—Para ser franco —dijo bruscamente—, me estoy preguntando si no debiera devolveros ese dinero. Creo que me encargué con un tanto de imprudencia de este asunto, que me parece muy complicado.
—¿Renunciáis a defender a mi marido?
Ayer mismo no había podido dejar de desconfiar de aquel letrado que, a pesar de sus brillantes diplomas, era seguramente un pobre infeliz que no comía todos los días lo necesario para matar el hambre. Pero, ahora que hablaba de abandonarla, la acometió el pánico. El dijo:
—Para defenderle, sería menester que le acusasen.
—¿De qué le acusan?
—Oficialmente de nada.
No existe.
—Pero, entonces, no pueden hacerle nada.
—Pueden
olvidarle
para siempre, señora. Hay en los negros calabozos de la Bastilla gentes que están allí desde hace treinta o cuarenta años y ya ni siquiera serían capaces de recordar sus propios nombres. Por eso os digo: su mayor probabilidad de salvación es provocar el proceso. Pero, aun en tal caso, el proceso será sin duda privado y se le negará la ayuda de un abogado. ¡Así el dinero que vais a gastar es inútil!
Angélica se irguió ante él y lo miró fijamente.
—¿Tenéis miedo?
—No. Pero me pregunto: para mí, por ejemplo, ¿no es preferible seguir siendo un abogado sin causas que arriesgar el escándalo? Para vos, ¿no es preferible ir a esconderos en el fondo de una provincia con vuestro hijito y el dinero que os quede, antes que perder la vida? Para vuestro marido, ¿no es preferible pasar varios años en prisión antes que dejarse arrastrar a un proceso… por brujería y sacrilegio?
Angélica exhaló un enorme suspiro de alivio.
—¡Brujería y sacrilegio…! ¿De eso lo acusan?
—Es, por lo menos, lo que ha servido de pretexto para su arresto.
—¡Pero eso no es grave! No es sino la consecuencia de una sandez del arzobispo de Toulouse.
Angélica contó detalladamente al joven abogado los principales episodios de la querella entre el arzobispo y el conde de Peyrac; cómo este último había puesto a punto un procedimiento para extraer oro de las rocas, y cómo el arzobispo, celoso de su riqueza, había decidido obtener de él el secreto, que no era en suma sino una fórmula industrial.
—No se trata de ninguna acción mágica, sino de trabajo científico —terminó diciendo. El abogado torció el gesto.
—Señora, soy absolutamente incompetente en esa materia. Si esos trabajos forman la base de la acusación, sería preciso reunir testigos, hacer la demostración ante los jueces y probarles que no se trata de magia ni de brujería.
—Mi marido no es hombre devoto, pero va a misa los domingos, ayuna y comulga en las fiestas solemnes. Es generoso con la Iglesia. Sin embargo, el prelado de Toulouse temía su influencia, y por eso están en lucha desde hace años.
—Desgraciadamente, es un título ser arzobispo de Toulouse. En ciertos aspectos, ese prelado tiene más poder que el arzobispo de París y acaso más que el cardenal. Pensad que es el único que todavía representa en Francia la causa del Santo Oficio. Entre nosotros, que somos gentes modernas, semejante historia no parece tener ya sentido. La Inquisición está a punto de desaparecer. No conserva su virulencia más que en ciertas regiones del Mediodía donde la herejía protestante está más esparcida, en Toulouse precisamente y en Lyon. Pero, a fin de cuentas, no es lo que más temo la severidad del arzobispo y la aplicación de las leyes del Santo Oficio en este caso. Tomad. Leed esto. Sacó de su bolsa de terciopelo harto gastada un trocito de papel que llevaba en un ángulo la palabra «Copia». Angélica leyó:
Entre Filiberto Venot, procurador general de las causas oficiales de la sede episcopal de Toulouse, acusador en la causa por crimen de magia y sortilegio contra el señor Joffrey de Peyrac, conde de Morens.
Considerando que el susodicho Joffrey de Peyrac está suficientemente convicto de haber renunciado a Dios y haberse dado al diablo, y también de haber invocado varias veces a los demonios y haber hecho trato con ellos, en fin, de haber realizado varias y diversas especies de sortilegios… Por los cuales casos y otros se le envía al juez secular para que le juzgue de sus crímenes.
Dado el 26 de junio de 1660 por Filiberto Venot, el dicho Peyrac no ha contestado ni apelado, así ha dicho que la voluntad de Dios sea hecha.
—En lenguaje menos sibilino eso significa que el tribunal religioso, después de haber juzgado a vuestro marido por contumacia, es decir, sin que él lo supiera, y haber sacado por adelantado la conclusión de que es culpable, lo ha entregado a la justicia secular del rey.
—¿Y creéis que el rey va a dar fe a tales necedades? No resultan sino la envidia de un obispo que quisiera reinar sobre toda la provincia y se deja influir por las divagaciones de un monje atrasado como ese Bécher que, por añadidura, debe de estar seguramente loco.
