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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (41 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¿De modo que era a ti a quien consideraban sin importancia? —interrogó Peyrac, que rasgueaba lánguidamente la guitarra.

—Me pareció…

—¡Qué opinión tan juiciosa, amigo!

Andijos hizo un ademán de desenvainar la espada, y los dos amigos se echaron a reír. Después siguieron conversando.

XXV
Un espía en el palacio del Gay Saber.
Marcha para el matrimonio del rey

«Es absolutamente necesario que recuerde algo —se dijo Angélica—. Lo tengo en la cabeza, completamente hundido en el fondo de mis recuerdos. Pero sé que es muy importante. ¡Es preciso que lo recuerde!»

Se apretaba la cara con las manos, cerraba los ojos, concentraba el pensamiento. Lo que intentaba recordar estaba muy lejos. Había sucedido en el castillo del Plessis. De eso estaba segura, pero después todo se embrollaba. La llama del hogar le calentaba la frente. Tomó una pantalla de seda pintada, y con ella se protegió y se abanicó maquinalmente.

Fuera, en la noche, la tempestad se había desatado. Tormenta de primavera y de montaña sin relámpagos, el granizo acribillaba los vidrios de las ventanas. Incapaz de dormir, fue a sentarse junto a la chimenea. Le dolía un poco la espalda y sentía rabia contra sí misma por no recobrar más de prisa las fuerzas. La comadrona no se cansaba de decirle que la debilidad se debía a su empeño en criar al niño, pero Angélica no le hacía caso. Cuando estrechaba al bebé contra el pecho su alegría era cada vez más grande. Sentía que se iba volviendo grave, que se enternecía. Ya se veía matrona solemne e indulgente, rodeada de muñecos que apenas sabían andar. ¿Por qué pensaba tan a menudo en su infancia en el momento en que la niña Angélica estaba precisamente en tren de desaparecer dentro de su propio ser…? Era un malestar sordo, inexplicable. Poco a poco la pregunta se precisaba: «¡Hay algo que a la fuerza tengo que recordar!»

Aquel atardecer esperaba la vuelta de su marido. Había enviado un correo para anunciársela, pero, sin duda, la tormenta lo retrasaría y no llegaría hasta el día siguiente. Tan decepcionada estaba que sentía deseos de llorar. ¡Esperaba con tal impaciencia el relato de la recepción del rey! La hubiera distraído. Decían que la comida y la fiesta habían sido espléndidas… ¡Qué lástima no haber podido asistir a ellas, en lugar de quedarse allí rompiéndose la cabeza para traer de nuevo a la superficie un andrajo de recuerdo, un detalle que, sin duda, no tendría ninguna importancia!

«Era en el Plessis. En la habitación del príncipe de Condé… Mientras estaba mirando por la ventana. Es preciso que vuelva a recordarlo todo punto por punto a partir de aquel momento…»

Oyó golpear una puerta y ruido de voces a la entrada del pequeño castillo. Angélica se puso en pie de un salto y se precipitó fuera de la cámara. Reconoció la voz de Joffrey.

—¡Oh, querido, sois vos, al fin! ¡Qué contenta estoy!

Bajó corriéndola escalera, y él la recibió en los brazos. Sentada a sus pies en un almohadón, se acurrucaba junto a él.

—¡Contad!

—¡Pardiez! Estuvo muy bien —dijo Joffrey mientras picoteaba un racimo de uvas—. La ciudad se ha portado. Pero, sin darme tono, creo que la recepción del
Gay Saber
ha sido superior. Pude traer a tiempo a un maestro en maquinería de Lyon que nos organizó una fiesta bellísima.

—¿Y el rey? ¿El rey?

