Estuvo a punto de pedirle a Hortensia su carricoche para no estropear el último traje un tanto lujoso, pero renunció ante el desagradable gesto de su hermana. Angélica llevaba un traje de dos tonos de color verde aceituna y verde pálido, de tela un poco ligera para la estación. Se había envuelto en su manto de seda de color de ciruela, porque el viento húmedo barría las calles estrechas y los muelles. Llegó por fin al macizo palacio, cuyas techumbres, cúpulas y chimeneas adornadas con escudos de armas se destacaban contra el cielo sombrío.
Por el patio interior y grandes escaleras llegó al departamento que le habían indicado como actual morada de la señorita de Montpensier. No podía menos de estremecerse al volver a encontrarse en aquellos largos corredores, siniestros a pesar de sus floridos paneles, de sus preciosos tapices. Demasiadas tinieblas se pudrían en aquellos rincones hechos para la emboscada, para el atentado. Una historia de sangre y horrores surgía a cada paso en aquel viejo palacio real, en el que, sin embargo, la Corte de un rey joven procuraba despertar un poco de alegría. Un tal señor de Préfontaines dijo a Angélica que
Mademoiselle
estaba en el taller de su pintor, en la galería grande, y se ofreció para llevarla hasta allí.
Caminaba a su lado con solemnidad. Hombre de mediana edad, prudente y vivo de ingenio, sus consejos eran tan preciosos a la
Grande Mademoiselle,
que ya por dos veces, sólo por molestarla, la reina madre había exigido el destierro del pobre señor.
A pesar de sus preocupaciones, Angélica se esforzó en hablar con él mientras iban andando, y así se informó de los proyectos de
Mademoiselle.
¿Es que la princesa no iba a mudarse pronto al palacio de Luxemburgo, como se había previsto? El señor de Préfontaines suspiró. A la princesa se le había metido en la cabeza restaurar las habitaciones del palacio de Luxemburgo, que, sin embargo, eran muy hermosas y estaban casi nuevas. Entretanto se había alojado en el Louvre, pues no podía soportar en las Tullerias la compañía de
Monsieur,
el hermano del rey. Por otra parte, como se hablaba mucho del matrimonio de
Monsieur
con la joven Enriqueta de Inglaterra y de que la pareja viviría en el Palais Royal,
Mademoiselle
esperaba aún poder volver a las Tullerias.
—Personalmente, señora —dijo el señor de Préfontaines—, no os ocultaré mi opinión: el Luxemburgo o las Tullerias, ¿qué más da? Todo, antes que estar alojados en el Louvre. —Se acercó a ella confidencialmente—: ¿Qué queréis? Mi abuelo y mi padre practicaban la religión reformada. Yo mismo fui educado hasta la edad de diez años en las prácticas protestantes. Pues bien, quiérase o no, no hay hugonote que pueda sentirse a gusto al pasar por los corredores del Louvre. Es cierto que ha pasado casi un siglo desde la noche atroz, pero a veces veo brillar sobre las losas la sangre de la noche de San Bartolomé. Mi abuelo me describió la tragedia con todo detalle. Tenía entonces ochenta años, y no escapó sino por milagro a la matanza organizada de los protestantes. Mirad, desde esta ventana, el rey Carlos IX disparaba con un arcabuz sobre los señores hugonotes que intentaban escapar atravesando el Sena y llegar al prado de los Clérigos. Mi abuelo evocaba a Carlos IX. Lo volvía a ver, gigantesco, barbudo, bestial, gritando: «¡Mata! ¡Que no quede uno!» Toda la noche estuvieron matando en el Louvre. Por todas las ventanas arrojaban cadáveres, en todas las alcobas se apuñalaba. ¿No sois hugonota?
—No, señor.
—Entonces, no sé por qué os cuento esto —dijo, pensativo, el señor de Préfontaines—. Yo mismo soy católico, pero se olvida mal la educación primera. Desde que estoy en el Louvre, duermo muy poco. Me despierto sobresaltado, creyendo oír gritar por los corredores: «¡Mata, mata!», y el ruido de la carrera de los señores protestantes perseguidos por la banda de asesinos… A deciros verdad, señora, me pregunto si no hay fantasmas en el Louvre…, fantasmas sangrientos…
—Deberíais tomar alguna tisana de hierbas somníferas, señor de Préfontaines —recomendó Angélica, que no podía menos de estremecerse ante aquellas evocaciones lúgubres.
El atentado del que había salido ilesa, y que había costado la vida a Margarita, estaba demasiado cercano para que pudiese tomar las palabras del señor de Préfontaines como figuraciones desatinadas. El asesinato, la violación, la traición, el horror de los crímenes más inmundos, estaban agazapados en las entrañas del enorme palacio.
