—Creo que la
Grande Mademoiselle
no se equivoca del todo cuando dice que tenéis aspecto aterrador.
—Sería empeño inútil querer atenuar mi fealdad —dijo el conde—. Si intentase vestirme como un
mignon,
sería ridículo y lamentable, de modo que me pongo un atavío de acuerdo con mi rostro.
Angélica miró aquel rostro. Era suyo. Lo había acariciado, conocía los menores surcos. Sonrió y murmuró:
—¡Amor mío!
El conde se había vestido de negro y plata. El manto de muaré negro estaba velado por un encaje de plata sujeto por diamantes. Dejaba ver un jubón de brocado de plata adornado con encajes negros de punto delicadísimo. Los mismos encajes con tres volantes pendían en las rodillas, bajo la
rhingrave
de terciopelo oscuro. Los zapatos llevaban hebillas de diamantes. La corbata, que no tenía forma de gorguera sino de ancho lazo, estaba también bordada de diamantes pequeñísimos. En los dedos, multitud de diamantes y un solo rubí grande.
El conde se tocó con un chambergo de plumas blancas y preguntó si Kuassi-Ba se había encargado de los presentes que debían ofrecer al rey para su novia. El negro estaba fuera, delante de la puerta, y era objeto de la admiración de todos los que pasaban, con su jubón de terciopelo rojo cereza, sus amplios calzones blancos a la turca, su turbante también blanco y su sable corvo. Llevaba sobre un almohadón una cajita de hermosísimo tafilete rojo claveteado de oro.
Dos sillas de mano esperaban al conde y a Angélica. Lleváronlos rápidamente a la casa en que el rey, su madre y el cardenal estaban alojados. Como todas las de San Juan de Luz, era una estrecha casa a la española, llena de balaustradas y rampas retorcidas de madera dorada. Los cortesanos desbordaban por la plaza, donde el viento del mar sacudía las plumas de los sombreros, trayendo a bocanadas el sabor salino del océano.
Angélica sintió que el corazón le daba golpes cuando pasó los escalones del umbral. «¡Voy a ver al rey! ¡A la reina madre! ¡Al cardenal!» ¡Qué cerca había estado siempre ella de las desventuras de aquel niño, asaltado por las malvadas multitudes de París, huyendo a través de la Francia destrozada por la Fronda de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, a merced de las facciones de los príncipes, traicionado, abandonado, y, por fin, victorioso! Ahora recogía el fruto de sus luchas. Y, aún más que el rey, la mujer a quien Angélica divisaba en el fondo de la sala, envuelta en sus velos negros, con su cutis mate de española, su aire a la vez distante y amable, sus manos pequeñas y perfectas, la reina madre saboreaba la hora del triunfo.
Angélica y su marido atravesaron la habitación, cuya piso brillaba. Dos negritos sostenían el manto de la joven, de tisú de oro rizado y cincelado, en contraste con el tisú brillante de la falda y el cuerpo. El gigante Kuassi-Ba les seguía. Había poca luz y hacía mucho calor a causa de los tapices y la multitud.
El primer gentilhombre de la casa anunció:
—Conde de Peyrac de Morens de Irristru. Angélica se hundió en una reverencia.
Tenía el corazón en la garganta. Ante ella se alzaba una masa negra y roja: la reina madre y el cardenal. Pensaba: «Joffrey debiera inclinarse más profundamente. Hace poco ha saludado tan bien a la
Grande Mademoiselle.
Pero ante el más grande apenas retira un poco el pie… Binet tiene razón… Binet tiene razón…» Era estúpido ponerse a pensar en el bueno de Binet y repetirse que tenía razón. ¿Por qué? Después de todo…
—Nos regocija veros, conde, y cumplimentar y admirar a vuestra señora, de la cual ya nos habían hablado tan bien. Pero, cosa contraria a las leyes, comprobamos que el elogio se queda corto ante la realidad —dijo una voz.
