Así hablando, habían vuelto a donde estaban los caballos. Angélica montó a toda prisa para evitar la ayuda demasiado solícita de Nicolás, pero no pudo evitar que la mano morena del mozo rozase la suya al entregarle las riendas. «Es muy molesto —pensó, contrariada—. Será menester que lo ponga en su sitio severamente.» En las hondas callejas florecía el espino. Su aroma exquisito, recordándole los días de su infancia, apaciguó un poco su nerviosidad.
—Padre —dijo de pronto—, creo que os gustaría de mi parte una decisión rápida respecto al Conde de Peyrac. Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Me permitís que vaya a ver a Molines? Quisiera tener una conversación seria con él.
El barón miró al sol para calcular la hora.
—Pronto será mediodía. Creo que Molines tendrá mucho placer en recibirte a su mesa. Ve, hija mía. Nicolás te acompañará.
Angélica estuvo a punto de rehusar la escolta, pero no quiso aparentar que daba la menor importancia al campesino, y después de dirigir un alegre ademán de adiós a su padre, se lanzó a galope. El mozo, montado en un mulo, le dejó tomar la delantera.
Media hora más tarde Angélica, al pasar frente a la verja del castillo del Plessis, se inclinó tratando de descubrir, al cabo de la avenida de castaños, la blanca aparición. «Felipe», pensó. Y se asombró de que este nombre le hubiese vuelto a la memoria como para aumentar su melancolía. Pero los del Plessis seguían en París. Aunque partidario que había sido del señor de Condé, el marqués supo recobrar la gracia de la reina y del cardenal Mazarino, mientras que el señor príncipe, vencedor de Rocroi, uno de los más gloriosos generales de Francia, se iba vergonzosamente a servir al rey de España en Flandes.
Angélica se preguntó si la desaparición del cofrecillo con el veneno habría desempeñado algún papel en el destino del señor de Condé. En todo caso, ni el cardenal Mazarino, ni el rey, ni su hermano habían sido envenenados. Y se decía que el señor Fouquet, alma del complot contra Su Majestad, acababa de ser nombrado superintendente de Finanzas. Era divertido pensar que una chiquilla, oscura campesina, hubiera acaso cambiado el curso de la historia. Un día cualquiera tenía que asegurarse de si el cofrecillo seguía en su escondite. Y el paje a quien había acusado, ¿qué habrían hecho de él? ¡Bah! Eso no tenía importancia.
Angélica oyó el galope del mulo de Nicolás que se acercaba. Reanudó su carrera y pronto llegó a la casa del administrador.
Después del almuerzo, el intendente Molines hizo entrar a Angélica en el despachito donde algunos años antes había recibido a su padre. Allí había tenido origen el negocio de los mulos, y la joven recordó de pronto la respuesta ambigua que el administrador había dado a su pregunta de chiquilla práctica: «—Y a mí, ¿qué me darán? —Se os dará un marido.»
¿Pensaba ya en una alianza con aquel fantástico Conde de Toulouse? No era imposible, porque Molines tenía una inteligencia que veía lejos y entrelazaba mil proyectos. En realidad, el intendente del castillo vecino no le era antipático. Su actitud un tanto cautelosa era inherente a su calidad de subalterno. Un subalterno que tenía conciencia de ser más inteligente que sus amos.
Para la familia del pobre castillo vecino su intervención había sido una verdadera Providencia. Pero Angélica sabía que sólo el interés personal del intendente era el origen de sus larguezas y su ayuda. Y ello le quitaba el escrúpulo de creerse obligada a agradecerle y a deberle una gratitud humillante. Sin embargo, se asombraba de la verdadera simpatía que le inspiraba un hugonote labrador e interesado. «Es porque está empeñado en crear algo nuevo y tal vez sólido», pensó de pronto. Pero, por otra parte, no le hacía gracia estar mezclada en los proyectos del administrador como si fuera una borrica o un lingote de plomo.
—Señor Molines —dijo muy claramente—, mi padre me ha hablado con insistencia de un matrimonio que vos habíais planeado para mí con un cierto Conde de Peyrac. Dada la influencia muy grande que habéis adquirido sobre mi padre estos últimos años, no puedo dudar que vos también dais mucha importancia a ese matrimonio, es decir, que estoy llamada a desempeñar un papel en vuestras combinaciones comerciales. Desearía saber cuál es.
Una fría sonrisa distendió los labios de su interlocutor.
—Doy gracias al cielo por encontraros tal como prometíais llegar a ser cuando os llamaban en el pueblo el hada de las ciénagas. En efecto, he prometido al Conde de Peyrac una mujer bella e inteligente.
—Se comprometía usted a demasiado. Hubiera podido llegar a ser fea e idiota, lo cual os habría dejado malparado en vuestro oficio de casamentero.
—No me comprometo nunca sobre una mera presunción. Varias veces, relaciones que tengo en Poitiers me hablaron de vos, y yo mismo os vi el año pasado en una procesión.
