Una luz verde y suave bañaba a Angélica. Acababa de abrir los ojos. Estaba en Monteloup, bajo las umbrías de la orilla del río, donde el sol no penetraba sino tiñéndose de verde. Oía a su hermano Gontran decirle:
—El verde de las plantas no lo encontraré nunca. A lo sumo, tratando la calamina con sal de cobalto traído de Persia, se obtiene un matiz parecido, pero es un verde espeso, opaco. Nada que se parezca a esta esmeralda luminosa de las hojas sobre el río…
Gontran tenía una voz gruesa y enronquecida, nueva, y, sin embargo, conservaba la entonación malhumorada que tomaba al hablar de sus colores y sus cuadros.
Cuántas veces había murmurado, mirando los ojos de su hermana con una especie de rencor: «¡El verde de las plantas no lo encontraré nunca!»
Un ardor en el hueco del estómago la hizo estremecerse. Recordó que había sucedido algo terrible. «¡Dios mío —pensó—, mi hijito ha muerto!» Seguramente había muerto. No habría podido sobrevivir a tantos horrores, habría muerto cuando saltó desde la ventana a aquel abismo negro. O cuando iba corriendo por los corredores del Louvre… El vértigo de aquella carrera insensata ponía aún fiebre en sus miembros; el corazón, forzado hasta el extremo, parecía dolerle.
Reuniendo sus fuerzas, consiguió mover una de las manos y ponerla sobre el vientre. Un suave sobresalto respondió a su presión. «¡Oh, aún está ahí! ¡Vive! ¡Qué valiente compañerito!», pensó. El niño se agitaba como una ranita. Sentía escurrirse bajo sus dedos la redonda cabecita.
Instante tras instante iba recobrando su lucidez, y se dio cuenta de que estaba en realidad en un lecho de columnas retorcidas cuyas cortinas de sarga verde dejaban filtrarse aquel fulgor glauco que le había recordado las orillas del río de Monteloup. No estaba en la calle del Infierno, en casa de Hortensia. ¿Dónde estaba? Sus recuerdos eran vagos. Sólo tenía la impresión de arrastrar tras sí una especie de masa enorme y tenebrosa. No sabía qué drama atroz de veneno negro, de espadas que surgían como relámpagos, de miedo, de fango pegajoso. La voz de Gontran volvió a dejarse oír.
—Nunca, nunca se encontrará ese verde del agua bajo las hojas.
Esta vez Angélica estuvo a punto de lanzar un grito. ¡Estaba loca sin duda alguna, o quizás espantosamente enferma…! Se incorporó y apartó las cortinas del lecho. El espectáculo que se ofreció a su vista acabó de convencerla de que había perdido la razón.
Ante ella, tendida sobre una especie de tablado, veía una diosa rubia y rosa, medio desnuda, ofreciendo en un cestillo de paja suntuosos racimos de uvas doradas cuyos pámpanos exuberantes se esparcían sobre almohadones de terciopelo. Un pequeño Cupido desnudo, maravillosamente lleno de hoyuelos, con una corona de flores torcida sobre los rubios cabellos, comía grano tras grano de uva con gran ardor. De pronto y varias veces el diosecillo estornudó. La diosa lo miró con inquietud y dijo algunas palabras en lengua extranjera, que era, sin duda, la lengua del Olimpo. Alguien se movió en la habitación, y un gigante de cabellos y barba rojos, vestido sencillamente como un artesano del siglo, se acercó a Eros, lo tomó en brazos y lo envolvió en un manto de lana.
Simultáneamente Angélica descubrió el caballete del pintor Van Ossel, y junto a él un obrero con delantal de cuero, cargado con dos paletas en las que mezclaba abigarrados y brillantes colores. El obrero, ladeando la cabeza, miraba el cuadro sin terminar del maestro. Una luz lívida iluminaba su rostro. Era un buen mozo de mediana estatura, de aspecto ordinario, con su camisa de lienzo grueso abierta sobre un cuello bronceado, los cabellos cortados a la buena de Dios al ras de los hombros, y el flequillo en desorden ocultando a medias los ojos oscuros.
