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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (39 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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De pronto, con ruido sibilante, el chorro de aire se iluminó. La mancha rutilante fue aumentando de intensidad, pasó al blanco brillante y se extendió a todo el conjunto del metal. Apresuradamente, los jóvenes ayudantes quitaron toda la brasa incandescente de debajo del horno. Los grandes fuelles dejaron de funcionar.

La copelación prosiguió sola: el metal hirviente deslumbraba la vista. De cuando en cuando se recubría de un velo oscuro, que se desgarraba luego en placas que danzaban en la superficie del líquido iluminado, y cuando una de esas islas flotantes llegaba al borde del baño, como por magia los ladrillos la atrapaban y la superficie aparecía más neta y brillante. El menisco de metal disminuía a ojos vistas. Después se redujo al tamaño de una galleta grande, se puso más oscuro y se incendió como en un repentino relámpago. En ese momento Angélica vio claramente que el metal se estremecía con violencia y por fin se cuajaba y se ponía aún más oscuro.

—Es el fenómeno del relámpago descrito por Berzelius, que ha trabajado mucho en copelación —dijo Bernalli—. Me complace mucho haber asistido a una operación metalúrgica que conocía sólo por los libros.

El alquimista no decía nada. Su mirada estaba ausente. Entretanto, Fritz tomaba la galleta de metal con unas pinzas, la sumergía en agua y se la presentaba a su dueño, amarilla y brillante.

—Oro puro —murmuró con respeto el monje alquimista.

—No es absolutamente puro —dijo Peyrac—. De serlo, no hubiéramos visto el fenómeno del relámpago que indica la presencia de la plata.

—Tendría curiosidad por saber si este oro resiste al espíritu de nitro y al espíritu de sal.

—Evidentemente —dijo Peyrac—, pues es oro verdadero.

Repuesto de su emoción, el religioso preguntó si podía tener una muestra pequeña para entregársela a su bienhechor, el arzobispo.

—Tomad para él este trozo de oro bruto, sacado de las entrañas de nuestra Corbiéres —dijo el conde de Peyrac—, y hacedle comprender bien que este oro proviene de una roca que lo contiene, y que ya no necesita sino descubrir en sus tierras algún yacimiento que lo haga rico.

Conan Bécher envolvió cuidadosamente el bollo precioso, que pesaba por lo menos dos libras, en un pañuelo y no respondió nada.

Durante el viaje de vuelta ocurrió un incidente insignificante en apariencia, pero que después había de tener cierta importancia en la vida de Angélica y su marido.

A medio camino de Toulouse, el segundo día de viaje, el caballo que Angélica montaba empezó a cojear, herido por un agudo trozo de sílice del camino. No había caballo de recambio, a menos de quitar uno de la carroza, que llevaba cuatro, pero Angélica hubiera creído rebajarse montando un animal de tiro. Se refugió, pues, en la carroza donde Bernalli, mal jinete, se había instalado. Verle así, deshecho de cansancio por emprender largos viajes para venir a contemplar un ariete hidráulico o a discutir la ley de la gravedad de los cuerpos, despertaba aún más la admiración de Angélica. Además, desterrado de varios países, el italiano era pobre y viajaba sin criados, en cabalgaduras de alquiler. A pesar de los tumbos del coche, estaba encantado de lo que llamaba «comodidad notable», y cuando Angélica le pidió, riendo, un poquito de sitio, retiró confuso las piernas que había extendido sobre el asiento.

El conde y Bernardo de Andijos caracolearon durante algún tiempo a los costados de la carroza, pero como el camino era estrecho y muy polvoriento se vieron obligados a quedarse un poco atrás. Dos lacayos a caballo precedían a la carroza. El camino se hacía cada vez más estrecho y lleno de recodos. Al salir de uno de ellos, la carroza se detuvo chirriando, y los que la ocupaban vieron un grupo de jinetes que parecía cortarles el paso.

—No os inquietéis, señora —dijo Bernalli, que se había asomado por la portezuela—. Son lacayos de un coche que viene en sentido inverso.