Angélica levantó los ojos. Cruzóse su mirada con otra oscura y brillante que la examinaba con mucha atención: la mirada del rey.
Vestido con riqueza, el rey era de talla mediana, pero estaba tan derecho que parecía más importante que todos sus cortesanos. Angélica le encontró el cutis ligeramente marcado por las viruelas que había padecido en la infancia. Tenía la nariz demasiado larga, pero su boca era fuerte y acariciadora bajo la línea oscura, apenas trazada, de un bigote pequeño. La cabellera castaña, abundante, cayendo en cascadas de bucles, no debía nada a los artificios del postizo. Tenía las piernas bien formadas y las manos armoniosas. Se adivinaba bajo los encajes y cintas un cuerpo flexible y vigoroso, adiestrado en los ejercicios de la caza y la esgrima.
«Mi nodriza diría: es un hermoso varón —pensó Angélica—. Hacen bien en casarle.» Se reprochó inmediatamente pensamientos tan vulgares en aquel momento solemne de su existencia.
La reina madre quiso ver el interior de la cajita que Kuas-si-Ba acababa de presentar de rodillas, con la frente en el suelo, en la postura de uno de los Reyes Magos. Todos lanzaron exclamaciones ante el precioso neceser, con sus peines, tijeras, ganchos y sellos, todo de oro macizo y de concha de las Islas. La capilla de viaje encantó a las damas devotas del séquito de la reina madre. Esta sonrió y se santiguó. El crucifijo y las dos estatuitas de santos españoles, así como la lamparilla y el diminuto incensario, eran de oro y plata dorada. Joffrey de Peyrac había mandado pintar por un artista de Italia un tríptico de madera dorada que representaba escenas de la Pasión. Las miniaturas eran finas, de gran delicadeza y frescura de color. Ana de Austria declaró que la infanta tenía fama de ser muy piadosa y no podía menos de quedar encantada del obsequio. Volvióse hacia el cardenal para hacerle admirar las pinturas, pero éste estaba entretenido acariciando los instrumentos del neceser que hacía centellear dándoles suavemente vueltas entre los dedos.
—Dicen que el oro os mana de las manos, señor de Peyrac, como el manantial de una roca.
—La imagen es exacta, Eminencia —respondió el conde amablemente—. Como del manantial de una roca…, pero de una roca que se ha minado con gran cantidad de mechas y de pólvora, excavado hasta profundidades insospechadas, trastornado, machacado, pulverizado. Entonces, en efecto, a fuerza de trabajo, sudor y esfuerzos, es posible que salga oro de la roca, y hasta en abundancia.
—He ahí una bella parábola sobre el trabajo que da sus frutos. No estamos acostumbrados a oír a gentes de vuestro rango emplear semejante lenguaje, pero confieso que ello no me disgusta.
Mazarino seguía sonriendo. Se acercó al rostro un espejito del neceser y le lanzó una rápida mirada. A pesar de los afeites y los polvos con que intentaba ocultar su piel amarillenta, un sudor de debilidad brillaba en sus sienes, humedeciendo los rizos de su cabellera bajo el rojo solideo de cardenal. La enfermedad le venía agotando hacía largos meses. El por lo menos no había mentido cuando tomó por pretexto el mal de piedra para no presentarse el primero ante el ministro español don Luis de Haro.
Angélica sorprendió una mirada de la reina madre al cardenal, una mirada de mujer angustiada, que se atormenta. Sin duda, tenía deseo ardiente de decirle: «No habléis tanto, os fatigáis. Es la hora de tomar la tisana.» «¿Sería verdad que la reina, tan largo tiempo desdeñada por un esposo demasiado casto, había amado al italiano…?» Todo el mundo lo afirmaba, pero nadie estaba seguro de ello. Las escaleras secretas del Louvre guardaban bien su misterio. Tal vez un solo ser lo conocía, y era aquel hijo ásperamente defendido: el rey. ¿En las cartas que cambiaban entre sí, el cardenal y la reina, no le llamaban el «Confidente»? ¿Confidente de qué…?