Pero Angélica hubiera reconocido entre mil aquellos labios malhumorados, aquella nariz agresiva, y también la bondad del mentón un tanto pesado que le recordaba a su padre, el barón Armando.
—¡Gontran! —llamó.
—La dama ha despertado —exclamó la diosa.
Todo el grupo, al cual se unieron cinco o seis chiquillos, se acercó al lecho. El obrero parecía estupefacto. Asombradísimo, miraba a Angélica, que le sonreía. De pronto, enrojeció violentamente y le tomó una mano entre las suyas manchadas de colores. Murmuró:
—¡Mi hermana!
La voluminosa diosa, que no era sino la mujer del pintor Van Ossel, dijo a voces a su hija que trajese el caldo de gallina que había preparado en la cocina.
—Estoy contento —decía el holandés—, estoy contento no sólo de haber favorecido a una dama que sufría, sino también a la hermana de mi compañero.
—Pero… ¿por qué estoy aquí? —preguntó Angélica.
Con su voz pesada, el holandés contó cómo la víspera por la noche los habían despertado golpes dados a la puerta de su alojamiento. A la luz de una vela los cómicos italianos, vestidos con sus oropeles de raso, les habían entregado una mujer desmayada, ensangrentada, medio muerta, y en su fogosa lengua italiana les habían suplicado que socorriesen a aquella desdichada. La apacible holandesa había respondido:
—¡Sea bien venida!
Ahora Gontran y Angélica se miraban con un tanto de desconcierto. ¿No hacía ya ocho años que se habían separado en Poitiers? Angélica volvía a ver a Raimundo y a Gontran marchándose a caballo por las callejuelas en cuesta. ¡Tal vez Gontran evocaba la vieja carroza en que tres chicuelas polvorientas se apretaban una contra otra!
—La última vez que te vi estabas con Hortensia y Madelón e ibas al convento de las ursulinas de Poitiers.
—Sí. Madelón ha muerto, ¿lo sabes?
—Sí, lo sé.
—¿Recuerdas, Gontran? En otro tiempo hacías el retrato del viejo Guillermo.
—El viejo Guillermo ha muerto.
—Sí, lo sé.
—Conservo su retrato. Hice otro mucho más hermoso… de memoria. Ya te lo enseñaré.
Gontran se había sentado en el borde de la cama, extendiendo sobre el delantal de cuero sus gruesas manos manchadas, incrustadas de rojo y azul, corroídas por los productos químicos que le servían para fabricar los colores, encallecidas por la mano del mortero en el cual desde la mañana hasta la noche machacaba el minio de plomo, los ocres, los litargirios mezclados con aceite o espíritu de sal.
—¿Cómo has podido llegar a este oficio? —preguntó Angélica con un matiz de lástima en la voz.
La nariz susceptible de Gontran (la nariz de los Sancé) se frunció, y su frente se cubrió de arrugas.
—¡Necia! —dijo sin ambages—. Si he llegado a esto, como tú dices, es porque lo he querido. ¡Oh!, mi bagaje de latín está completo, y los jesuitas no han ahorrado trabajo para hacer de mí un joven noble capaz de continuar el nombre de la familia, puesto que Josselin se fue a las Américas y Raimundo ha entrado en la célebre Compañía. Pero yo también tenía mi idea. Reñí con nuestro padre, que quería verme en los ejércitos, sirviendo al rey. Me dijo que no me daría ni un cuarto. Entonces me marché a pie y me hice artesano en París. Estoy terminando mis años de aprendizaje. Después emprenderé mi «vuelta a Francia». Iré de ciudad en ciudad instruyéndome en todo lo que se enseñe sobre los oficios de pintor y grabador. Para vivir, me alojaré en casa de los pintores o haré retratos de burgueses. Y más tarde compraré mi título de maestro. ¡Llegaré a ser un gran pintor, estoy seguro, Angélica! Y acaso me encargarán que pinte los techos del Louvre…
—Pintarás el infierno, llamas y diablos haciendo muecas…
—No, pintaré el cielo pleno de azul, nubes doradas por el sol, entre las cuales aparecerá el rey en su gloria.
