Muy sofocado, Germontaz se acercó tanto a ella que su aliento vinoso le dio en la cara.
—Lo que me hace sufrir es que me banderilleen como a un toro las melindrositas de vuestra ralea. Yo, a las mujeres, ved cómo las trato.
Y antes de que Angélica pudiera iniciar un movimiento de defensa, el hombre la sujetó rudamente y le plantó sobre los labios la boca gruesa y húmeda. Ella luchó por soltarse, mareada de asco.
—Señor de Germontaz —dijo de pronto una voz.
Enloquecida, Angélica divisó en lo alto de la escalera la silueta roja del conde de Peyrac. Este se llevó la mano a la cara y se quitó el antifaz. Vio entonces cómo un rostro podía llegar a ser terrible hasta el punto de hacer temblar a los más endurecidos. Muy lentamente, acentuando su cojera, el conde fue bajando, pero al llegar al último peldaño brilló un relámpago en sus ojos y desenvainó la espada. Germontaz había retrocedido titubeando un poco. Detrás de Joffrey de Peyrac bajaban también Bernardo de Andijos y el señor de Castel Jalón. El sobrino del arzobispo miró hacia los jardines y vio a Cerbalaud, que se había acercado. Sopló ruidosamente.
—Es… es un lazo… —balbució—. ¡Queréis asesinarme…!
—¡El lazo eres tú mismo, cerdo! —respondió Andijos—. ¿Quién te ha mandado que intentes deshonrar a la mujer de tu huésped?
Temblando, Angélica trataba de poner en orden su jubón desgarrado. ¡No era posible! ¡No irían a batirse! Era preciso intervenir. Joffrey arriesgaba la vida con aquel hombretón en plena fuerza.
Joffrey de Peyrac continuó avanzando. De pronto pareció que toda la flexibilidad de un juglar hubiese entrado en su cuerpo largo y contrahecho. Cuando estuvo delante del caballero de Germontaz le apoyó la punta de la espada en el vientre y le dijo sin alterarse.
—¡Defendeos!
El otro, obedeciendo a los reflejos de su educación militar, desenvainó la espada, y los hierros se cruzaron. Por algunos instantes la batalla fue tensa, al punto que por dos veces chocaron las cazoletas y el rostro de los duelistas estuvo a algunas pulgadas de distancia el uno del otro. Pero siempre el conde de Peyrac rompía con viveza. Compensaba con aquella rapidez la desventaja de su pierna más corta. Cuando Germontaz logró acorralarle al pie de la escalera hasta obligarle a subir unos cuantos escalones, pasó súbitamente por encima de la balaustrada, y el caballero apenas tuvo tiempo de volverse y hacerle frente de nuevo. Se fatigaba. Conocía a fondo todas las sutilezas de la esgrima, pero aquel juego demasiado rápido lo desconcertaba.
La espada del conde le rasgó la manga derecha y le arañó el brazo; no era más que una herida superficial, pero sangraba en abundancia. El brazo que sostenía la espada no tardó en entumecerse. El caballero se batía con dificultad creciente. En sus gruesos ojos globulosos apareció el pánico. En los de Peyrac brillaba un fuego sombrío. No había remedio. Angélica leyó en ellos una sentencia de muerte. Se mordía los labios, pero no se atrevió a hacer un movimiento. Cerró los ojos. Oyóse un grito sordo y profundo y un anhelante respirar, como el del leñador que quiere derribar el tronco.
Cuando miró de nuevo vio que el caballero de Germontaz estaba tendido sobre el pavimento de mosaico y que la guarda de la espada del conde le salía de un costado. El Gran Rengo del Languedoc se inclinaba sobre él con una sonrisa.
—Monerías y melindres —dijo en voz queda.
Retomó el puño de la espada y la sacó del cuerpo del caído con amplio ademán. Algo saltó de ella con ruido blando, y Angélica vio sobre su traje blanco salpicaduras de sangre. Tuvo que apoyarse en la pared, medio desvanecida. El rostro de Joffrey de Peyrac se inclinaba hacia el suyo. Estaba cubierto de sudor y bajo la ropa de terciopelo rojo su pecho subía y bajaba como un fuelle de fragua. Pero sus ojos atentos conservaban su luz incisiva y alegre… Una sonrisa distendió los labios del conde al encontrar los ojos verdes de Angélica anegados de miedo.