—El rey es, a fe mía, un muchacho muy buen mozo que parece saborear como es debido los homenajes que se le rinden. Es de cara llena, ojos oscuros y acariciadores y muy majestuoso. Creo que tiene el corazón dolido. La pequeña Mancini ha abierto en él una herida de amor que no quiere cerrarse, pero como conoce bien su oficio de rey, se inclina ante la razón de Estado. Vi a la reina madre: hermosa, triste y un tanto ensimismada. He visto a la
Grande Mademoiselle
y al pequeño
Monsieur
pelearse por cuestiones de etiqueta. ¿Qué más puedo deciros? Muchos bellos nombres y muchas caras feas… De hecho nada me ha regocijado más que volver a encontrar al pequeño Péguilin, ya sabéis, el caballero de Lauzun, el sobrino del duque de Germont, gobernador de Bearn. Lo tuve de pajecillo en Toulouse antes de que se fuera a París. Aún lo veo con su carita de gato, en los tiempos en que encargué a la señora de Vérant que le abriera los ojos.

—¡Joffrey!

—Pero ha cumplido lo que prometía y puesto en práctica las enseñanzas de nuestras Cortes de Amor. Porque pude comprobar que era el encanto de todas esas damas. Y su ingenio le vale la amistad del rey, que no puede prescindir de sus bufonadas.

—¿Y el rey? ¡Habladme del rey! ¿Os ha expresado su satisfacción por la recepción que le habéis ofrecido?

—Con mucha gracia. Y varias veces ha lamentado vuestra ausencia. Sí, el rey ha estado satisfecho… demasiado satisfecho.

—¿Cómo «demasiado satisfecho»? ¿Por qué decis eso con vuestra sonrisita mordaz?

—Porque me vinieron a contar la reflexión siguiente: cuando el rey volvía a subir a su carroza, un cortesano le hizo observar que nuestra fiesta podía parangonarse en esplendor con las de Fouquet. Su Majestad le respondió: «Sí, en efecto, y me estoy preguntando si no será ya tiempo de hacer vomitar a estas gentes.» La reina, bondadosa, lanzó una exclamación: «¡Qué reflexión, hijo, después de una fiesta celebrada para complaceros!» «Estoy cansado (respondió el rey) de ver a mis propios subditos aplastarme con su fausto.»

—¡Qué valor! ¡Chiquillo envidioso! —exclamó Angélica escandalizada—. No puedo creerlo. ¿Estáis bien seguro de que pronunció tales palabras?

—Quien me las ha contado es mi fiel Alfonso, que estaba sujetando la portezuela.

—El rey no puede tener por sí mismo sentimientos tan mezquinos. Son sus cortesanos los que le han agriado el humor y lo han puesto contra nosotros. ¿Estáis bien cierto de no haber mostrado demasiada insolencia con alguno de ellos?

—He sido todo azúcar y miel, os lo aseguro. Les he guardado las mayores consideraciones posibles. Hasta dejé en la habitación de cada uno de los señores que se alojaban en el castillo una bolsita de oro. Y os juro que ninguno de ellos ha olvidado llevársela.

—Los halagáis, pero los despreciáis, y ellos se dan cuenta —dijo Angélica, sacudiendo la cabeza, pensativa. Se levantó y se sentó en las rodillas de su marido, acurrucándose contra él. Fuera seguía la tormenta—. Cada vez que pronuncian el nombre de Fouquet me estremezco —murmuró Angélica—. Veo aquel cofrecillo de veneno cuyo recuerdo se me había ido de la cabeza desde hace tanto tiempo, y para mí es como un maleficio.

—¡Muy nerviosa estáis, amiga mía! ¿Es que de aquí en adelante voy a tener una esposa que tiemble al menor soplo de viento?

—¡Es preciso que recuerde una cosa! —gimió Angélica cerrando los ojos. Frotó su mejilla contra la cabellera tibia, perfumada de violeta, cuyos mechones húmedos se rizaban—. ¡Si pudierais ayudarme a recordarla…! Pero es imposible. Con sólo que pudiera acordarme, me parece que sabría de dónde viene el peligro…

—No hay peligro querida. El nacimiento de Florimond os ha alterado.

—Veo la habitación… —continuó Angélica con los ojos cerrados—. El príncipe de Condé ha saltado del lecho porque llamaban a la puerta… Pero yo no había oído el golpe. El príncipe se ha envuelto en su ropón y ha gritado: «¡Estoy con la duquesa de Beaufort…!» Pero, en el fondo de la habitación, el lacayo ha abierto y ha hecho entrar al monje de la capucha… Ese monje se llamaba Exili…

Se interrumpió y abrió mucho los ojos, al punto de que el conde se asustó.