—¡Pero en esta cornisa no podemos cruzarnos!

Los lacayos de ambas partes se insultaban copiosamente. Los recién venidos, con mucha insolencia, pretendían hacer retroceder el coche del señor de Peyrac, y para demostrar bien que creían tener derecho a pasar los primeros, uno de ellos empezó a repartir latigazos que alcanzaron tanto a los criados de Peyrac como a los caballos del coche, que se encabritaron. El coche osciló, y Angélica gritó. Joffrey de Peyrac llegaba en aquel momento. Puso una cara terrible y, acercándose al lacayo del látigo, lo fustigó con el suyo en plena cara. En aquel momento la segunda carroza llegaba y se detenía rechinando las ballestas. Surgió de ella un hombre grueso y apoplético, ahogado por una gorguera de encajes y cintas, y tan cubierto de polvos de tocador como del polvo del camino. Agitó su bastón con puño de marfil adornado con una escarapela de raso y exclamó:

—¿Quién se atreve a pegar a mis criados? ¿Ignoráis acaso, bruto caballero, que estáis en presencia del presidente del Parlamento de Toulouse, barón de Massenau, señor de Pouillac y de otros lugares…? Os ruego que os apartéis y nos dejéis pasar.

El conde se volvió y saludó con tono grandilocuente.

—¡Cuánto me place! ¿Sois acaso pariente de un tal Masseneau, pasante de notario, del cual he oído hablar?

—¡Señor de Peyrac! —respondió el otro un tanto desconcertado.

Pero, encandilada su cólera por el ardor del sol en su cénit, no se apaciguó al reconocer a Joffrey, y su rostro se puso violeta.

—¡Aunque sea muy reciente, conde, os haré notar que mi nobleza es tan auténtica como la vuestra! Podría mostraros los recibos de la cámara del rey que certifican la concesión de mis títulos de nobleza.

—Os creo bajo palabra, señor Masseneau. La sociedad está llorando aún por haberos elevado tanto.

—Quiero que expliquéis esa alusión. ¿Qué tenéis que reprocharme?

—¿No creéis que el lugar está mal elegido para tal discusión? —preguntó Joffrey de Peyrac, a quien costaba trabajo sujetar su caballo.

—¡No me parece bien que habléis de la cosa pública, señor conde! —dijo Masseneau—. ¡Vos que ni siquiera os dignáis comparecer ante las asambleas del Parlamento!

—No me interesa ya un Parlamento sin autoridad. No encontraría en él más que advenedizos, ansiosos de comprar sus títulos de nobleza al señor Fouquet o al cardenal Mazarino. Y además, destruyendo las últimas libertades locales de que disfrutaba el Languedoc.

—Señor, represento a uno de los más altos funcionarios de la justicia del rey. El Languedoc es desde hace ya tiempo tierra del Estado. Está unido a la Corona. No debéis hablar ante mí de las libertades locales.

—Sí, es indecoroso para la palabra libertad pronunciarla ante vos. Sois incapaz de comprender su sentido. No servís sino para vivir a costa de los subsidios del rey. Eso es lo que llamáis servirle.

—Es un modo como otro cualquiera, mientras que vos…

—Yo no le pido nada, pero le envío sin ningún retraso los impuestos de mis gentes, y se los pago en buen oro puro, salido de mis tierras o ganado con el comercio. ¿Sabéis, señor Masseneau, que del millón de libras que paga el Languedoc yo aporto la cuarta parte?

El presidente del Parlamento no había retenido más que un concepto.

—¡Ganado con el comercio! —exclamó en tono escandalizado—. ¿De modo que es verdad que comerciáis?

—Comercio y produzco. Y estoy orgulloso de ello. Porque no entra en mis gustos alargar la mano al rey.,

—¡Ah, señor de Peyrac, muy desdeñoso estáis! Pero recordad: la burguesía y los nuevos nobles representan el porvenir y la fuerza del reino.