—¡Ven! —dijo imperiosamente.
El caballo seguía lentamente la orilla del río, levantando la arena del senderillo sinuoso. A cierta distancia, tres lacayos armados acompañaban a su señor, pero Angélica no se daba cuenta de su presencia. Parecíale que estaba absolutamente sola bajo el cielo estrellado, sola entre los brazos de Joffrey de Peyrac. La había atravesado en la silla, y ahora se la llevaba al pabellón de la Garona para vivir en él su primera noche de amor.
En el pabellón de la Garona, los criados, educados por un dueño exigente, eran invisibles. La habitación estaba lista. En la terraza veíase una colación de frutas junto al lecho, y en un caldero de bronce estaban refrescándose unos cuantos frascos, pero todo parecía desierto.
Angélica y su marido callaban. Era la hora del silencio. Sin embargo, cuando la atrajo hacia sí con sombría impaciencia, ella murmuró:
—¿Por qué no sonreís? ¿Seguís enojado? Os aseguro que este incidente no fue cosa mía.
—Lo sé, querida —y agregó con voz sorda—: No puedo sonreír porque he esperado demasiado tiempo este instante, que me conmueve hasta hacerme doler el pecho. Nunca he querido a ninguna mujer tanto como a vos, Angélica, y me parece que os amaba antes de conoceros. Y cuando os vi… Erais la que estaba esperando… Pero pasabais, altanera, al alcance de mi mano como un silfo de los pantanos imposible de alcanzar… Y os decía tonterías, por miedo a un gesto de horror o a una burla. Nunca he esperado a una mujer tanto tiempo, ni he mostrado tanta impaciencia. Y, sin embargo, erais mía. Veinte veces he estado a punto de haceros violencia, pero no deseaba solamente vuestro cuerpo: quería vuestro amor. Por eso, ahora, cuando os veo de pronto al fin mía, os guardo rencor por todos los tormentos que me habéis hecho sufrir. Sí, os guardo rencor —dijo apasionadamente.
—¡Véngaos! —dijo en voz queda.
Él se estremeció, sonriendo a su vez.
—Sois más mujer de lo que creía. ¡Ah, no me provoquéis! ¡Pediréis gracia, mi hermosa enemiga!
Desde aquel instante Angélica cesó de pertenecerse. Al volver a encontrar los labios que ya una vez la habían embriagado, encontraba también aquel torbellino de sensaciones desconocidas cuyo recuerdo había dejado en el fondo de su carne una nostalgia imprecisa. Todo despertaba en ella, y con la promesa de un pleno florecimiento que nada había de venir a estorbar, su placer fue tomando poco a poco tal agudeza que llegó a sentir miedo.
Jadeante se echó atrás, intentando librarse de aquellas manos que en cada uno de sus movimientos le revelaban un nuevo manantial de goce, y entonces, como saliendo de un poco de suavidad opresora, vio desprenderse el firmamento estrellado y girar en torno suyo, lo mismo que la llanura en que el Garona tendía su cinta de plata.
Sana, con salud soberbia, Angélica había sido hecha para el amor. Pero la revelación súbita que estaba adquiriendo de su propio cuerpo la trastornaba y la oprimía, atropellada en un asalto violento aun más interior que exterior. Sólo mucho más tarde, cuando tuvo experiencia, pudo medir hasta qué punto Joffrey de Peyrac había dado tregua a la violencia de su propio deseo para rendirla enteramente a su amor. Con paciencia incansable, volvía Joffrey a atraerla hacia sí, cada vez más sometida, ardiente y quejumbrosa, con los ojos brillantes de fiebre. Ella, por turno, se defendía y se estrechaba contra él, pero cuando la emoción que no podía dominar alcanzó el paroxismo le pareció que la invadía un bienestar al cual mezclaba una excitación deliciosa y lancinante. Desechando todo remilgo, se ofreció ella misma a las caricias y con los ojos cerrados se dejó arrastrar sin rebeldía por la corriente de la voluptuosidad.