—Me complacería hablar con vos de vez en cuando acerca de vuestros trabajos —dijo el cardenal.
El rey intervino con cierta viveza:
—A mí también. Lo que de ellos han dicho ha despertado mi curiosidad.
—Estoy a la disposición de Vuestra Majestad y de Su Eminencia.
La audiencia había terminado. Angélica y su marido fueron a saludar a monseñor Fontenac, al que vieron casi junto al cardenal. Después recorrieron el círculo de altos personajes y sus reverencias. A Angélica le dolía la espalda a fuerza de reverencias, pero se encontraba en tal estado de excitación y placer que no pensaba en su cansancio. Los cumplidos que le dirigían no podían dejarle duda de su éxito. Era cierto que llamaba mucho la atención. Mientras su marido conversaba con el mariscal de Gramont, un joven de poca estatura pero de rostro agradable se plantó delante de Angélica.
—¿Me reconocéis, diosa descendida en este mismo instante del carro del Sol?
—Ciertamente —exclamó encantada—, sois Péguilin. —Inmediatamente se disculpó—: Perdonad mi familiaridad, señor de Lauzun, pero ¿qué queréis? En todas parte oigo hablar de Péguilin. Péguilin por aquí, Péguilin por allá… Os tienen todos tanto cariño que me he puesto al unísono.
—Sois adorable y llenáis de contento no sólo mis ojos, sino también mi corazón. ¿Sabéis que sois la mujer más extraordinaria de toda la asamblea? Conozco damas que están haciendo pedazos sus abanicos y desgarrando sus pañuelos, tal envidia les ha causado vuestro atavío. ¿Cómo estaréis vestida el día de la boda, si empezáis así?
—Ese día, me borraré ante el fausto de los cortesanos. Pero hoy era mi presentación al rey. Estoy todavía conmovidísima.
—¿Os ha parecido amable?
—¿Cómo es posible no encontrar amable al rey? —dijo Angélica riendo.
—Veo que ya estáis bien enterada de lo que hay que decir y de lo que no hay que decir en la Corte. Yo sigo en ella no sé por qué milagro. A pesar de todo, he sido nombrado capitán de los gentilhombres que llaman con «pico de grajo».
—Admiro vuestro uniforme.
—No me sienta muy mal… Sí, sí, el rey es un amigo encantador, pero ¡cuidado! No hay que arañarle demasiado fuerte cuando se juega con él. —Se acercó más y le dijo al oído—: ¿Sabéis que por poco me encierran en la Bastilla?
—¿Qué habíais hecho?
—Ya no recuerdo. Creo que había abrazado un poco estrechamente a la niña María Mancini, de la que el rey estaba tan locamente enamorado. La orden de encierro estaba lista, pero me avisaron a tiempo y me arrojé a los pies del rey y le hice reír tanto que me perdonó, y en vez de enviarme a la negra prisión, me nombró capitán. Ya lo veis, es un amigo encantador… cuando no se le tiene por enemigo.
—¿Por qué me decís eso? —preguntó bruscamente Angélica.
Péguilin abrió lo más que pudo sus claras pupilas, que tan bien sabía esgrimir.
—Por nada, por nada, querida amiga. La tomó del brazo familiarmente y se la llevó. —Venid, quiero presentaros a unos amigos que desean ardientemente conoceros.
Los amigos pertenecían al séquito del rey. Todos eran jóvenes. A Angélica le encantó encontrarse así en pie de igualdad en los primeros escalones de la Corte. Saint-Thierry, Brienne, Cavois, Ondedeí, el marqués de Humiéres, a quien Lauzun le presentó como su enemigo declarado; Louvigny, hijo segundo del duque de Gramont; todos le parecieron muy alegres y galantes y estaban magníficamente vestidos. Vio también a de Guiche, que seguía pegado al hermano del rey. Este le lanzó una mirada hostil.
—¡Oh, ya la conozco! —dijo. Y le volvió la espalda.
