—Es de buen tono —explicó el Conde de Carbón— ponerse este lunarcito de belleza en cualquier lugar del rostro.
—No tengo el cutis lo bastante blanco para que sea menester exagerar —dijo Angélica cerrando la caja. Colmada de regalos, vacilaba entre una alegría infantil y un gozo de mujer, que, teniendo el gusto instintivo del adorno y la belleza, se da cuenta de ello por primera vez.
—¿Y esto? —preguntó el marqués de Andijos—. ¿También vuestro cutis se niega a compartir su brillo?
Abrió un estuche plano. En la estancia donde se amontonaban las criadas, los lacayos y los mozos de labor resonó un grito, seguido de murmullos de admiración. Sobre el raso blanco brillaba una triple sarta de perlas de brillo purísimo un poco dorado. Nada podía haberse elegido mejor para una desposada joven. Completaban el juego los pendientes y dos sartas de perlas más pequeñas que Angélica creyó que serían brazaletes.
—Son adornos para el cabello —explicó el marqués de Andijos, que a pesar de su vientre y sus modales guerreros parecía muy entendido en asuntos de elegancia—. Levantaréis con ello vuestro cabello. A decir verdad, no sabría explicaros cómo.
—Os peinaré, señora —dijo una criada alta y fuerte, acercándose.
Más joven, se parecía por modo extraño a la nodriza Fantina Lozier. La misma sangre sarracena, traída por las antiguas invasiones, les había quemado la piel. Ya se cruzaban mutuamente miradas enemigas entre sus ojos igualmente oscuros.
—Es Margarita, hermana de leche del Conde de Peyrac. Ha estado al servicio de las grandes damas de Toulouse y ha residido mucho tiempo con sus amos en París. Será desde ahora vuestra doncella.
Con habilidad, la criada levantó la larga cabellera dorada y la aprisionó con lazadas de perlas. Después desprendió de las orejas de Angélica las piedrecillas modestas que su padre le había regalado el día de su primera comunión y prendió en ellas los suntuosos aretes. Por último, le puso el collar.
—¡Ah! Habría que descubrir un poco más el pecho —exclamó el baroncíto Cerbalaud, cuyos ojos, negros como las zarzamoras del bosque después de la lluvia, querían adivinar las formas graciosas de la joven.
El marqués de Andijos le dio sin ceremonia un bastonazo en la cabeza. Un paje se precipitó trayendo un espejo. Angélica se vio en su nuevo esplendor. Todo parecía brillar en ella, hasta su piel lisa, apenas teñida de rosa en los pómulos. Un placer súbito le hizo abrir los labios en hechicera sonrisa. «Soy hermosa», pensó. Pero todo se nubló ante sus ojos, y de las profundidades del espejo le pareció oír subir la odiosa burla: «¡Rengo! ¡Rengo! ¡Y más feo que el diablo! ¡Hermoso esposo vais a tener, señorita de Sancé!»
El matrimonio por poder se celebró ocho días después, y los regocijos duraron tres días. Se danzó en todos los pueblos del contorno, y la noche de la boda se dispararon petardos y cohetes en Monteloup.
En el patio del castillo y en los prados vecinos había grandes mesas provistas de jarras de vino y sidra y de todas clases de viandas y frutos que los campesinos venían a comer unos tras otros, asombrados ante aquellos gascones tolosanos ruidosos, cuyas panderetas, laúdes, violines y voces de ruiseñor se burlaban del gaitero y el dulzainero de la aldea.
El último atardecer antes de la marcha de la novia para el lejano país de Languedoc hubo un gran festín en el patio del castillo que reunió a todos los notables y castellanos de los alrededores. El señor Molines asistió con su mujer y su hija.
En la gran cámara donde tantas veces, de noche, Angélica había oído rechinar las veletas enormes del viejo castillo, la nodriza la ayudaba a vestirse. Después de haber cepillado con amor sus hermosos cabellos le presentó el vestido de color de turquesa y le abrochó la
busquiére
adornada de joyas.
—¡Qué hermosa eres! ¡Qué bonita estás, pajarita mía! —suspiraba con aire desconsolado—. Tu pecho es tan firme que no tendrías necesidad de usar estos duros corsés.