—Yo no puedo juzgar sino los hechos —dijo con decisión el abogado—. Ahora bien, esto demuestra que el arzobispo no quiere figurar en primer término en esta historia. Como veis, ni siquiera se le nombra, y, sin embargo, no se puede dudar de que sea él quien ha provocado el primer juicio a puertas cerradas. En cambio, la orden de arresto lleva la firma del rey y la de Séguier, presidente del tribunal. Séguier es hombre íntegro, pero débil. Es el guardián de las formas de la justicia, pero las órdenes del rey son lo primero para él.
—Sin embargo, si se provoca el proceso, lo que contará será, a pesar de todo, la opinión de los jueces-jurados.
—Sí —convino Desgrez con reticencia—. Pero ¿quién nombrará a los jueces-jurados?
—Y según vos, ¿qué arriesga mi marido en tal proceso?
—La tortura, por cuestión ordinaria y extraordinaria, primero. Y después, señora, la hoguera.
Angélica palideció y le sobrevino una náusea.
—Pero —replicó— no se puede condenar a un hombre de su rango por estúpidos dimes y diretes.
—Por lo cual no sirven sino como pretexto. ¿Queréis mi opinión, señora? El arzobispo de Toulouse no tuvo jamás intención de entregar a vuestro marido a un tribunal secular. Esperaba, sin duda, que un juicio eclesiástico bastaría para domar su soberbia y hacerle dócil a los puntos de vista de la Iglesia. Pero monseñor, al fomentar esta intriga, ha dado con gentes que han ido más allá de sus previsiones, ¿y sabéis por qué?
—No.
—Porque
hay otra cosa
—dijo Desgrez levantando un dedo—. Seguramente vuestro marido debía de tener en muy alto lugar muchos enemigos que habían jurado su pérdida. La intriga del arzobispo de Toulouse les ha proporcionado un trampolín maravilloso. En otro tiempo se envenenaba a los enemigos en la sombra. Ahora les gusta mucho hacerlo dentro de las formas legales: se acusa, se juzga, se condena. Así se tiene la conciencia tranquila. Si se realiza el proceso de vuestro marido, estará fundado sobre esta acusación de brujería, pero el
verdadero
motivo de su condena nunca se sabrá.
Angélica tuvo una rápida visión del cofrecillo de veneno. ¿Había que hablar de ello a Desgrez? Vaciló. Hablar sería dar forma a sospechas sin fundamento, acaso embrollar más pistas tan complicadas. Preguntó con voz insegura:
—¿De qué orden sería esa
otra cosa
que sospecháis?
—No tengo la menor idea. Todo lo que puedo afirmaros es que, con sólo haber metido mi larga nariz en este asunto, he tenido tiempo de retroceder con espanto ante los altos personajes que se encuentran enredados en él. En suma, os repito lo que os dije el otro día: la pista empieza en el rey. Si ha firmado esta orden de arresto, es que la aprobaba.
—¡Cuando pienso —murmuró Angélica— que le pidió que cantase para él y le colmó de palabras amables! Sabía ya que iban a arrestarle.
—Sin duda, pero nuestro rey estudió en buena escuela de hipocresía. De todos modos, sólo él puede revocar una orden de arresto especial y secreta. Ni Tellier ni sobre todo Séguier ni otros togados bastarían. A falta del rey, hay que intentar acercarse a la reina madre, que tiene mucha influencia sobre su hijo, o a su confesor jesuíta, o hasta al cardenal.
—He visto a la
Grande Mademoiselle
—dijo Angélica—. Me prometió recoger informes e informarme a su vez. Pero ha dicho que no hay nada que esperar antes de las fiestas de la entrada… del rey… en París…
Angélica terminó la frase con dificultad. Desde hacía unos instantes, cuando el abogado había hablado de la hoguera, la invadía un malestar. Sentía que el sudor le brotaba de las sienes y temió desvanecerse. Oyó que Desgrez aprobaba:
—Soy de su misma opinión. Antes de las fiestas no hay nada que hacer. Lo mejor para vos sería esperar aquí con paciencia. En cuanto a mí, voy a tratar de completar mi encuesta.
Como sumida en una niebla, Angélica se levantó y alargó las manos. Su mejilla fría tropezó con una severa ropa eclesiástica.
—Entonces, ¿no renunciáis a defenderle?
El joven se quedó un instante en silencio y dijo en tono malhumorado:
—Después de todo, nunca he temido por mi pellejo. Lo he arriesgado diez veces en reyertas idiotas de taberna. Bien puedo arriesgarlo una vez por una causa justa, pero será menester que me deis dinero porque soy pobre de solemnidad y el ropavejero judío que me alquila los trajes es un ladrón consumado.
Aquellas rudas palabras reanimaron a Angélica. El muchacho era más serio de lo que al principio se había figurado. Bajo apariencias mezquinas y desenvueltas ocultaba un conocimiento profundo de la rutina judicial y debía de consagrarse con conciencia a las tareas que se le confiaban. Angélica imaginó que no era el caso de esos abogados jóvenes recién salidos de la Universidad que, cuando tenían un padre generoso, no pensaban sino en figurar.