Angélica se encontró bien pronto en una especie de subsuelo, debajo de la galería grande. Desde Enrique IV se reservaban allí las habitaciones para los artistas y gentes que ejercían varios oficios. Escultores, pintores, relojeros, perfumistas, grabadores en piedras preciosas, forjadores de espadas de acero, los más hábiles doradores, damasquinadores, fabricantes de laúdes y otros instrumentos de cuerda, fabricantes de instrumentos científicos, tapiceros, libreros, vivían allí con sus familias a costa del rey. Tras la puerta de gruesa madera barnizada se oía el martilleo de las mazas y las forjas, el ruido de los telares del taller de tapices, el choque sordo de las prensas de imprimir.
El pintor por quien la señorita de Montpensier se hacía retratar era un holandés de barba rubia, alto, con frescos ojos azules en un rostro de jamón cocido. Artesano modesto y hombre de talento, Van Ossel oponía a los caprichos de las damas de la Corte la fortaleza de un carácter apacible y un francés torpe. Si la mayor parte de los grandes lo tuteaban, como era costumbre hacer con un lacayo o un obrero, no por eso dejaba de hacer marchar a su gusto a todo el mundo.
Mademoiselle,
envuelta en opulento terciopelo azul oscuro con pliegues acentuados, cubierta de perlas y alhajas, con una rosa entre los dedos, sonrió a Angélica.
—Dentro de un instante estoy con vos, preciosa. Van Ossel, ¿vas a decidirte a terminar mi suplicio?
El pintor gruñó y, por pura fórmula, añadió unos cuantos toques de luz al cuadro. Mientras una camarera ayudaba a
Mademoiselle
a vestirse, el pintor entregó los pinceles a un muchacho que debía de ser su hijo y que le servía de aprendiz. Van Ossel miraba con atención a Angélica y a Kuassi-Ba. Por fin hizo una profunda reverencia.
—Vos, señora, ¿queréis que haga vuestro retrato…? ¡Oh, bellísimo! La mujer luminosa y el moro negro, negro. El sol y la noche…
Angélica rechazó el ofrecimiento con una sonrisa. El momento no era propicio, pero acaso algún día… Se figuró el gran cuadro que haría colgar en uno de los salones del palacio del barrio de San Pablo, cuando fuese a vivir en él, victoriosa, con Joffrey de Peyrac. Ello le dio un poco más de ánimo para el porvenir. En la galería, al subir hacia sus habitaciones, la
Grande Mademoiselle
la tomó del brazo y abordó el asunto con su brusquedad acostumbrada.
—Niña querida, esperaba que después de algunas averiguaciones podía traeros la buena nueva, confirmando que en el asunto de vuestro marido no había sino un malentendido provocado por algún cortesano descontento de que hubiera intentado hacerse valer ante el rey o tal vez por las calumnias de algún pedigüeño rechazado por el señor de Peyrac que intentara vengarse… Pero ahora temo que el asunto sea un tanto largo y complicado.
—Por amor de Dios, Alteza, ¿qué habéis sabido?
—Entremos en mi habitación, lejos de oídos indiscretos.
Cuando estuvieron sentadas una junto a otra en un cómodo canapé,
Mademoiselle
dijo:
—En verdad, he logrado saber poca cosa, y si dejamos a un lado las charlatanerías habituales en la Corte, debo deciros que lo que precisamente me inquieta es esa carencia de informes. Las gentes no saben nada o prefieren no saberlo. —Añadió después de un poco de vacilación, bajando la voz—: A vuestro marido lo acusan de brujería.
Para no herir a la princesa, Angélica no quiso decirle que ya lo sabía.
—Eso no es grave —continuó la señorita de Montpensier—, y la cosa habría podido resolverse sin dificultades si vuestro marido hubiese sido entregado a un tribunal eclesiástico, a lo que parecería obligar el objeto de la acusación. No os ocultaré que a menudo las gentes de la Iglesia me resultan un tanto insoportables, entremetidas, pero hay que reconocer que su justicia particular, cuando se trata de puntos que conciernen a sus atribuciones, tiene generalmente probidad e inteligencia. Pero el hecho importante es que, a pesar de esta acusación especial, vuestro marido ha sido entregado a la justicia secular. Y ahí no me hago ilusiones. Si hay juicio, lo cual no es seguro, el resultado dependerá únicamente de los jueces-jurados.
—¿Queréis decir, Alteza, que los jueces del poder civil pueden mostrarse parciales?
—Eso depende de quienes sean elegidos.
—¿Y quién debe elegirlos?
—El rey.
Ante la expresión asustada de Angélica, la princesa se puso en pie, le tocó el hombro y procuró serenarla. Todo acabaría bien; estaba segura. Pero había que aclarar la cuestión. No se aprisionaba a un hombre y se lo ponía en secreto cuando se trataba de alguien de la posición y jerarquía del señor de Peyrac. Había hecho una investigación a fondo acerca del arzobispo de París, cardenal de Condi, antiguo partidario de la Fronda y bastante mal dispuesto hacia monseñor Fontenac, arzobispo de Toulouse. Por este cardenal, a quien no se podía tachar de complacencia por los actos de un rival poderoso en el Languedoc, había sabido que el arzobispo de Toulouse parecía, en efecto, haber sido el instigador de la acusación primera de brujería. El haber desistido en favor de la justicia del rey le había sido hasta cierto punto impuesto por vías ocultas. Monseñor de Toulouse no tenía en realidad intención de llevar las cosas tan lejos, y como él mismo no creía en la brujería, al menos en el caso de vuestro marido, se habría contentado con infligirle una censura, ya ante el tribunal eclesiástico, ya ante el Parlamento de Toulouse. Pero le han arrancado «su» acusado por medio de una «orden de arresto» especial y preparada desde hace mucho tiempo.
