Felipe cruzó sus manos a la altura de la barbilla y miró al fraile fijamente.
—Verá… —Benavides respiró hondo—, cuando fray Bernardino investigó los prodigios de sor Luisa de la Ascensión, visitó también un convento en Soria donde interrogó a una joven monja que sufría extraños arrobamientos y éxtasis.
—¡Padre Sena!, no me hablasteis nunca de ello.
—No, Majestad —se excusó el Comisario, inclinándose frente a Felipe—. No creí que llegara a ser un caso importante y archivé el asunto.
—Pues hábleme ahora de esa monja, fray Bernardino.
El rostro ajado del Comisario General adoptó cierto aire de solemnidad. Se cogió las manos por la espalda, y trazando pequeños círculos frente a la silla del monarca, comenzó a explicarse.
—Poco después de interrogar a sor Luisa, en su convento de Carrión de los Condes, recibí una carta de fray Sebastián Marcilla, que ahora es Provincial de nuestra Orden en Burgos.
—Le conozco. Continuad.
—El padre Marcilla era entonces confesor del convento de la Encarnación en Ágreda y vio cómo una de sus monjas, una tal sor María de Jesús, comenzaba a sufrir extraños accesos de histeria. Entraba en un estado de trance que no sólo la hacía ligera como una pluma, sino que le cambiaba la expresión del rostro, que se tornaba beatífico y complaciente.
—¿Y por qué le llamaron para visitarla?
—Muy sencillo, Majestad. En la Orden se sabía que yo estaba muy interesado en probar la verdad de la bilocación de la madre María Luisa, así que, como aquella joven también protagonizó algunos incidentes en los que parecía haber estado en dos lugares a la vez, acudí a interrogarla.
—Comprendo —el rey bajó su tono de voz, como si reflexionara sobre lo que acababa de oír—… Y supongo que esa monja también es franciscana.
—Por la gracia de Dios.
—¿Y no podría tratarse de alguna otra clase de fenómeno?
Felipe, acostumbrado ya a la alteración de la información atendiendo a intereses particulares de unos y otros visitantes de su corte, quiso dejar ver a sus huéspedes que ya no era el joven ingenuo de antes.
—No le comprendo, Majestad.
—Sí, mi buen padre. ¿No se ha planteado usted que quizás la mujer que evangelizó a los indios no fuera una monja? Podría ser la Virgen, ¡o un diablo!
Los frailes se persignaron. Con frecuencia, al monarca le gustaba jugar con la rigidez de sus interlocutores religiosos.
—Pero, Majestad —replicó fray Alonso—, un diablo jamás enseñaría el Evangelio a unas almas que ya tiene ganadas para los infiernos.
—¿Y la Virgen?
—Ése fue un tema que discutimos mucho en Nuevo México y, la verdad, no disponemos de suficientes indicios para afirmarlo. No tenemos pruebas materiales que confirmen una visita de ese calibre, tal como ocurre con la tilma que recoge la imagen milagrosa de Nuestra Señora y que el indito de Guadalupe entregó al obispo Zumárraga en México…
[30]
—¿Y cuáles van a ser sus siguientes pasos en este asunto, padres?
Fray Bernardino tomó la palabra.
—Dos, con su venia, Majestad. El primero, mandar frailes de refuerzo a Nuevo México para convertir a la fe cristiana a sus nuevos súbditos. Y el segundo, enviar al padre Benavides a Ágreda para entrevistarse con sor María Jesús.
—Me gustaría estar al tanto de sus progresos.
—Puntualmente, Majestad.
—Por de pronto —anunció el rey con cierta solemnidad—, el
Memorial
del padre Benavides será impreso en mis talleres la próxima semana, ¿verdad Gutiérrez?
El mayordomo mayor se movió por primera vez en toda la reunión. Se acercó a un escritorio de ébano empotrado entre las estanterías, y tras rebuscar en sus cajones, hizo una comprobación rutinaria en un pliego de previsiones.
—Serán cuatrocientos ejemplares, de los que diez se enviarán a Roma para la supervisión de Su Santidad Urbano VIII —precisó el funcionario con voz grave.
—Excelente —sonrió fray Bernardino—. Su Majestad es buen rey y mejor cristiano.
Felipe sonrió maliciosamente.
La audiencia con el rey Felipe IV dejó un extraño sabor de boca a fray Bernardino. El pequeño y bullicioso Comisario General había visto peligrar por un momento sus intereses, y así se lo hizo saber a fray Alonso, mientras ambos abandonaban el Palacio.
—¿Cómo se le puede haber ocurrido al rey que la Dama Azul pudiera ser la Virgen? —barruntaba en voz alta.
—Tiene sentido, padre Comisario. La Dama se cubría con un manto azul, como la Guadalupana; llevaba un hábito blanco, como la Guadalupana… y hasta descendía del cielo. Incluso yo estuve tentado, al principio, de defender esa idea. No obstante, siguiendo sus instrucciones y las del arzobispo de México, defendí la hipótesis de la franciscana en bilocación.