—¡Angélica!

—Ahora recuerdo —dijo con voz sorda—. Joffrey, recuerdo… El lacayo era…
Clemente Tonnel.

—Estáis loca, querida —dijo Joffrey riendo—. Durante mucho tiempo ese hombre ha estado a nuestro servicio, ¿y sólo ahora os vais a dar cuenta de ese parecido?

—No hice más que entreverle rápidamente en la penumbra. Pero ese rostro picado de viruela, esos modales cautelosos… Sí, Joffrey, ahora estoy segura, era él. Me explico por qué, durante el tiempo que ha estado en Toulouse, nunca pude mirarle sin desagrado. ¿Recordáis lo que un día dijisteis: «El espía más peligroso es aquel de quien no se sospecha»? Ya habíais empezado a sentir que rondaba la casa. El espía era él.

—Mucho romanticismo es ese para una mujer a quien interesan las ciencias. —Le acarició la frente—. ¿No tendréis un poco de fiebre?

Angélica sacudió la cabeza.

—No os burléis. Me atormenta la idea de que ese hombre me está acechando desde hace años. ¿Por cuenta de quién? ¿Del señor de Condé? ¿De Fouquet?

—¿Nunca habéis hablado a nadie de ese asunto?

—A vos… una vez… Y nos oyó.

—Todo eso es ya tan viejo… Tranquilizaos, tesoro mío. Creo que os forjáis ideas…

Sin embargo, unos cuantos meses más tarde, cuando acababa de destetar a Florimond, su marido le dijo una mañana como al descuido:

—No quisiera obligaros, pero me sería agradable saber que todas las mañanas tomáis esto al desayunaros.

Abrió la mano, y Angélica vió brillar en ella una pastilla blanca.

—¿Qué es eso?

—Veneno…, una dosis ínfima.

—¿Qué teméis, Joffrey?

—Nada. Pero es una práctica que a mí siempre me ha sentado muy bien. El cuerpo se acostumbra poco a poco al veneno.

—¿Pensáis que alguien puede intentar envenenarme?

—No pienso nada, querida… Sencillamente, no creo en el poder del cuerno de unicornio.

En el siguiente mes de mayo el conde de Peyrac y su mujer fueron invitados a las bodas reales. Debían celebrarse en San Juan de Luz, a orillas del Bidasoa. El rey Felipe IV de España traería él mismo a su hija, la infanta María Teresa, al rey mozo, Luis XIV. La paz se ha firmado… o casi. La nobleza francesa, llenando los caminos, se dirigía a la pequeña villa vasca.

Joffrey y Angélica salieron de Toulouse muy de mañana, antes de las horas de calor. Naturalmente, Florimond formaba parte del viaje con su nodriza, su niñera y el negrito que estaba encargado de hacerlo reír. Era un bebé lleno de salud, aunque no muy robusto, con un lindo rostro de Niño Jesús español y pupilas y rizos negros. La sirvienta Margarita, indispensable, vigilaba en uno de los carros el guardarropa de su señora. Kuassi-Ba, al cual habían hecho tres resplandecientes libreas, adoptaba aires de gran visir montado en un caballo tan negro como su piel. También iba Alfonso, el espía del arzobispo, siempre fiel; cuatro músicos, entre ellos un chiquillo violinista, Giovani, a quien Angélica tenía afición, y un tal Francisco Binet, barbero y peluquero sin el cual Joffrey de Peyrac nunca viajaba. Lacayos, sirvientes y pajes completaban el séquito, al cual precedían los de Andijos y Cerbalaud.

Entregada a la preocupación y la excitación de la marcha, Angélica apenas se dio cuenta de que habían dejado atrás los arrabales de Toulouse. Al atravesar la carroza el puente sobre el Garona, lanzó un grito y acercó la nariz al vidrio.

—¿Qué os sucede, querida? —preguntó Joffrey de Peyrac.