—El rey en su gloria… —repitió Angélica con voz débil y cansada.
Cerró los ojos. Se sentía de pronto más vieja que aquel joven que era mayor que ella, pero que había conservado intacta la fuerza de sus pasiones infantiles. Es verdad, había pasado frío y hambre, se había humillado, pero nunca había cesado de caminar hacia su sueño.
—Y yo… —dijo—, ¿no me preguntas cómo he llegado a esto?
—No me atrevo a interrogarte —dijo con desconcierto—. Ya sé que te casaste contra tu gusto, con un hombre espantoso y temible. Nuestro padre estaba entusiasmado con tal matrimonio, pero todos nos compadecíamos de ti, Angélica. ¿Has sido, por lo visto, muy desgraciada?
—No. Cuando soy desgraciada es ahora.
Vacilaba al borde de las confidencias. ¿Para qué turbar a aquel muchacho, indiferente a cuanto no fuese su trabajo encantado? ¿Cuántas veces habría pensado en su hermanita Angélica en el transcurso de aquellos años? Pocas, sin duda, y sólo cuando lo desconsolaba no poder reproducir el verdor de las hojas. Nunca había necesitado de los demás, aunque formase estrechamente parte del círculo familiar.
—En París he ido a parar a casa de Hortensia —dijo, intentando reanimar en su alma helada el calor de su fraternidad.
—¿Hortensia? Una arpía. Cuando llegué aquí intenté verla, pero ¡qué serenata me costó! Se moría de vergüenza al verme entrar en su casa con mis zapatones. «¡Ni siquiera llevas espada!», gritaba. Nada me diferenciaba de los artesanos groseros. Es verdad. ¿Me ves llevando espada con el delantal de cuero? Y si me gusta pintar, a pesar de ser noble, ¿crees que van a detenerme prejuicios de esa índole? Los derribo de un puntapié.
—Creo que todos estamos hechos para la rebeldía —dijo Angélica lanzando un suspiro. Tomó cariñosamente de la mano a su hermano—. Has debido de pasar mucha miseria.
—No más de la que hubiera pasado en el Ejército con una espada al costado, deudas hasta por encima del pelo, y perseguido por los usureros. Sé lo que gano. No espero una pensión del buen humor de un señor lejano. Mi maestro no puede engañarme porque la corporación me protege. Cuando la vida se pone demasiado dura, doy un salto hasta el Temple en busca de nuestro querido hermano y jesuita, para pedirle unos escudos.
—¿Raimundo está en París? —exclamó Angélica.
—Sí, reside en el Temple, pero es capellán de no sé cuántos conventos y no me sorprendería que llegase a ser confesor de grandes personajes en la Corte.
Angélica reflexionaba. La ayuda de Raimundo era la que necesitaba. Un eclesiástico que tal vez tomaría la cosa en serio, puesto que se trataba de su familia… A pesar del recuerdo que aún le escocía de los peligros que había corrido, a pesar de las palabras del rey, Angélica no pensó ni un instante en abandonar la partida. Comprendía tan sólo que debía mostrarse muy prudente.
—Gontran —dijo en tono decidido—, vas a llevarme a la taberna de «Los Tres Mazos».
Gontran no se alteró por la decisión de Angélica. ¿No había sido siempre una criatura original? ¡Con qué nitidez volvía a verla en el recuerdo, con los pies desnudos, arañada por las zarzas, volviendo desharrapada de sus expediciones por los campos, de las cuales no hablaba nunca a nadie, ensangrentada, hosca, misteriosa!
