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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (45 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¿Habéis visto esos sombreros planos con sus plumitas flacas? —murmuró Péguilin, muerto de risa.

—¿Y las damas? Una serie de espantapájaros con los huesos que apuntan bajo las mantillas.

—En su país, las hermosas casadas están siempre en casa, detrás de las rejas.

—Parece que la infanta viste todavía un guardainfante con aros de hierro tan grandes que tiene que ponerse de costado para pasar por las puertas.

—Y el corsé apretado hasta el punto de que parecería que no tuviera pechos, y eso que los tiene muy bellos —dijo la señora de Motteville ahuecando algunos encajes sobre su magro torso.

Joffrey de Peyrac dejó caer sobre ella su mirada más cáustica.

—De veras, es preciso que los sastres de Madrid sean muy poco expertos para dañar de tal modo lo que es bello, mientras los de París son tan hábiles para hacer valer lo que ya casi no existe.

Angélica le pellizcó por debajo de la manga de terciopelo. Él se echó a reír y le besó la mano con aire de complicidad. Ella sospechó que ocultaba una preocupación, pero después, distraída, no pensó más en ello.

De pronto se hizo el silencio. El rey de España acababa de entrar. Angélica, que no era muy alta, consiguió subirse a un escabel.

—Parece una momia —dijo Péguilin.

El cutis de Felipe IV parecía, en efecto, de pergamino. La sangre agotada, demasiado fluida, ponía en sus mejillas una especie de matiz rosado. Se acercó a la mesa con andar de autómata. Sus grandes ojos tristes no parpadearon. Su mentón, de notable prognatismo, sostenía un labio rojo que, con el escaso cabello de color rubio cobrizo, acentuaba su aspecto de enfermo.

Sin embargo, penetrado de su grandeza casi divina de soberano, no hacía ademán alguno que no respondiese a la obligación exacta de la etiqueta. Paralizado por las ligaduras de su poder, solitario en su mesa, comía como si oficiase. Un remolino de la multitud que no cesaba de aumentar empujó de pronto las primeras filas hacia delante. La mesa real casi se volcó.

La atmósfera se iba haciendo irresistible. Felipe IV se sintió molesto. Se le vio llevarse la mano a la garganta y buscar aire apartando la golilla de encaje. Pero en seguida volvió a adoptar su postura hierática como actor concienzudo hasta el martirio.

—¿Quién diría que ese espectro engendra con la misma facilidad que un gallo? —dijo el incorregible Lauzun en cuanto, terminada la comida, salieron al aire libre—. Sus hijos naturales lloriquean por los corredores del palacio real, y su segunda mujer no cesa de traer al mundo niños raquíticos que pasan rápidamente de la cuna al pudridero de El Escorial.

—El último murió durante la embajada de mi padre en Madrid, cuando fue a pedir la mano de la infanta —dijo Louvigny, hijo segundo del duque de Gramont—. Después ha nacido otro que no tiene más que un soplo de vida.

—Se morirá, y entonces ¿quién será heredera del trono de Carlos V? —El marqués de Humiéres exclamó con entusiasmo—: La infanta, nuestra reina.

—Veis demasiado grande y demasiado lejos —protestó el duque de Bouillon, pesimista.

—¿Quién os dice que tal porvenir no ha sido previsto por Su Eminencia el cardenal y hasta por Su Majestad?

—Sin duda, pero las ambiciones demasiado grandes no son nada favorables a la paz.

Su larga nariz, dirigida hacia el viento del mar, parecía olfatear relentes siniestros, y murmuró:

—¡La paz! ¡La paz! No tardará diez años en vacilar.

No tardó dos horas.