—¿No estoy demasiado escotada, nodriza?
—Una gran dama tiene que enseñar el busto, ¡Qué hermosa estás! ¡Y para quién, Dios Santo! —suspiró con voz ahogada. Angélica vio que el rostro de su Fantina estaba inundado de lágrimas.
—No llores, ama, que me vas a quitar el valor.
—Falta te va a hacer, ¡ah, hija mía…! Inclina la cabeza para que pueda abrocharte el collar. Las perlas del cabello se las dejaremos a Margarita; no entiendo nada de estos enredos… ¡Ay, mi pajarita, qué pena tan grande! Cuando pienso que esta desgalichada grandota que apesta a ajo desde media legua será la que te lave y acicale el día de tu boda. ¡Ay, qué pena tan grande!
Se arrodilló para arreglar en el suelo la cola del manto. Angélica la oía sollozar. No podía figurarse desesperación tan grande, y la ansiedad que le apuñalaba el corazón aumentó. Siempre de rodillas, Fantina murmuró:
—Perdóname, hija, por no haber sabido defenderte, yo que te he alimentado con mi leche. Pero, desde que hace ya demasiados días empecé a oír hablar de ese hombre, no he podido pegar los ojos ni una sola noche.
—¿Qué cuentan de él?
La nodriza se puso de pie; volvía a recobrar su mirada nocturnal de profetisa.
—Oro, oro… Tiene el castillo lleno de oro…
—Tener oro no es pecado, nodriza. Mira cuántos regalos me ha dado. Estoy encantada con ellos.
—No te engañes, hija. Es oro maldito. Lo hace en sus redomas, con sus filtros. Uno de sus pajes, el que toca tan bien la pandereta, Enrico, me contó que en su palacio de Toulouse, un palacio rojo como la sangre, hay toda un ala donde no puede entrar nadie. El que guarda la entrada es un hombre completamente negro, tan negro como el fondo de mis marmitas. Un día en que el guarda estaba ausente Enrico vio por la puerta entreabierta una sala grande llena de bolas de vidrio, alambiques y tubos. ¡Y todo eso silbaba, hervía! De pronto brotó una llama y sonó un trueno. Enrico huyó…
—Ese crío tiene mucha imaginación, como todas las gentes del Sur.
—¡Ay! Tenía un acento de verdad y espanto en la voz que no engaña. Ese Conde de Peyrac es un hombre que ha buscado el poder y la riqueza de acuerdo con el Malo, sí, sí. ¡Un Gil de Retz, eso es lo que es! ¡Un Gil de Retz que ni siquiera es del Poitou!
—¡No digas simplezas! —replicó Angélica con dureza—. Nadie ha contado nunca que se coma a los niños.
—Atrae a las mujeres —balbució la nodriza— con hechizos extraños. En su palacio se celebran orgías. Parece que el arzobispo de Toulouse lo ha denunciado públicamente desde el pulpito, explicando que es un escándalo, una cosa del demonio. Y ese pagano de lacayo me lo contaba ayer en la cocina riéndose como un loco y diciendo que después del sermón el Conde de Peyrac dio orden a sus gentes de apalear a los pajes y lacayos del arzobispo, y que hubo peleas en la catedral. ¿Crees que tales abominaciones podrían suceder entre nosotros? Y todo ese oro que tiene, ¿adonde lo ha ido a buscar? Sus padres no le dejaron más que deudas y tierras hipotecadas. Es un señor que no ha hecho la corte ni al rey ni a los grandes. Dicen que cuando el príncipe de Orleáns, que es gobernador del Languedoc, fue a Toulouse, el Conde se negó a doblar la rodilla ante él bajo pretexto de que le dolía. Y como
Monsieur
le hiciera observar, sin enojarse, que podía conseguir del rey muchos y grandes beneficios, el Conde de Peyrac le respondió que…
Fantina se interrumpió y empezó muy solícita a prender alfileres acá y allá, en la falda de Angélica, donde no hacía falta ninguno.
—¿Le respondió qué?