Mademoiselle
explicó después que, prosiguiendo la encuesta entre sus altas relaciones, había adquirido cada vez más la certidumbre de que Joffrey de Peyrac había sido arrancado por la fuerza a la acción probable del tribunal parlamentario de Toulouse.
—Lo sé por la misma boca del señor Masseneau, digno parlamentario del Languedoc. Acaba de ser llamado a París por razones misteriosas, y, por otra parte, él mismo se pregunta si no se trata del asunto de vuestro marido.
—Masseneau —dijo Angélica, pensativa.
Como un relámpago volvió a ver al hombrecillo lleno de cintas que tanto se había enojado entre el polvo de la carretera de Salsigne cuando amenazaba al insolente conde de Peyrac con el bastón y gritaba: «Escribiré al gobernador del Languedoc…, al Consejo del rey…»
—¡Oh, Dios mío! Es un enemigo de mi marido.
—Yo misma he hablado con ese magistrado —dijo la duquesa de Montpensier—. Aunque es de rústico origen, me pareció bastante franco y digno. De hecho, teme mucho que le elijan como juez-jurado para el asunto de Peyrac, precisamente porque se sabe que tuvo un altercado con él. Dice que las injurias que pueden cambiarse bajo el sol no tienen que ver con la causa de la justicia, y que le disgustaría mucho prestarse a un simulacro de proceso.
Angélica sólo retuvo una palabra: «proceso».
—¿Piensan, pues, abrir el proceso? Un abogado a quien consulté me ha dicho que el conseguirlo sería ya un resultado, sobre todo si pudiera obtenerse la formación de un tribunal en el seno del Parlamento de París. La presencia de ese Masseneau, también parlamentario, pudiera probarlo.
La señorita de Montpensier hizo una mueca que por cierto no la embelleció.
—Habéis de saber, niña, que estoy muy versada en triquiñuelas de justicia y que conozco a mucha gente de toga. Pues bien, si queréis creerme, un tribunal de parlamentarios no favorecería en nada a vuestro marido, porque casi todos los parlamentarios deben algo a Fouquet, el actual superintendente de las Finanzas, y seguirían sus órdenes, tanto más cuanto que él fue presidente del Parlamento de París.
Angélica se estremeció. ¡Fouquet! De modo que la temible ardilla mostraba una vez más su oreja puntiaguda.
—¿Por qué me habláis del señor Fouquet? —preguntó con voz indecisa—. ¡Os juro que mi marido no ha hecho nada para atraerse su odio! ¡Además, no lo ha visto nunca!
Mademoiselle
seguía moviendo la cabeza.
—Yo no tengo espías cerca de Fouquet. Además, eso no entra en mis procedimientos, aunque sí en los suyos. Eran también los de mi difunto padre, que aseguraba que en este reino no es posible obrar de otro modo. No tengo, pues, y lo lamento por vuestro marido, hombre ni mujer míos entre los que rodean al superintendente. Pero por el hermano del rey, que está también a sueldo de Fouquet…, al menos lo supongo…, he creído comprender que ambos, vos y vuestro marido, conocéis un secreto acerca de Fouquet.
Angélica sintió que se le paraba el corazón. ¿Debía confesarse por completo a su gran protectora? Tentación tuvo de ello, pero recordó a tiempo lo indiscreta e incapaz de dominar su lengua que era la princesa. Más valdría esperar y preguntar a Desgrez. Suspiró y dijo, apartando los ojos:
—¿Qué puedo saber de ese poderoso señor al que nunca me he acercado? Recuerdo que, cuando era niña, se hablaba en el Poitou de una pretendida conspiración de los señores, en la cual estaban comprometidos el señor Fouquet, el príncipe de Condé y otros grandes personajes. Después fue la Fronda.
Era ya bastante delicado arriesgar semejantes palabras ante la
Grande Mademoiselle.
Pero ésta no le dio importancia y confirmó que su padre también se había pasado la vida conspirando.
—Era su vicio principal. Además, era demasiado bueno y demasiado blando para hacerse cargo de los destinos del reino. Se había convertido en un artista de la conspiración. Pudo también encontrarse en el clan de Fouquet, entonces poco conocido. Pero mi padre era rico, y Fouquet estaba todavía en sus comienzos. Nadie podrá decir que mi padre haya conspirado para enriquecerse.
—Mientras que mi marido se ha enriquecido sin conspirar —dijo Angélica sonriendo tristemente—. Tal vez por eso parezca sospechoso.
Mademoiselle
convino en ello. Añadió que la ausencia de todo espíritu palaciego era un grave defecto en la Corte. Pero, en fin, ello no justificaba la orden de prisión en secreto firmada por el rey.