De pronto todo pareció hundirse, pues corrió el rumor de que no habría boda. Don Luis de Haro y el cardenal Mazarino habían esperado demasiado para arreglar los últimos detalles de la paz y resolver sobre algunos puntos espinosos —aldeas, caminos y fronteras— en los cuales cada uno quería sacar ventaja aprovechándose del entusiasmo de las fiestas. Ni el uno ni el otro querían retroceder. La guerra continuaría. Hubo medio día de vacilación angustiada. Se hizo intervenir al dios Amor entre los dos novios, que nunca se habían visto, y Ondedeï pudo transmitir un mensaje a la infanta en que se le encarecía la impaciencia del rey por conocerla. Una hija es todopoderosa sobre el corazón de su padre. Por muy dócil que fuera, la infanta no tenía deseo alguno de volverse a Madrid, después de haber estado tan cerca del Sol… Hizo comprender a Felipe IV que quería a su marido, y el orden de las ceremonias, perturbado un momento, volvió a seguir su curso.

El matrimonio por poderes tuvo lugar en la orilla española, en San Sebastián. La
Grande Mademoiselle
se llevó consigo a Angélica. La hija de Gastón de Orleáns, de luto por su padre, no debía asistir a la celebración. Pero decidió verla de incógnito, es decir, atándose un pañuelo de seda a la cabeza y no poniéndose polvos.

La procesión a través de las calles de la ciudad pareció a los franceses una bacanal extraña. Cien bailadores vestidos de blanco con cascabeles en las piernas pasaban haciendo juegos con espadas; detrás, cincuenta mozos enmascarados hacían resonar sus panderetas. Seguían tres gigantones de mimbre vestidos de reyes moros y tan altos que llegaban hasta el primer piso de las casas, un San Cristóbal gigante, un espantoso dragón más grande que seis ballenas y por fin, bajo un palio, el Santísimo Sacramento, en una custodia de oro gigantesca y ante la cual se arrodillaba la multitud.

Aquellas pantomimas barrocas, aquellas exageraciones místicas dejaban atontados a los extranjeros. En la iglesia, detrás del tabernáculo, una escalinata se elevaba hasta las bóvedas, cargada de millares de cirios. Angélica miraba, deslumbrada, aquella zarza ardiendo. El olor del incienso acentuaba el carácter insólito, morisco, de la catedral. En la oscuridad de las bóvedas y las naves laterales se veían brillar las retorcidas columnas de tres tribunas superpuestas donde se amontonaban a un lado los hombres y al otro las damas.

La espera fue larga. Los sacerdotes, entretanto, hablaban con los franceses, y la señora de Motteville, oculta en la sombra, se horrorizó una vez más de las cosas que oyó.

—Perdone. Déjeme pasar —dijo una ronca voz española, cerca de Angélica.

Miró en derredor y, bajando los ojos, vio una criatura extraña. Era una enana tan ancha como alta, con rostro de fealdad no desagradable. Su mano torneada se apoyaba en el pescuezo de un gran lebrel negro. Seguíala un enano, vestido lo mismo que ella con ropas suntuosas y amplia golilla, pero la expresión de su rostro era astuta, y al mirarle, daban ganas de echarse a reír.

La gente se apartó para dejar pasar a la pareja diminuta y al gran animal.

—Es la enana de la infanta y su bufón Tomassini —dijo alguien—. Al parecer, los trae a Francia.

—¿Para qué necesita de esos enanos? Ya tendrá en Francia con qué reírse.

—Dicen que sólo su enana debe prepararle el chocolate con canela.

Allá abajo Angélica vio elevarse una figura imponente y austera: era monseñor de Fontenac, vestido de raso malva y muceta de armiño, que subía a una de las tribunas de madera dorada. Se inclinó por encima del barandal. En sus ojos brillaba fuego destructor. Hablaba con alguien a quien Angélica no veía. Alarmada de pronto, se abrió paso en dirección del prelado. Joffrey de Peyrac, al pie de la escalera, levantaba su rostro irónico hacia el arzobispo.

—Acordaos del «oro de Toulouse» —decía este último a media voz—. Cuando Servilio Cepión hubo saqueado los templos de Toulouse, fue vencido en castigo de su impiedad. He aquí por qué la expresión proverbial «el oro de Toulouse» hace alusión a las desdichas que traen consigo las riquezas mal adquiridas.