—¿De modo que me teníais bajo vigilancia? —exclamó Angélica, furiosa—. ¿Como un melón que está madurando bajo su campana de vidrio?
La imagen le pareció tan cómica que se echó a reír y se le pasó el enojo. En el fondo prefería saber a qué atenerse, antes que dejarse atrapar en el lazo como una inocente oca.
—Si quisiera hablar el lenguaje de vuestro mundo —dijo gravemente Molines—, podría atrincherarme tras consideraciones tradicionales: una muchachita todavía muy joven no necesita saber por qué sus padres eligen para ella tal o cual marido. Los negocios de plomo y plata, de comercio y aduanas, no son de la competencia de las mujeres, y sobre todo de las damas nobles… Los asuntos de cría de animales, mucho menos. Pero creo conoceros, Angélica, y no os hablaré así.
No la ofendió el tono ya más familiar.
—¿Por qué pensáis que podéis hablarme de otro modo que a mi padre?
—Es difícil de explicar, señorita. No soy filósofo y mis estudios han consistido sobre todo en experiencias de trabajo. Perdonadme que sea demasiado franco. Pero os diré una cosa: las gentes de vuestro mundo no podrán comprender nunca lo que me anima:
el trabajo.
—Los campesinos trabajan mucho más, me parece.
—Padecen el trabajo, que no es lo mismo. Son estúpidos, abyectos e inconscientes de su propio interés, lo mismo que las gentes de la nobleza, que
no producen nada.
Estos últimos son seres inútiles, excepto para conducir guerras destructoras. Vuestro padre comienza a hacer algo, pero, dispensad que os lo diga, no
comprenderá jamás el trabajo.
—¿Creéis que no conseguirá nada? —dijo asustada la joven—. Creí, sin embargo, que su negocio marchaba, y la prueba está en que os interesáis por él.
—La prueba sería sobre todo que produjésemos varios millares de mulos al año y, aun más, que ello nos
produjese
una renta considerable y
creciente. Esa
es la señal verdadera de que un negocio marcha.
—¿Y no es a eso a lo que llegaremos algún día?
—No, porque un criadero, aunque sea importante y tenga reservas de dinero para los momentos difíciles, de enfermedades o guerras, sigue siendo siempre un criadero. Es, como el cultivo de la tierra, una cosa muy larga y de poca ganancia. Además, nunca ni la tierra ni los animales han enriquecido verdaderamente a los hombres. Recordad el ejemplo de los inmensos rebaños de los pastores de la Biblia, cuya vida era, sin embargo, tan frugal.
—Si estáis convencido de eso, no comprendo, señor Molines, que vos, tan prudente, os hayáis lanzado a tal negocio, largo y poco lucrativo.
—Ahí es donde vuestro padre y yo vamos a necesitar de vos.
—Sin embargo, no puedo ayudaros a hacer parir a las borricas más rápidamente.
—Podéis ayudarnos a doblar la ganancia.
—No veo absolutamente de qué modo.
—Vais a comprender la idea fácilmente. Lo que cuenta en un negocio rentable es ir de prisa, pero, como no podemos cambiar las leyes de Dios, nos vemos obligados a explotar la flaqueza del ingenio de los hombres. Así, pues, los mulos representan la fachada del negocio. Cubren los gastos corrientes y nos ponen a bien con la intendencia militar, a la cual vendemos cueros y animales. Permiten, sobre todo, circular libremente, con exenciones de aduana y peajes, y lanzar por los caminos recuas pesadamente cargadas. De este modo expedimos, con un contingente de mulos, plomo y plata con destino a Inglaterra. A la vuelta, los animales traen sacos de escorias negras que bautizamos con el nombre de «fundentes», productos necesarios para los trabajos de la mina, y que son, en realidad,
oro
y
plata
que vienen de la España en guerra pasando por Londres.
—No os puedo seguir, Molines. ¿Por qué enviáis plata a Londres para volverla a traer después?
—Vuelvo a traerla en cantidad doble o triple. En cuanto al oro, el Conde Joffrey de Peyrac posee en el Languedoc un yacimiento aurífero. Cuando tenga la mina de Argentiére, las operaciones de cambio que yo haga para él con esos dos metales preciosos no podrán parecer sospechosas en modo alguno, puesto que tanto el oro como la plata procederán oficialmente de las dos minas que le pertenecen. Ahí es donde reside nuestro
verdadero negocio.
Porque, comprendedme, el oro y la plata que se pueden explotar en Francia representan, repito, muy poca cosa; en cambio, sin engañar al fisco, ni a la aduana, ni a los consumos, hacemos entrar gran cantidad de oro y plata españoles. Los lingotes que yo ofrezco a los cambiantes no hablan. No pueden confesar que, en vez de provenir de Argentiére o del Languedoc, llegan de España por intermedio de Londres. Así, al mismo tiempo que proporcionamos un beneficio legal al tesoro real, podemos pasar, con el pretexto de trabajos mineros, cantidades importantes de metales preciosos sin pagar mano de obra ni derechos de aduana, y sin vernos arruinados por instalaciones importantes, porque nadie puede sospechar cuánto producimos aquí y tienen que atenerse a las cifras que declaramos.