—Que por muy largo que tuviese el brazo, no podía alargarle a él la pierna. ¡Qué insolencia!
Angélica se miraba en el espejito redondo del neceser y se alisaba las cejas cuidadosamente depiladas por Margarita.
—Entonces, lo que me contaron de que es rengo, ¿es verdad? —dijo, esforzándose por dar a su voz un tono indiferente.
—Es verdad, pajarita mía. ¡Ay, Jesús! ¡Tú tan hermosa!
—Cállate, nodriza. Me fastidias con tantos suspiros. Ve a llamar a Margarita para que me peine y no vuelvas a hablar del Conde de Peyrac como acabas de hacerlo. No olvides que, de aquí en adelante, es mi marido.
En el patio, al llegar la noche, habían encendido antorchas. Los músicos, agrupados en el pórtico formando una pequeña orquesta de dos violines, un laúd, una flauta y un oboe, acompañaban en sordina las ruidosas conversaciones. Angélica pidió de pronto que fuesen a buscar al músico del pueblo para que pudiesen bailar los campesinos en el gran prado al pie del castillo. No estaba acostumbrada a aquella otra música un tanto melindrosa, hecha para la Corte y los oídos de los señores cubiertos de encajes. Una vez más quería escuchar las dulzainas del Poitou y el sonido del caramillo marcando el choque sordo de los zuecos campesinos.
El cielo estaba estrellado, pero aterciopelado por ligera niebla que ponía un halo dorado en torno a la luna. Las viandas y ios buenos vinos desfilaban sin cesar. Alguien colocó una cestilla llena de panecillos redondos aún calientes delante de Angélica y se quedó allí hasta que la joven levantó los ojos hacia quien se la había ofrecido. Vio un hombre alto, vestido de rico paño gris claro del color que usan los molineros. Llevaba los cabellos abundantemente empolvados a la manera de los nobles; su gorguera y sus cañones eran de lienzo fino.
—Aquí está Valentín, el hijo del molinero, que trae su homenaje a la novia —exclamó el barón Armando.
—Valentín —dijo Angélica sonriendo—, no te había visto desde mi vuelta al país. ¿Sigues yendo a los canales en busca de angélica para los monjes del Nieul?
El joven se inclinó profundamente, sin responder. Esperó a que se hubiese servido y después, levantando la cesta, la pasó a la redonda y se perdió en la multitud y en la noche. «Si todas estas gentes se callasen, oiría a estas horas croar las ranas del pantano —pensó Angélica—. Si vuelvo, dentro de algunos años, acaso no las oiré ya, porque las aguas habrán retrocedido ante nuevas obras.»
—Probad esto; es absolutamente necesario —le dijo al oído la voz del marqués de Andijos.
Le presentaba un plato de aspecto no muy tentador, pero de olor muy fino.
—Es un guiso de trufas verdes, señora, que vienen frescas del Perigord. Habéis de saber que la trufa es divina y mágica. No hay mejor manjar que prepare el cuerpo de una esposa joven a recibir los homenajes de su marido. La trufa da calor a las entrañas, aviva la sangre y hace que la piel se conmueva fácilmente con las caricias.
—Pues no veo la necesidad de comerlas esta noche —dijo fríamente Angélica, rechazando la marmita de plata—, puesto que no he de encontrar a mi marido hasta dentro de varias semanas.
—Pero debéis prepararos, señora. Creedme, la trufa es la mejor amiga del himeneo. Si observáis su régimen delicioso, seréis toda ternura la noche de vuestra boda.
—En mi país —dijo Angélica mirándole a la cara y sonriendo con malicia— antes de Navidad atracan a los gansos de hinojo, para que su carne resulte más sabrosa la noche en que se los comen asados…
El marqués, medio ebrio, se echó a reír ruidosamente.