El conde de Peyrac seguía sonriendo.

—Os quiero —murmuró— y os admiro. Tenéis el candor y la crueldad de los puros. Veo brillar en vuestros ojos las llamas de la Inquisición. ¿De modo que no me dejaréis escapar?

—Adiós, señor —dijo el arzobispo frunciendo los labios.

—Adiós, Foulques de Neuilly.

Los cirios lanzaban sus fulgores sobre el rostro de Joffrey de Peyrac. Miraba a lo lejos.

—¿Qué sucede ahora? —dijo en voz baja Angélica.

—Nada, hermosa mía. Nuestra eterna querella…

El rey de España, pálido como un muerto, se adelantaba por la nave central, sin aparato, llevando a la infanta de la mano.

La infanta tenía una blancura de piel conservada en la penumbra de los austeros palacios madrileños, ojos azules, cabellos de seda pálida ahuecados por postizos, aire sumiso y apacible. Más parecía flamenca que española. Su traje de lana blanca muy poco bordado pareció horrible. El rey llevó a su hija hasta el altar, donde se arrodilló. Don Luis de Haro, que la desposaba en nombre del rey de Francia, estaba a su lado, pero bastante lejos de ella. Cuando llegó el instante de los juramentos, la infanta y don Luis alargaron el brazo el uno hacia el otro, pero sin llegar a tocarse. Al mismo tiempo, la infanta puso la mano en la de su padre y lo besó. Corrieron lágrimas sobre las mejillas de marfil del monarca. La
Grande Mademoiselle
se sonó ruidosamente.

XXVII
Las bodas del rey.
Desaparición del conde de Peyrac

—¿Cantaréis para nosotros? —preguntó el rey.

Joffrey de Peyrac se estremeció. Volvió hacia Luis XIV una mirada altiva y lo contempló como lo habría hecho con un desconocido que no le hubieran presentado. Angélica tembló. Le tomó la mano.

—Canta para mí —le dijo a media voz.

El conde sonrió e hizo una seña a Bernardo de Andijos, que se precipitó fuera del salón.

Terminaba la velada. Junto a la reina madre, al cardenal, al rey y a su hermana estaba sentada la infanta, muy derecha, con los ojos bajos ante aquel esposo al cual iba a unirse en las ceremonias del día siguiente. Su separación de España se había consumado. Felipe IV, con el corazón destrozado y acompañado de sus hidalgos, volvía a tomar el camino de Madrid, dejando a la infanta altiva y pura en prenda de la nueva paz…

Giovani, el muchacho violinista, atravesó las filas de los cortesanos y presentó al conde su guitarra y su antifaz.

—¿Por qué os enmascaráis? —preguntó el rey.

—La voz del amor no tiene rostro —respondió Peyrac—, y cuando los hermosos ojos de las damas sueñan, es preciso que no venga a turbarlos ninguna fealdad.

Preludió y empezó a cantar, mezclando canciones antiguas en lengua de oc y las coplas de amor que estaban de moda. Por fin, irguiéndose en toda su estatura, fue a sentarse a los pies de la infanta y entonó una endemoniada canción española, cortada por roncos gritos a la manera árabe, en la que ardían toda la pasión y el empuje de la península ibérica.

El insignificante rostro de nácar y rosa acabó por conmoverse; los párpados de la infanta se levantaron, y se vio brillar sus ojos. Acaso volvía a vivir por última vez su existencia enclaustrada de niña diosa, entre su camarera mayor, sus doncellas y los enanos que la hacían reír, existencia austera y lenta, pero familiar, en que se jugaba a las cartas, se recibían visitas de religiosas que hacían predicciones, se organizaban colaciones de confituras y de pastelillos perfumados de azahar y violetas. La infanta tuvo una expresión de susto al ver en torno suyo todos aquellos rostros franceses.