—Pero… si se descubre ese tráfico, ¿no corréis el riesgo de ir a galeras?
—No fabricamos ninguna clase de moneda falsa. No tenemos, por otra parte, la menor intención de fabricarla nunca. Al contrario, alimentaremos regularmente al Tesoro de oro legítimo y bueno, de plata en lingotes que contrasta y sella y con los cuales acuñará moneda. Solamente validos de esas mínimas extracciones nacionales podremos, cuando las minas del Languedoc y de Argentiére estén reunidas bajo un mismo nombre, conseguir un rápido beneficio de los metales preciosos de España. Francia está llena de oro y plata procedentes de América; con eso el país ha perdido la afición al trabajo y no vive más que del trueque de materias primas. Los Bancos de Londres le sirven de intermediarios. España es, a la vez, el país más rico y más miserable del mundo. En cuanto a Francia, estas relaciones comerciales que una mala gestión económica le impide realizar a ojos vistas la enriquecerán casi a pesar suyo. Y a nosotros, antes, porque las sumas que hayamos invertido nos serán devueltas más pronto y con más provecho que con el comercio de una borrica que está preñada diez meses y no puede rendir más de un 10 % del capital invertido.
Angélica no podía menos de interesarse por aquellas ingeniosas combinaciones.
—Y con el plomo, ¿qué pensáis hacer? ¿Sirve únicamente de disfraz o puede utilizarse comercialmente?
—El plomo da buenas ganancias. Se necesita para la guerra y para la caza. Y en estos últimos años ha aumentado de valor, pues la reina madre ha hecho venir ingenieros florentinos para instalar baños en todas sus residencias, como ya lo había hecho su suegra Catalina de Médicis. Habréis visto uno en el Plessis, con su bañera y sus caños.
—Y vuestro amo el marqués, ¿está al corriente de tantos proyectos?
—No —dijo Molines, con sonrisa indulgente—. No entendería nada absolutamente, y lo menos que haría sería quitarme el cargo de intendente de sus dominios que cumplo, aún, con plena satisfacción suya.
—Y mi padre, ¿qué sabe de vuestro tráfico de oro y plata?
—Pensé que el hecho de saber que por sus tierras pasarían metales españoles le sería desagradable. ¿No es mejor que crea que las ganancias que le permiten vivir son frutos de un trabajo honrado y tradicional?
A Angélica la ofendió el tono irónico de Molines y protestó:
—¿Y por qué tengo yo derecho a que me descubráis vuestras combinaciones que huelen a galeras a diez leguas?
—No se trata de galeras, y aunque llegase a haber dificultades con los funcionarios administrativos, unos cuantos escudos las allanarían. Mazarino y Fouquet son personajes que tienen más criterio que los príncipes de la sangre y que el mismo rey, y es porque son poseedores de una inmensa fortuna. En cuanto a vos, sé que os encabritaréis entre las varas del carro hasta que hayáis comprendido por qué se desea que toméis parte en el asunto. El problema, en el fondo, es sencillo. El Conde de Peyrac necesita Argentiére. Y vuestro padre no la cederá sino como dote de una de sus hijas. Bien sabéis lo testarudo que es.
No venderá
jamás nada de su patrimonio. Y como Peyrac desea casarse con una señorita de la buena nobleza, le ha agradado la combinación.
—¿Y si yo me negase a compartir esa opinión?
—No creo que deseéis que vuestro padre sepa lo que es la prisión por deudas —dijo lentamente Molines—. Basta poca cosa para que volváis a caer todos en una miseria más grande que la que habéis conocido antaño. Y para vos misma, ¿qué sería el porvenir? Envejeceríais, como vuestras tías, en la pobreza… Para vuestros hermanos y hermanitas sería privarles de educación, y más tarde, de marchar al extranjero… —Al ver en los ojos de Angélica chispas de ira, añadió sumiso—: Pero ¿por qué obligarme a esbozar tan negro cuadro? Me figuré que erais de otro temple que esos nobles que se contentan con sus blasones por toda ropa y viven de las limosnas del rey… No se sale de las dificultades sin afrontarlas valerosamente, y pagando un poco con la propia persona. Lo cual significa hacer algo. Por eso no os he ocultado nada, para que pudierais saber cómo debéis cooperar.
Ninguna otra manera de expresarse podía alcanzar más directamente a Angélica. Nadie le había hablado jamás en lenguaje tan afín con su carácter. Se irguió como si hubiese recibido un latigazo. Volvía a ver a Monteloup en ruinas, a sus hermanos y hermanas tumbados en el estiércol, a su madre con las manos enrojecidas de frío, a su padre escribiendo una súplica que no iba a lograr respuesta… El intendente los había sacado de la miseria. Ahora había que pagar.
—Entendido —dijo fríamente—. Me casaré con el Conde de Peyrac.