El pintor Van Ossel aconsejó que esperasen a la noche o siquiera al atardecer, que esfuma los rostros. ¿No tenía larga experiencia de los dramas e intrigas de aquel palacio cuyos ecos venían a susurrar, por la voz de sus nobles modelos, en torno a su caballete? Mariedje prestó a Angélica una de sus sayas y un jubón de paño sencillo de color
beige
oscuro, el color que llamaban rosa seca, y le puso en la cabeza un pañuelo de raso negro como el que llevaban las mujeres del pueblo. Angélica se divertía al sentir que la saya, más corta que las faldas de las grandes señoras, le golpeaba los tobillos.
Cuando, acompañada por Gontran, salió del Louvre por la puertecilla que se llamaba
la puerta de las lavanderas
porque durante todo el día las lavanderas y planchadoras de las casas principescas iban y venían desde el Sena al palacio, más se parecía a una linda mujercita de artesano colgada del brazo de su marido que a la gran dama que la víspera había hablado con el rey.
Más allá del Puente Nuevo el Sena espejeaba bajo los últimos rayos del sol. Los caballos que llevaban a beber entraban en el agua hasta el pecho y se refocilaban relinchando. Barcazas cargadas de heno colocaban a lo largo de las orillas la larga hilera de los olorosos montones de hierba. Una barca, que venía de Ruán, desembarcaba en las fangosas orillas su contingente de soldados, monjes y nodrizas. Las campanas tocaban al ángelus. Los vendedores de barquillos y obleas tostadas se lanzaban a las calles con sus cestos cubiertos de lienzos blancos, interpelando así a los jugadores de las tabernas:
¿Quién llama al barquillero?
¿Cuándo perdió nadie jugando con él?
¡Barquillos! ¡Barquillos! ¡Baratos!
Pasaba una carroza, precedida por sus lacayos y sus perros, y el Louvre, macizo y lúgubre, pintado de violeta al acercarse la noche, estiraba bajo el cielo rojo su interminable galería.
Un tronar de canciones salía de la taberna, cuya muestra enorme blandía tres mazos de hierro forjado que pendían oscilantes sobre la cabeza de los que pasaban. Angélica y su hermano Gontran bajaron los escalones y se encontraron en una atmósfera enrarecida por el humo del tabaco y el relente de las salsas. En el fondo, una puerta abierta dejaba ver la cocina, donde ante las rojas lumbres daban vuelta los asadores bien provistos de aves. Sentáronse a una mesa un poco retirada, cerca de una ventana, y Gontran pidió vino.
—Elige una buena botella —dijo Angélica esforzándose por sonreír—. Yo pago.
Y le enseñó la bolsa en que guardaba las 1.500 libras que había ganado al juego.
Gontran dijo que no era exigente. En general se contentaba con un buen vinillo de los collados de París. Y los domingos iba a saborear vinos más célebres en los arrabales, donde los vinos de Burdeos y Borgoña, como no habían pagado el derecho de entrada en los consumos de París, costaban menos. A aquel vino le llamaban «
guinguet
» y se bebía en los establecimientos llamados «
guinguettes
». El paseo del domingo era su única distracción. Angélica le preguntó si iba con amigos. Dijo que no. Amigos no tenía, pero le gustaba mucho, sentado bajo un cenador, mirar en torno de sí los rostros de los obreros y sus familias. La humildad le parecía buena y simpática.
—Suerte tienes —murmuró Angélica, que sintió de pronto en la lengua el sabor amargo del veneno.
No se sentía enferma, pero sí cansada y nerviosa. Con los ojos brillantes, y apretándose contra el cuerpo el grueso manto de lana que le había prestado Mariedje, contemplaba el espectáculo, nuevo para ella, de una taberna de la capital. Verdad es que se respiraba en ella, a falta de aire puro, un clima de libertad y familiaridad que colmaba de bienestar a los clientes.