—Nos habéis encantado —dijo el rey al cantor—. Sólo una cosa deseo, y es tener a menudo ocasión de volver a escucharos.

La mirada de Joffrey de Peyrac brilló de un modo extraño detrás del antifaz.

—Nadie lo desea más que yo, señor. Pero todo depende de Vuestra Majestad, ¿no es cierto?

Angélica creyó ver que el soberano fruncía ligeramente el ceño.

—Es verdad. Me place oíroslo decir, señor de Peyrac —dijo un tanto secamente.

Al volver a casa, a hora muy avanzada de la noche, Angélica se arrancó las ropas vivamente sin aguardar la ayuda de la criada y se tendió en el lecho lanzando un suspiro.

—Estoy deshecha, Joffrey. Creo que no estoy adiestrada aún para la Corte. ¿Cómo se las arreglan estas gentes para absorber tantos placeres y encontrar además el medio de engañarse unos a otros por la noche?

El conde se tendió junto a ella sin responder. Hacía tanto calor que hasta el simple contacto de las sábanas molestaba. Por la ventana abierta entraba el fulgor rojizo de las antorchas que pasaban por la calle, iluminando hasta el fondo del lecho, cuyas cortinas habían dejado levantadas. San Juan de Luz continuaba solícitamente los preparativos para el día siguiente.

—Si no duermo un poco me derrumbaré durante la ceremonia —dijo Angélica bostezando. Joffrey adelantó la mano y la acarició. Angélica protestó medio dormida:

—¡Ay, Joffrey, tengo tanto sueño…!

Él no insistió, y ella le miró a través de las pestañas para ver si no se había enojado. Apoyado en un codo, la observaba sonriendo a medias.

—Duerme, amor mío —dijo.

Cuando despertó, Angélica pudo creer que él no se había movido: continuaba mirándola. Ella le sonrió. Había refrescado. Estaba aún oscuro, pero el cielo iba tomando un tinte verdoso, preludio del deslumbramiento de la aurora. Una languidez fugitiva había apaciguado la pequeña ciudad.

Aún adormilada, Angélica se estiró hacia él, y sus brazos se encontraron y se anudaron. Cuando se separaron, el sol estaba ya alto en el cielo.

—¿Quién diría que tenemos en perspectiva una jornada fatigosa? —dijo Angélica riendo. Margarita llamaba a la puerta.

—¡Señora, señora, ya es hora! Las carrozas ya se encaminan a la catedral, y no vais a encontrar sitio para ver el cortejo.

Este era poco numeroso. Seis personajes iban a pie por el camino cubierto de alfombras.

A la cabeza marchaba el cardenal-príncipe de Conti, brillante y fogoso, antiguo héroe de la Fronda, cuya presencia en aquel fausto día confirmaba por una y otra parte la voluntad de olvidar tristes recuerdos.

Después seguía el cardenal Mazarino, vestido de púrpura. A cierta distancia avanzaba el rey en traje de brocado de oro velado por un amplio encaje negro. A uno y otro lado lo escoltaban el marqués de Humiéres y Péguilin de Lauzun, capitanes de las dos compañías de gentiles hombres reales, empuñando cada uno el bastón azul insignia de su empleo.

Seguíales los pasos la infanta, la nueva reina, teniendo a su derecha a
Monsieur,
hermano del rey, y a su izquierda a su caballero de honor, señor de Bernonville. El traje de la reina era de brocado de plata, y el manto de terciopelo violeta sembrado de flores de lis de oro. El manto, muy corto en los costados, tenía diez varas en la punta. Lo sostenían las primitas del rey, señoritas de Valois y de Alenzón, y la princesa de Carignan. Además, dos damas sostenían sobre la cabeza de la soberana una corona cerrada. El deslumbrador grupo adelantaba con trabajo por la estrecha calle, a lo largo de la cual estaban formados suizos, guardas franceses y mosqueteros.

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