su postura incómoda. Ahora veía por completo a la mujer, admiraba su busto perfectamente redondeado, sus piernas largas que había cruzado. De una bandeja la mujer sacó un durazno y lo mordió con fruición.
—¡Oh, los importunos! —exclamó de repente él, saltando del diván.
Angélica no oyó los golpes que alguien había dado a la puerta; creyó que la habían visto y se agazapó detrás de la torrecilla, más muerta que viva. Cuando miró de nuevo vio que el hombre se había envuelto en una bata de seda oscura. Su rostro, el de un joven de unos treinta años, era menos hermoso que el cuerpo, porque tenía la nariz demasiado larga y ojos encendidos, que le daban aspecto de ave de presa.
—Estoy en compañía de la duquesa de Beaufort —exclamó volviéndose hacia la puerta.
Pese a la advertencia, un lacayo apareció en el umbral.
—Perdone Vuestra Alteza. Acaba de presentarse en el castillo un monje que insiste en ser recibido por el señor de Condé. El señor marqués Du Plessis ha creído conveniente que vea en seguida a Vuestra Alteza.
—Que entre —murmuró el príncipe, después de pensarlo un instante.
Acercóse al secreter de ébano que estaba cerca de la ventana y abrió unos cajones.
El lacayo introdujo en la habitación a otro personaje: un monje encapuchado que se acercó inclinándose repetidas veces con notable flexibilidad. Al erguirse, mostró un rostro moreno en el cual brillaban alargados ojos lánguidos.
La llegada del eclesiástico no pareció molestar en absoluto a la dama tendida en el diván. Seguía mordiendo hermosas frutas con despreocupación. Apenas si se cubrió a medias con un chal.
El hombre del cabello oscuro, inclinado sobre el secreter, sacaba de él grandes sobres cerrados con sellos rojos.
—Padre —dijo sin volverse—, ¿es el señor Fouquet quien os envía?
—El mismo, monseñor.
El monje añadió una larga frase en un idioma que parecía un canto, y que Angélica supuso sería italiano. Cuando hablaba en francés ceceaba ligeramente, y había en él algo infantil que no carecía de encanto.
—Era inútil repetir la contraseña, señor Exili —dijo el príncipe de Condé—; os hubiera reconocido por vuestras señas personales y por esa manchita azul que tenéis en el ángulo del ojo. ¿Sois, pues, el artista más hábil de Europa en la difícil y sutil ciencia de los venenos?
—Vuestra Alteza me honra. No he hecho sino perfeccionar unas recetas legadas por mis antepasados florentinos.
—Las gentes de Italia son artistas en todos los géneros —exclamó Condé. Y se echó a reír con risa semejante al relincho de un caballo. Después su fisonomía volvió a adquirir su acostumbrada expresión dura—. ¿Traéis el encargo?
—Aquí está. —El fraile sacó de una de sus anchas mangas un cofrecillo esculpido. Él mismo lo abrió oprimiendo una de las molduras de madera preciosa—. Ved, monseñor; basta introducir la uña en el nacimiento del cuello de esta delicada figurita que lleva en el puño una paloma.
La tapa había vuelto a cerrarse. Sobre un pequeño cojín de raso brillaba una ampolla de vidrio llena de un líquido de color de esmeralda. El príncipe de Condé tomó con precaución la ampolleta y la miró al trasluz.
—Vitriolo romano —dijo suavemente el padre Exili—, preferido al sublimado corrosivo, que puede provocar la muerte en unas cuantas horas. Según las indicaciones que recibí del señor Fouquet, he creído comprender que ni vos, monseñor, ni vuestros amigos, deseabais que se provocasen sospechas demasiado ciertas entre la gente que rodea a la persona en cuestión. Esa persona será acometida de languidez, resistirá tal vez una semana, pero su enfermedad mortal no tendrá sino la apariencia de una irritación intestinal producida por un plato de caza corrompido o algún otro alimento poco fresco. Sería hábil hacer servir a la mesa de dicha persona almejas, ostras u otros mariscos cuyos efectos son a veces peligrosos. Echarles la culpa de una muerte tan pronta será un juego de niños.
—Os agradezco vuestros excelentes consejos, padre.
Condé seguía mirando la ampolla de color verde pálido; sus ojos tenían un fulgor de odio. Angélica experimentó una desilusión aguda. El dios del Amor bajado a la tierra dejaba de ser hermoso y le daba miedo.
—¡Cuidado, monseñor! Ese veneno no puede manejarse sino con infinitas precauciones. Para concentrarlo, yo mismo he debido ponerme una máscara de vidrio. Una gota que cayese sobre vuestra piel podría desarrollar en ella un mal que no se contentaría con menos que devorar uno de vuestros miembros. Si no os es posible verter vos mismo esta medicina en las viandas de la persona, recomendad al lacayo a quien confiéis la tarea que obre con cuidado y habilidad.
—Mi lacayo, que os ha introducido, es hombre de toda confianza. Gracias a una precaución de la cual me felicito, la persona en cuestión no le conoce. Creo que será fácil, en efecto, colocarlo cerca de él.
El príncipe lanzó una mirada burlona al monje, al cual dominaba con su alta estatura.
—Supongo que una vida consagrada a tal arte no os habrá hecho demasiado escrupuloso, señor Exili. Sin embargo, ¿qué pensaríais si os dijese que esta medicina está destinada a uno de vuestros compatriotas, a un italiano de los Abruzos?
Una sonrisa distendió los flexibles labios de Exili. Se inclinó inmediatamente.
—Tengo por compatriotas míos a aquellos que aprecian mis servicios en su justo valor, monseñor. Y, por el momento, el señor Fouquet, del Parlamento de París, se muestra más generoso conmigo que cierto italiano de los Abruzos a quien también conozco.
La risa caballuna de Condé volvió a estallar.
—¡Bravo, bravísimo, signor! Me gusta tener de mi parte a gentes de vuestra especie.