Recobró su sangre fría y le entregó cien libras. Desgrez, después de un rápido saludo, se alejó, sin haber lanzado una mirada enigmática sobre el rostro pálido de Angélica, cuyos ojos verdes brillaban como piedras preciosas en la penumbra incolora de aquel despacho, envenenado por el hedor de las tintas y las ceras para sellar.
Angélica subió a su habitación agarrándose al pasamanos de la escalera. Seguramente su desfallecimiento se debía a las emociones de la noche anterior. Iba a tenderse y a intentar dormir un poco, arriesgándose a soportar los sarcasmos de Hortensia. Pero apenas entró en el cuarto volvió a sobrecogerla la náusea y no tuvo tiempo más que para precipitarse a la jofaina.
«¿Qué tengo?», se preguntó sobrecogida de espanto. ¿Y si Margarita hubiese dicho la verdad? ¿Si realmente estaban intentando matarla? ¿El accidente de la carroza? ¿El atentado del Louvre? ¿No iban a procurar envenenarla? De pronto se calmó y una sonrisa le iluminó el rostro. «¡Qué tonta soy! Estoy encinta, sencillamente.» Recordó que, al salir de Toulouse, ya se había preguntado si no estaba a la espera de un segundo hijo. Ahora la esperanza se confirmaba sin lugar a duda.
«¡Cómo se alegrará Joffrey cuando salga de la prisión!», se dijo.
Durante los días siguientes Angélica se esforzó por tener paciencia Era preciso esperar la entrada triunfal del rey en París. Decían que sería a fines de julio, pero los preparativos obligaban cada día a un cambio de fecha. La multitud de forasteros llegados a París para el gran acontecimiento comenzaba a impacientarse.
Angélica vendió la carroza, los caballos y algunas joyas. Compartía la existencia modesta de aquel barrio burgués. Ayudaba en la cocina, jugaba con Florimond, que, muy activo, trotaba por toda la casa enredándose en su larga ropa. Sus primitos lo adoraban. Mimado por ellos, por Bárbara, por la criadita bearnesa, parecía feliz y había vuelto a recobrar sus sonrosadas mejillas. Angélica le bordó un gorrito rojo, bajo el cual su carita hechicera rodeada de rizos negros hacía que toda la familia se extasiara. Hasta Hortensia dejó de fruncir el seño y observó que un niño de aquella edad tenía ciertamente mucho encanto. Ella, ¡ay!, nunca tenía medios para pagar una nodriza a domicilio, de modo que no conocía a sus hijos hasta que llegaban a cumplir cuatro años. En fin, no todo el mundo podía casarse con un señor rengo, desfigurado, enriquecido por el trato con Satanás, y más valía ser la mujer de un procurador que perder el alma.
Angélica hacía oídos sordos a palabras necias. Para demostrar su buena voluntad, iba todas las mañanas a misa en la poco divertida compañía de su cuñado y su hermana. Empezaba a conocer el aspecto particular de la
Cité,
invadida cada vez más por las gentes de toga.
En derredor del Palacio de Justicia, de Notre-Dame, de las parroquias de Saint-Landry y Saint-Agnan, y en los muelles se agitaban innumerables ujieres, procuradores, jueces, consejeros. Vestidos de negro con collarín blanco, capa y a veces toga, iban y venían llevando en las manos las bolsas con los expedientes o con los brazos cargados de montones de papeles a los que llamaban los «útiles legajos». Llenaban la escalera del Palacio y las callejuelas que lo rodeaban. La taberna de la «Cabeza Negra» era su lugar de reunión. Allí se veía brillar la cara enrojecida de los magistrados.
Al otro extremo de la isla, el Puente Nuevo, hervidero de gentes vocingleras, imponía un París que indignaba a aquellos señores de la Justicia, hartos de verlo florecer a su sombra. Cuando se mandaba un lacayo a hacer un encargo por aquellos lugares y se le preguntaba a qué hora volvería, respondía: «Depende de las canciones que hoy se puedan oír en el Puente Nuevo.» Con las canciones nacían también de aquel movimiento perpetuo en torno a los puestos una nube de poesías y libelos. En el Puente Nuevo todo se sabía. Y los grandes habían aprendido a temer las sucias hojas que arrastraba el viento del Sena, que solían llamar «puentes nuevos».
Una noche, al levantarse de la mesa en casa del señor Fallot, cuando unos y otros saboreaban el vino de membrillo o de frambuesa, Angélica sacó maquinalmente del bolsillo un plieguecillo de papel. Lo miró con asombro, y después recordó que lo había comprado por diez sueldos a un infeliz del Puente Nuevo la mañana de su paseo a las Tullerías. Leyó a media voz:
Y luego entremos en el Palacio,
donde veremos que Rabelais
no dijo burlas suficientes
para las bribonadas que allí se hacen.
Allí veréis finos engañadores,
ilustrísimos afrentadores.
Vamos a ver la gran multitud…
Dos gritos indignados la interrumpieron. El anciano tío del señor Fallot se ahogaba sin poder tragar el vino. Con una viveza que nunca hubiera esperado de su solemne cuñado, éste le arrancó el papelucho de las manos, lo hizo una bola y lo arrojó por la ventana.