—Lo cual me encanta —dijo con ironía el conde, recobrando su tono de broma—. Que la nueva nobleza aprenda los buenos modales de la antigua y tenga la cortesía de apartarse para dejar pasar esa carroza, donde la señora de Peyrac se impacienta.

Pero el nuevo barón, terco, pataleaba sobre el polvo y el estiércol.

—No hay ninguna razón para que sea yo el primero en apartarme. Os repito que mi nobleza vale tanto como la vuestra.

—Pero yo soy más rico que vos, viejo fantoche —exclamó Peyrac a grandes voces—, y puesto que para los burgueses lo único que cuenta es el dinero, apartaos, señor Masseneau, y dejad pasar a la fortuna.

Se lanzó hacia delante, atrepellando a los lacayos del magistrado.

Este no tuvo tiempo sino para ponerse a un lado para no dejarse atrepellar por la carroza de Angélica. El cochero, que no esperaba sino una señal de su amo, se sentía feliz al triunfar de los lacayos del burgués. Al pasar Angélica entrevió el rostro rojo del señor Masseneau, que blandía su bastón escarapelado y chillaba:

—Mandaré un informe… Mandaré dos informes… Monseñor de Orleáns, gobernador del Languedoc, y el Consejo del rey…

Una mañana, al entrar con su marido en la biblioteca del palacio, Angélica descubrió en ella a Clemente Tonnel, el mayordomo, que estaba muy ocupado inscribiendo sobre tabletas de cera títulos de libros. Como la primera vez que se había dejado sorprender, pareció desconcertado e intentó esconder sus tabletas y su punzón.

—Parece que os interesa mucho el latín… —exclamó el conde.

—Siempre me atrajeron los estudios, señor conde. Mi aspiración hubiera sido llegar a ser pasante de notario, y es para mí una gran alegría pertenecer a la casa no sólo de un gran señor, sino de un sabio.

—Mis libros sobre alquimia no os podrán instruir en materia de Derecho —dijo Joffrey de Peyrac frunciendo el ceño, porque los modales cautelosos del sirviente nunca le habían hecho gracia. Cuando salió, Angélica dijo con fastidio—: —No tengo queja del servicio de este Clemente, pero no sé por qué su presencia me es cada vez más molesta. Cuando lo miro, tengo una impresión desagradable. Sin embargo, lo traje conmigo del Poitou.

—¡Bah! —dijo Joffrey, encogiéndose de hombros—, le falta un poco de discreción, pero mientras su pasión por saber no lo arrastre a ir a revolver en el laboratorio…

Angélica se quedó inexplicablemente preocupada, y durante aquel día el rostro señalado por la viruela de Tonnel le atormentó el pensamiento.

Poco tiempo después Clemente Tonnel pidió permiso para volver a Niort a arreglar ciertas cuestiones de herencia. «Nunca va a acabar de heredar», pensó Angélica. Recordaba que ya se había visto obligado a dejar un empleo por el mismo motivo. Maese Clemente prometió estar de vuelta al mes siguiente, pero al verle preparar con mucho cuidado los arreos de su caballo, Angélica presintió que tardaría en volverlo a ver.

A punto de confiarle una carta para su familia, renunció a ello. Cuando Tonnel se marchó, le acometió un deseo sin razón de volver a Monteloup y sus campos. Sin embargo, a su padre no le echaba de menos. Aunque hubiese llegado a ser muy feliz, le guardaba cierto rencor por su matrimonio. Sus hermanos y hermanas andaban dispersos. El viejo Guillermo había muerto, y, a juzgar por las cartas que de ellas recibía, sus tías, ya viejas, se iban volviendo hoscas y medio chochas, y la nodriza cada vez más autoritaria. Su pensamiento se detuvo un instante en Nicolás, pero Nicolás había desaparecido del pueblo después del matrimonio de Angélica.

A fuerza de interrogarse, Angélica se dio cuenta de que la acuciaba la idea de volver allá para ir al castillo del Plessis y comprobar si el famoso cofrecillo con el veneno seguía encerrado en su escondite de la torrecilla. No había ninguna razón para que no estuviese allí. No lo podían descubrir sino derribando el castillo.