Un suave chal de la India le protegía ahora el cuerpo del aliento ligero de la noche. Miró a Joffrey de Peyrac, que de pie, muy negro en el claro de luna, escanciaba en los vasos el vino fresco. El se reía.
—¡Entretanto, bebamos!
Alzando hacia él su rostro delicioso, ella le dirigió una sonrisa cuya seducción ella misma ignoraba, porque sólo hacía unos instantes que acababa de nacer una nueva Angélica. Él cerró los ojos como deslumbrado. Cuando los volvió a abrir, vio una expresión de angustia en el rostro hechicero.
—El caballero de Germontaz —murmuró Angélica—. ¡Ay, Joffrey, lo había olvidado! ¡Habéis matado al sobrino del arzobispo!
—No penséis más en él. La provocación tuvo testigos. Si la hubiese dejado pasar sin castigo sí me habrían censurado. El mismo arzobispo, que es de sangre noble, comprenderá. ¡Oh, querida, qué hermosa sois!
Ella sonrió, suspirando de bienestar. Siempre le habían dicho que los hombres, después del amor, eran o brutales o indiferentes… pero, decididamente, Joffrey no se parecía a los demás hombres. Se tendió junto a ella y le oyó reír, quedito.
—¡Cuando pienso que el arzobispo estará mirando desde lo alto de su torre el palacio del
Gay Saber
y condenando al infierno mi vida libertina! ¡Si supiera que a esta misma hora saboreo los «deleites culpables» con mi propia mujer, después de haber bendecido él mismo nuestra unión!
—Sois incorregible. No se equivoca al miraros con recelo, porque cuando hay dos maneras de hacer una cosa, siempre inventáis una tercera. Hubierais podido cometer un adulterio o cumplir cuerdamente con vuestro deber conyugal. ¡No! Es menester que rodeéis vuestra noche de bodas de circunstancias tales que yo, vuestra mujer, experimente entre vuestros brazos una impresión de culpabilidad.
—Impresión agradabilísima, ¿no es cierto?
—¡Callad! ¡Sois el diablo! Confesad, Joffrey, que si os escapáis del pecado con una pirueta, la mayor parte de vuestros huéspedes, esta noche, no están en el mismo caso. ¡Con qué habilidad los habéis precipitado…! ¡No estoy muy segura de que no seáis un ser… peligroso!
—Y vos, Angélica, sois adorable. No dudo que entre vuestras manos mi alma encontrará el perdón. Pero no pongamos mala cara a las dulzuras de la vida. ¡Tantos otros pueblos viven otras costumbres y no son menos generosos ni felices! Frente a la grosería del corazón y los sentidos que escondemos bajo nuestras bellas vestiduras, he soñado, para darme gusto, ver si pueden refinarse hombres y mujeres y dar más gracia al nombre de Francia. Me complace pensar que acaso algo consiga, porque amo a las mujeres como amo todo objeto de belleza. No, Angélica, mi joya, no siento remordimientos y no me confesaré.
Angélica no podía ser «ella misma» hasta que se hubo hecho mujer. Antes no era sino una rosa en capullo, prisionera en su carne, que una gota de sangre mora salpimentaba con una tendencia hacia el ardor carnal.
En los días siguientes, durante los cuales se desarrollaron las festividades de la
Corte de Amor,
le pareció que la habían trasplantado a un mundo nuevo en el que todo era plenitud y descubrimientos encantados. Parecíale que el resto de la existencia se había borrado, que la vida se había detenido. Cada día estaba más enamorada. Su cutis se sonrosaba, su risa tenía un nuevo atrevimiento.