—¡Y siga haciéndolo! Si el rey, los jesuitas o los dominicos fueran capaces de darle la vuelta a este asunto e hicieran creer a todos que fue la Virgen quien se apareció, ¡adiós a las reivindicaciones franciscanas! ¿Lo entiende?
—Claro, padre. La Virgen es de todos; una monja concepcionista, no.
Tras atravesar varios patios, los frailes fueron conducidos hasta la puerta de Palacio. Desde allí, se internaron a pie por las callejuelas de la capital hasta el convento de San Francisco.
—Cuando dispongamos de los primeros ejemplares de su
Memorial
quiero que viaje a Ágreda e interrogue a sor María de Jesús.
El tono agrio del Comisario sonó más duro que nunca.
—Le facilitaré por escrito las órdenes precisas para que la monja hable y le pondré al corriente de alguna información sobre ella para que vaya prevenido.
—¿Prevenido?
—Sor María de Jesús es una mujer con un carácter muy fuerte. Antes de cumplir la edad reglamentaria ya obtuvo las dispensas necesarias para ser abadesa de su convento y goza de buena reputación en la comarca. No le será fácil interpretar su historia a favor de nuestros intereses…
—Bueno —terció fray Alonso mientras ascendían hacia la Plaza Mayor—, quizá no sea necesario… Quizá sea la responsable real de esas bilocaciones…
—Sí. Pero no podemos correr riesgos. Cuando la conocí, siendo mucho más joven, descubrí que es una de esas místicas a conciencia, que jamás, y permítame el verbo, mentirían deliberadamente. Usted ya me entiende.
Fray Alonso negó con la cabeza.
—¿Qué quiere decir con que es una «mística a conciencia»?
—Usted, claro, no conoce su historia familiar. Sor María de Jesús es hija de una familia de buena posición venida a menos, que hace algunos años decidió disolverse de forma muy peculiar. Su padre, Francisco Coronel, ingresó en el monasterio de San Julián de Ágreda y su madre decidió convertir la casa familiar en un convento de clausura, obteniendo todos los permisos necesarios en un tiempo inesperadamente breve.
—Vaya…
—El caso es que, antes incluso, el obispo de Tarazona, monseñor Diego Yepes, había confirmado ya a la pequeña María Jesús cuando sólo tenía cuatro años.
—¿Monseñor Yepes? —se extrañó Benavides—. ¿El biógrafo de santa Teresa?
—Imagíneselo. Yepes ya vio entonces que la niña tenía aptitudes místicas, lo que tampoco es de extrañar.
—¿Ah no?
A esa hora del mediodía, el centro de Madrid estaba atestado de gente. Fray Alonso y el Comisario atravesaron la Plaza Mayor, abriéndose paso entre vendedores de pan y de telas, y continuaron su conversación.
—Su madre, Catalina de Arana, era ya una mística: decía que escuchaba «la voz de Nuestro Señor». De hecho fue ella, siguiendo las instrucciones de aquella voz, quien arrojó a su marido a la vida conventual. Más tarde vendrían sus arrobos, las visiones de luces extraordinarias en su celda, los ángeles… ¡qué se yo!
—¿Ángeles?
—Sí. Pero no angelitos alados, sino gentes de carne y hueso con extraños poderes. Cuando visité Ágreda por primera vez, la mismísima sor Catalina me contó cómo, desde el comienzo de las obras del convento en 1618, se paseaban por allí un par de mozos que, sin apenas comer ni beber, ni cobrar la soldada, trabajaban de sol a sol en las obras.
—¿Y qué tenían que ver con los ángeles?
—Pues que, por ejemplo, curaron a muchos obreros de caídas de sus andamios o de heridas provocadas por derrumbes de muros, casi de manera instantánea. Además, lograron hacerse muy amigos de sor María de Jesús, justo en el período de 1620 a 1623, cuando ella tuvo sus ataques místicos más fuertes…
—Eso sí es curioso.
—¿Curioso? ¿Qué le parece curioso, fray Alonso?
—Bueno, estaba recordando algo que me dijeron dos frailes de Nuevo México que investigaron las apariciones de la Dama Azul entre los indios jumanos. En su informe aseguraban que aquella mujer habló de unos «señores del cielo» capaces de pasar inadvertidos entre nosotros y provocar toda clase de fenómenos extraordinarios. Incluso, de manera muy extraña, les contó algo sobre la rebelión de Lucifer y cómo Dios se impuso a la revuelta de este ángel y volvió a traer el orden al mundo.
—¿Les habló de Lucifer?
—No cabe duda. Y les explicó también que eran los ángeles quienes la llevaban por los aires.
—Santo Dios. Averigüe todo lo que pueda, padre Benavides. Lo de que los ángeles puedan camuflarse tranquilamente entre nosotros y llevarse a la gente por los aires no me deja nada tranquilo. Y al Santo Oficio tampoco, créame.
La imagen desaliñada de Txema, aleccionándole dentro de su coche frente al cartel indicador de Ágreda, un par de semanas atrás, martilleaba en la cabeza de Carlos mientras se amodorraba en el asiento 33-C del «727» de American Airlines que le conducía a Los Ángeles.