—Quiero ver una vez más Toulouse —respondió Angélica. Contemplaba la ciudad de color de rosa tendida a las orillas del río, con las erguidas agujas de sus iglesias y la rigidez de sus torres. Súbita angustia le apretó el corazón—. ¡Oh, Toulouse! —murmuró—. ¡Oh, palacio del
Gay Saber!

Tenía el presentimiento de que no volvería nunca a verlos.

TERCERA PARTE
Los corredores del Louvre
(mayo-septiembre 1660)
XXVI
Presentación en la Corte.
La isla de los Faisanes

—¡Cómo! ¡Estoy abrumada de penas y por añadidura debo estar rodeada de gentes necias! ¡Si no tuviera conciencia de mi rango, me arrojaría desde lo alto de este balcón para acabar con mi existencia!

Tales palabras amargas, declamadas con voz desgarradora, hicieron que Angélica saliera precipitadamente al balcón de su propia habitación. Vio inclinada sobre la balaustrada de un balcón vecino a una mujer alta en traje de noche, con el rostro hundido en un pañuelo. Una dama se acercó a la que continuaba sollozando, pero la otra empezó a mover los brazos como aspas de molino.

—¡Necia! ¡Necia! ¡Dejadme en paz, os digo! Gracias a vuestra estupidez no estaré lista nunca. Por lo demás, no tiene importancia ninguna. Estoy de luto, no tengo más que encerrarme en mi dolor. ¡Qué importa que vaya peinada como un espantapájaros!

Alborotó su abundante cabellera y mostró el rostro regado de lágrimas. Era una mujer de unos treinta años, con hermosas facciones aristocráticas un tanto deformadas por la gordura.

—Si la señora de Valbon está enferma, ¿quién me va a peinar? —siguió dramáticamente—. ¡Todas vosotras tenéis las manazas más pesadas que un oso de la feria de Saint-Germain!…

—¡Señora…! —intervino Angélica.

Los dos balcones fronteros de las casas destinadas a los cortesanos casi se tocaban en aquella calle estrecha de San Juan de Luz. Estaban tan llenos de huéspedes que todos se enteraban de lo que sucedía en la casa del vecino. Apenas asomaba el alba, un amanecer clarito, de color de anisete, pero ya la calle zumbaba como una colmena.

—Señora —insistió Angélica—, ¿puedo seros útil? Oigo que tenéis dificultades con vuestro tocado. Tengo aquí a un peluquero hábil con sus tenacillas y sus polvos. Está a vuestra disposición.

La dama se secó la nariz larga y roja y lanzó un profundo suspiro.

—Sois sumamente amable, querida. A fe mía, acepto vuestra proposición. No pude conseguir nada de mis gentes esta mañana. La llegada de los españoles las ha vuelto locas como si se encontraran en un campo de batalla de Flandes. Y, sin embargo, os pregunto: ¿qué es el rey de España?

—Es el rey de España —dijo Angélica, riéndose.

—¡Bah! Si vamos a ver, su familia no vale lo que la nuestra en nobleza. Ya se sabe, están cargados de oro, pero comen nabos, y son más aburridos que cuervos.

—¡Ay, señora! No me quitéis el entusiasmo. ¡Me encantará tanto conocer a esos príncipes! Dicen que el rey Felipe IV y su hija la infanta van a llegar hoy a la orilla española.

—Es posible. En todo caso yo no podré saludarlos, porque a este paso nunca acabaré de arreglarme.

—Tened paciencia, señora. Dadme sólo el tiempo necesario para vestirme decentemente y os llevo a mi peluquero.

Angélica volvió a entrar precipitadamente en su habitación. En ella reinaba indescriptible desorden. Margarita y sus ayudantas acababan de poner a punto el suntuoso traje de su señora. Los cofres estaban abiertos, así como los estuches de las joyas, y Florimond paseaba su codicia entre todos aquellos esplendores. «Será menester que Joffrey me diga qué joyas debo ponerme con este traje de tisú de oro», pensó Angélica, que se quitó la bata y se, puso un traje sencillo y un mantón.

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