—¡Ay, cómo me gustaría ser el que ha de comerse esta gansita! —dijo, inclinándose tanto hacia ella que le rozó la mejilla con el mostacho—. ¡Que Dios me Condene —agregó, irguiéndose y poniéndose una mano sobre el corazón— si me dejo arrastrar y pronuncio más palabras incorrectas! ¡Ay de mí! No tengo yo toda la culpa, porque vine engañado. Cuando mi amigo Joffrey de Peyrac me pidió que representara ante vos el papel y las formalidades de marido, sin tener sus encantadores derechos, le hice jurar que erais jorobada y bizca, pero veo que una vez más no se tomó el trabajo de ahorrarme tormentos. ¿De veras no queréis probar las trufas?
—No, gracias.
—Entonces me las comeré yo —dijo haciendo un gesto dolido que en otra ocasión habría divertido a la joven—. Me las comeré, aunque sea un marido fingido y soltero por añadidura. Espero que la suerte me sea favorable y ponga en mi camino, esta noche de fiesta, algunas damas menos crueles que vos.
Angélica se esforzó por sonreír ante aquellas locuras. Antorchas y velas despedían un calor insoportable. No corría ni un soplo de aire. Cantaban. Bebían. El olor de los vinos y las viandas era pesado.
Angélica se pasó un dedo por las sienes y las halló húmedas. «¿Qué tengo? —pensó—. Me parece que voy a estallar, que voy a gritarles a todos palabras de odio. ¿Por qué…? Mi padre es feliz. Me casa casi principescamente. Las tías están locas de júbilo. El Conde de Peyrac les ha enviado collares de roca de los Pirineos y toda clase de chucherías para adornarse. Mis hermanos y hermanas podrán recibir buena educación. Y yo, ¿por qué me quejo? Siempre nos ponían en guardia en el convento contra los sueños romancescos. Un esposo rico y de buena casa, ¿no es el fin primero para una hija de familia noble?»
Un temblor semejante al de los caballos rendidos de cansancio la sobrecogió. Sin embargo, no estaba cansada. Era una reacción nerviosa, una rebeldía física, que en el momento más inesperado cedía.
«¿Tendré miedo? Siempre esas malditas historias de la nodriza, que cree ver al demonio por todas partes. ¿Por qué la he de creer? Ni Molines ni mi padre me han ocultado que el Conde de Peyrac es un sabio. Pero de eso a imaginar semejantes orgías demoníacas hay mucha distancia. Si la nodriza creyese de veras que voy a caer entre las manos de semejante ser, no me dejaría marchar. No, de eso no tengo miedo. No creo en ello.»
A su lado, el marqués de Andijos, con la servilleta prendida al cuello, levantaba con una mano una jugosa trufa y con la otra el vaso de burdeos. Declamaba con voz ligeramente destemplada, cuyo acento se perdía de vez en cuando en un eructo satisfecho:
—¡Oh trufa divina, bienhechora de los enamorados! ¡Derrama en mis venas el ánimo glorioso del amor! ¡Acariciaré a mi amada hasta el alba!
«¡A eso, a eso es a lo que me niego! —pensó súbitamente Angélica—. Eso es lo que no podré nunca soportar.» Tuvo la visión del señor espantoso y deforme, cuya presa iba pronto a ser. En el silencio de las noches de aquel lejano Languedoc el hombre desconocido tendría sobre ella todos los derechos. Podría llamar, llorar, suplicar. Nadie acudiría. La había comprado. Se la habían vendido. ¡Y así hasta el fin de la vida!
«He aquí lo que todos están pensando y nadie dice, lo que tal vez se cuchichea en las cocinas, entre lacayos y sirvientes. Por eso veo una especie de lástima por mí en los ojos de esos músicos del Sur, en los del lindo Enrico, el del cabello encrespado, que toca tan bien la pandereta. Pero su hipocresía es mayor que su lástima. ¡Una sola persona sacrificada y tanta gente contenta! El oro y el vino corren a raudales, ¿qué importa lo que vaya a suceder entre su amo y yo? ¡Ah, lo juro, nunca me pondrá las manos encima!» Se levantó invadida por una ira terrible. El esfuerzo que hacía por dominarse casi la ponía enferma. En el barullo de la fiesta nadie reparó en su marcha. Al tropezar con el mayordomo que su padre había contratado en Niort, llamado Clemente Tonnel, le preguntó dónde estaba el lacayo Nicolás…