«Yo creo en el Destino —repetía aquel fantasma de sus recuerdos con la voz hueca del fotógrafo—. Y a veces su fuerza empuja con más ímpetu que un huracán.»
Carlos se revolvió.
«… con más ímpetu que un huracán.»
Lo realmente incómodo de aquel recuerdo era que las jornadas precedentes habían demostrado que Txema, efectivamente, tenía razón. Desde su inesperada visita a Ágreda primero, y a Bilbao y Loyola después, todo había tenido lugar demasiado rápidamente. Casi tanto como si aquellos sucesos —robo en la Biblioteca Nacional incluido— hubieran sido escritos mucho antes y él sólo se hubiera limitado a seguir unos patrones prefijados. Se sentía como cuando, en su más tierna infancia, copiaba frases enteras en una caligrafía que no era la suya, imitando la letra de una colección de cuadernos de tapas verdes. ¿Qué otra cosa podía explicar que Carlos hubiera convencido tan fácilmente al director de su revista para que le mandase al otro extremo del océano, sólo para rastrear la pista de un documento robado de escasa importancia histórica y menor interés periodístico? «Ve y trae lo que creas oportuno. Tú eres un profesional —le había recordado su jefe al tiempo que le advertía—: Y hagas lo que hagas, hazlo rápido.»
A Carlos, aquellas facilidades no le gustaron nada. Le hacían sentirse incómodo, manipulado. Y es que, tras el episodio de Ágreda, su mente no había podido volver a ser tan confiada y desocupada como antes; ahora funcionaba en una
frecuencia
que no distaba mucho de la paranoia.
A fin de cuentas, se preguntaba, ¿qué
fuerza mayor
le estaba arrastrando hasta los Estados Unidos detrás de una mujer que en su momento se interesó por un
Memorial
desaparecido? La probabilidad de que aquella «pista» del padre Jeremías fuera un espejismo era altísima, máxime cuando ni siquiera había podido hablar con ella por teléfono. Contrariamente a cualquier proceder prudente, le había sido imposible tantear el terreno para asegurarse cierto éxito, y ahora, con el visto bueno de su director y los billetes de avión, ya no podía echarse atrás.
Temía fallar más que nunca en toda su carrera, y sin embargo…
«Con más ímpetu que un huracán.»
El
patrón
susurró la frase del fotógrafo por tercera vez, manteniendo los ojos perezosamente cerrados y esforzándose por enterrar sus recelos. Sin mirar, dio carpetazo a su cuaderno de notas y cerró el libro que estaba leyendo. Se trataba del manual de un psicólogo de Princeton, un tal Julian Jaynes, en el que se trataban de explicar científicamente algunos de los más importantes fenómenos místicos de la historia.
—Místicos… ¡bah! —protestó.
Su avión planeó suavemente sobre el Atlántico, por encima de la cota 330, mientras el comandante anunciaba a sus pasajeros, a través de la megafonía, que estaban sobrevolando la vertiente más occidental del archipiélago de las Azores.
—En las próximas nueve horas recorreremos casi ocho mil kilómetros hasta Texas, y después otros dos mil más hasta nuestro destino final en Los Ángeles. Confío en que tengan un vuelo agradable.
Aunque ya no escuchaba, Carlos, dulcemente acomodado, procesó rápidamente la información: aquellos ocho mil kilómetros representaban, metro más o menos, la misma distancia que la madre Ágreda debió superar en estado de bilocación. Eso, claro está, en el caso de que fuera ella, y no otra, la Dama Azul. Es decir, dieciséis mil kilómetros —casi la mitad de una vuelta completa al mundo— recorridos en el tiempo que duraba un éxtasis y sin ausentarse de su convento.
—Imposible —se reprochó tras repasar por segunda vez los cálculos—. Es sencillamente imposible.
Respiró hondo mientras su cuerpo vibraba al compás de la agradable sensación de cabeceo del avión, y se abandonaba en un cálido sopor. A poco que las cosas fueran tranquilas, pensó, dormiría por lo menos hasta sobrevolar Florida. Se las prometió muy felices.
Pero Carlos calculó mal. Poco antes de romper amarras con el mundo real, un repentino mareo —como si un vacío de vértigo se hubiera adueñado de su estómago y de su cerebro— se apoderó de él. Aquella brusca sensación de vacuidad no le permitió siquiera abrir los ojos, y algo extraño, como un fuego que devorara sus entrañas, fue dominando todo su cuerpo.
—¡Dios! ¿Qué es esto?
El acaloramiento ascendió por sus arterias como si bombearan lava volcánica. Por un segundo temió estar sufriendo un infarto, pero algo, algo que nunca hubiera imaginado que le pudiera suceder a él, le disuadió de semejante idea.
—La palabra «imposible» no existe en el vocabulario de Dios, pequeño. Es un insulto a los planes del Hombre-que-rige-el-Destino, al
Programador
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