—No os ofendáis, querida, por esos modales —le dijo al oído Péguilin—. Para el pequeño
Monsieur
todas las mujeres son rivales, y de Guiche lo ha ofendido dirigiéndoos una mirada amistosa.
—Ya sabéis que no quiere que le sigan llamando
le Petit monsieur
—advirtió el marqués de Humiéres—. Desde la muerte de su tío, Gastón de Orleáns, hay que llamarle
monsieur
a secas.
Se produjo un remolino en la multitud, seguido de empujones, y unas cuantas manos solícitas se alargaron para proteger a Angélica.
—¡Cuidado, señores! —exclamó Lauzun levantando un dedo de dómine—. Acordaos de una espada célebre en el Languedoc.
Pero las apreturas eran tales que Angélica, riendo y un tanto confusa, no pudo evitar que la estrechasen entre unos cuantos preciosos jubones cubiertos de cintas y perfumados con polvos de ámbar y raíz de lirio.
Los oficiales de la casa del rey pedían paso para una procesión de lacayos que llevaban bandejas y marmitas de plata. Circuló el rumor de que Sus Majestades y el cardenal acababan de retirarse unos instantes antes para tomar una colación y descansar de las presentaciones ininterrumpidas. Lauzun y sus amigos se alejaron, reclamados por su servicio.
Angélica buscó con la mirada a sus desconocidos tolosanos. Había temido encontrarse frente a la fogosa Carmencita, pero se enteró de que el señor de Mérecourt, esposo como siempre malaventurado, después de haber bebido el cáliz hasta las heces, se había decidido de pronto, en un ataque de dignidad, a enviar a su mujer a un convento. Pagaba el ataque de dignidad con una fulminante desgracia en la Corte.
Angélica empezó a abrirse paso entre los grupos. El olor de las viandas, mezclado con el de los perfumes, le producía jaqueca. El calor era sofocante. Angélica tenía buen apetito. Pensó que la mañana debía ya estar muy adelantada y que si no encontraba a su marido volvería sola a casa para hacerse servir un poco de jamón y vino.
Las gentes de la provincia debían de haberse reunido en casa de alguno de ellos para tomar la colación. No veía en derredor sino rostros desconocidos. Aquellas voces sin acento le causaban impresión inusitada. Tal vez, en el transcurso de los años pasados en Languedoc, había tomado también ella aquel modo de hablar cantarín y rápido. Fue a parar a un rincón bajo la escalera y se sentó en una banqueta para tomar aliento, abanicándose. Decididamente, no era fácil salir de aquellas casas a la española con unos pasillos ocultos y sus puertas falsas.
Precisamente, a unos cuantos pasos, el muro recubierto de tapices dejaba asomar una abertura. Un perro que venía de la otra pieza con un trozo de ave en la boca la agrandó. Angélica lanzó una mirada y vio a la familia real reunida en derredor de una mesa en compañía del cardenal, de los arzobispos de Bayona y de Toulouse, del mariscal de Gramont y del señor de Lionne. Los oficiales que servían a los príncipes entraban y salían por otra puerta. El rey, en varias ocasiones, se echó atrás el cabello y se abanicó con la servilleta.
—El calor de este país estropea la mejor de las fiestas.
—En la isla de los Faisanes el tiempo es más agradable. Sopla viento del mar —dijo el señor de Lionne.
—Lo aprovecharé poco, puesto que, según la etiqueta española, no debo ver a mi novia hasta el día de la boda.
—Pero iréis a la isla de los Faisanes para encontraros con el rey de España, vuestro tío, que ha de convertirse en vuestro padre político —le dijo la reina—. Entonces se firmará la paz. —Se volvió hacia la señora de Motteville, su dama de honor—. Estoy muy emocionada. ¡Quería muchísimo a mi hermano y frecuentemente he cambiado correspondencia con él! Pero pensad que tenía doce años cuando me separé de él, en esa misma orilla, y que desde entonces no le he vuelto a ver.