Sus huéspedes parecían vivir en el mismo clima de libertad y ligereza. Debíanlo en parte a un milagro de organización, porque el genio del conde de Peyrac no olvidaba detalle alguno para la comodidad y el agrado de sus invitados. Estaba presente en todas partes, al parecer despreocupado, y, sin embargo, Angélica sentía que no pensaba más que en ella, que no cantaba sino para ella. A veces la hería una sospecha de celos de alguna coqueta que le pedía consejo sobre algún párrafo sutil de una declaración de amor. Afinaba el oído, pero debía reconocer que su marido salía del paso lealmente con una de aquellas bromas hábiles envueltas en un piropo cuyo secreto poseía.
Vio, pues, con mezcla de alivio y también de decepción, al cabo de ocho días, dar vueltas en el patio del palacio a las pesadas carrozas con sus escudos de armas, para tomar el camino de lejanos castillos, mientras bellas manos cargadas de encajes se agitaban en las portezuelas. Los caballeros saludaban con sus emplumados sombreros. Angélica, desde el balcón, hacía festivos ademanes de despedida. No le dolía volver a encontrar un poco de calma y tener de allí en adelante a su marido sólo para ella. Pero, secretamente, la entristecía ver que se terminaban aquellas deliciosas jornadas. No se pueden vivir dos veces en una existencia tales momentos de felicidad… Nunca, y Angélica tuvo súbitamente el presentimiento, nunca volverían aquellos días deslumbradores…
Desde el primer atardecer Joffrey de Peyrac se encerró en su laboratorio, en el cual no había entrado desde el principio de la
Corte de Amor.
Tal apresuramiento enfureció a Angélica, que se volvía y revolvía furiosa en su lecho, en el cual le esperó en vano.
«¡Así son los hombres! —pensó con amargura—. Se dignan concedernos un poco de tiempo, al pasar, pero nada los retiene cuando sus manías personales están en juego. Para unos es el duelo, para otros la guerra. Para Joffrey son las redomas. Antes me interesaba que me hablase de ellas, porque me parecía que así me demostraba amistad. Ahora detesto el laboratorio.»
Pero, aunque enfadada, consiguió quedarse dormida. Despertóse ante la claridad súbita de una vela y vio a Joffrey, que estaba acabando de desnudarse. Se sentó bruscamente y cruzó los brazos en derredor de las rodillas.
—¿Es muy necesaria vuestra visita? —preguntó—. ¿No pensáis que haríais mejor en terminar esta noche tan bien comenzada en vuestro laboratorio estrechando sobre el corazón una redoma bien panzuda?
Él se echó a reír.
—Estoy desolado, amiga, pero me había entregado a un experimento que no podía abandonar. ¿Sabéis que nuestro terrible arzobispo tiene en esto su culpa? Sin embargo, ha aceptado muy dignamente la muerte de su sobrino. Pero ¡atención! Es un triunfo más en su juego. He recibido el ultimátum de revelar al idiota de su monje Bécher mi secreto de la fabricación del oro. Y como no puedo explicarle abiertamente el tráfico español, he decidido llevarlo a Salsigne, donde le haré ver la extracción misma y la transformación de la roca aurífera. Antes voy a llamar al sajón Fritz Hauer y a enviar también ün correo a Ginebra. Bernalli soñaba con ser testigo de tales experimentos, y vendrá de seguro.
—Todo eso no me interesa —respondió Angélica malhumorada—. Tengo sueño.
Joffrey acarició el hombro blanco y suave, pero con un movimiento rápido ella le hundió en la mano los dientes puntiagudos. Él, con fingida cólera, le dio un bofetón, pero bien pronto Angélica sucumbió a la fuerza de Peyrac, que cada vez le causaba la misma sorpresa. Su sangre empezó a circular más de prisa. Una chispa voluptuosa se encendió en lo más profundo y se esparció por todo su ser. Evocó súbitamente las sombras de una alcoba dorada por el resplandor de una lámpara. Tenía en los oídos una queja suave y desgarradora, y creía oírla con sobrecogedora acuidad. Reconoció de pronto su propia voz. Por encima de ella, en la luz gris del alba, veía aquel rostro de fauno sonriente que, con los ojos brillantes, medio cerrados, escuchaba el cántico que había hecho nacer.