¿Por qué aquel viejo asunto volvía de pronto a atormentarla? Los antagonismos de aquella época ya estaban muy lejos. El señor Mazarino, el rey y su hermano seguían vivos. El señor Fouquet había conseguido el poder sin necesidad del crimen. ¿Y no se hablaba de la vuelta al favor real del príncipe de Condé?

Sacudió sus quimeras y bien pronto volvió a recobrar la tranquilidad.

XXIV
Nacimiento de Florimond.
Luis XIV en Toulouse

La alegría estaba en el aire, tanto en la casa de Angélica como en el reino. Y el arzobispo de Toulouse, ocupado por quehaceres más importantes, hacía tregua en el acoso suspicaz de que rodeaba a su rival el conde de Peyrac. En efecto, monseñor de Fontenac había sido designado, así como el arzobispo de Bayona, para escoltar al cardenal Mazarino en su viaje hacia los Pirineos.

Francia entera repetía la noticia: con un aparato capaz de hacer temblar al mundo, el señor cardenal se dirigía a una isla del Bidasoa, en el País Vasco, para negociar la paz con los españoles. Acabaría, pues, la guerra eterna que renacía todos los años. Pero aún más que aquella noticia tan esperada llenaba de contento hasta al más humilde artesano del reino un proyecto increíble: en prenda de paz, la España altanera ofrecía su infanta para esposa del rey mozo de Francia.

A despecho de las reticencias y las ojeadas envidiosas, todos se sentían orgullosos a uno y otro lado de los Pirineos, porque en la Europa de aquel momento, entre Inglaterra convulsionada, los pequeños principados alemanes e italianos o los pueblos burgueses, flamencos y holandeses, los que se llamaban «los marinos», sólo aquellos dos príncipes eran dignos el uno del otro. ¿A qué otro rey podía destinarse la infanta, hija única de Felipe IV, ídolo puro con piel de nácar, educada a la sombra austera de los oscuros palacios? Y para llegar a ser la esposa de aquel príncipe de veinte años, esperanza de una de las más grandes naciones, ¿qué otra princesa ofrecía tantas garantías de nobleza y tantas ventajas de alianza? No cabían vacilaciones ni dubitaciones.

Naturalmente, las cortes de provincia comentaban apasionadamente el acontecimiento, y las damas de Toulouse decían que el reyecito lloraba mucho a escondidas porque estaba locamente enamorado de su amiguita de la infancia, la morena María Mancini, sobrina del cardenal. Pero la razón de Estado se imponía. En esta ocasión el cardenal demostraba de modo elocuente que, para él, la gloria de su regio pupilo y el bien del reino estaban antes que todo. Quería la paz como resultado supremo de las intrigas que sus manos italianas anudaban desde hacía años. Apartó implacablemente a su familia. Luis XIV se casaría con la infanta.

Así, con ocho carrozas para su persona, diez carros para sus equipajes, veinticuatro mulas, ciento cincuenta servidores de librea, cien jinetes y doscientos hombres de infantería, el cardenal iba bajando hacia las orillas de esmeralda de San Juan de Luz. Al paso, reclamó a los arzobispos de Bayona y Toulouse con sus séquitos, para aumentar la apariencia suntuosa de la delegación. Entretanto, del otro lado de las montañas, don Luis de Haro, representante de Su Majestad Católica, oponía a tanto lujo una altiva sencillez: atravesaba las llanuras de Castilla sin llevar en los cofres más que rollos de tapices cuyas escenas recordarían a quien necesitase que se la recordaran la gloria del antiguo reino de Carlos V. Nadie se daba prisa; ninguno de los dos quería llegar primero y someterse a la humillación de esperar al otro. Acabaron por medir vara tras vara, y merced a un milagro de la etiqueta, el italiano y el español llegaron el mismo día y a la misma hora a las orillas del Bidasoa.

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