—¿Pero se puede saber qué…?
—… Al
Programador
.
Una voz suave, femenina, seductora, se dejó oír de repente dentro de su cabeza. Brotó instantánea y apenas unos segundos después de que Carlos hubiera dado por buenos sus cálculos racionales y se hubiera acurrucado en su escueta butaca de clase turista.
La reacción de su metabolismo fue inmediata: el ritmo cardíaco alcanzó las 140 pulsaciones por minuto y una descarga de adrenalina le hizo temblar de pies a cabeza. Allí, a 37.000 pies sobre el nivel del mar, con una temperatura en el exterior de la cabina de ochenta grados bajo cero, alguien acababa de hablarle alto y claro. Alguien que se dejó escuchar desde todos los lados y desde ninguno a la vez, y cuyo tono de voz surgía de algún lugar ajeno a sus propios pensamientos.
—¿Ya conoces al
Programador
?
El timbre sobrio retumbó de nuevo dentro de sus entrañas, como si alguna invisible interlocutora se hubiera acomodado entre los pliegues de su cerebro. Carlos se asustó.
—¡No abras los ojos!
La orden le llegó inequívoca.
—¿Quién?
—No te asustes. No estás delirando. Tampoco soy un sueño. Esto es un diálogo real, tanto como cualquier otro que hayas podido mantener antes en tu vida… Y si sigues nuestras indicaciones, podremos entendernos.
—Pero… —Carlos titubeó— ¿quién eres?
—Una idea del
Programador
.
El
patrón
se quedó de una pieza. Pero no sólo por la voz dentro de su cerebro, sino por el momento que había elegido para darse a conocer. En efecto: el libro que acababa de cerrar,
El origen de la consciencia en la crisis de la mente bicameral
, era un osado ensayo que trataba de explicar, entre otras muchas cosas, el misterioso origen de las «voces en la cabeza» que habían percibido desde los grandes profetas bíblicos, hasta Mahoma, pasando por el héroe sumerio Gilgamesh o por muchos santos de todos los tiempos. El autor sostenía que hasta el año 1250 antes de Cristo, la mente de nuestros antepasados estaba dividida en dos compartimentos estancos que ocasionalmente «hablaban» entre sí, dando pie al «mito» de las voces divinas. Los profetas, por tanto, fueron hombres con una masa encefálica en cierta forma primitiva. Pero aquel libro aseguraba, además, que cuando el hemisferio derecho e izquierdo del cerebro humano evolucionaron lo suficiente como para interconectarse mediante una maraña de fibras conocida como el cuerpo calloso, esas voces desaparecieron casi por completo… y con ellas los dioses antiguos.
¿Y él? ¿Era aquella voz fruto de la sugestión? ¿Una mala pasada de la comida de a bordo? ¿Un fallo de los hemisferios, tal vez? Pero ¡qué diablos!, lo que acababa de escuchar ¡era real!
El estómago del
patrón
se encogió al volver a escuchar aquel tono severo.
—Dinos, ¿tú qué persigues, Carlos?
La nueva frase brotó nítida en su cabeza. Una vez más, sin esfuerzo, aquella voz volvió a superponerse al ronroneo de los motores del avión. Fue imposible que el periodista la neutralizara repitiéndose que aquello debía de tener una explicación neurológica y que todo era producto del estrés con el que se había lanzado a aquel viaje. Nada sirvió: ni sacudir aparatosamente la cabeza, ni despejar los oídos conteniendo la respiración. Sólo entonces cambió de actitud. Como si de repente comprendiese el significado real de la máxima «si no puedes combatir a tu enemigo, únete a él», Carlos optó por encararse con la voz. ¿Qué podía perder? ¿Unas horas de sueño? El precio no era alto. Tenía que arriesgarse si deseaba saber.
—¿Podemos hablar?
Esperó. Se sintió ridículo, pero prosiguió.
—¿Puedes oírme?
—Te escucho, Carlos —su interlocutora respondió de inmediato.
—¿Cuál era tu pregunta?
—Te preguntábamos sobre el objetivo de tu persecución.
—Como a Saulo.
—Como a Saulo. Quizás sí.
El
patrón
ganó tiempo, comprobando la velocidad que podía desarrollar el diálogo.
—Lo que quiero —susurró, arrastrando las sílabas— es averiguar quién y por qué robó el manuscrito de Benavides y examinar las fórmulas que contiene.
—No. No buscas eso. Dinos qué persigues
de verdad
.
Carlos dudó por enésima vez. Si aquello era un producto de su mente, ¿por qué demonios se había inventado una voz tan impertinente?
—Bueno… —terció—, también me gustaría resolver el enigma de la Dama Azul, poder teleportarme como ella donde yo quisiera, escribir una decena de libros sobre la experiencia que me hiciesen rico… —bromeó finalmente.
—No. Tampoco es eso. No vale la pena engañarnos.
Carlos sintió una punzada de irritación.
—Tú no sabes, tú no puedes saber lo que pienso.
—Podemos.
—¿Cómo?
—Sintonizando con la longitud de onda en que se emiten tus pensamientos.
—¿Longitud de onda?
—Como una emisora. Pero no has respondido a nuestra pregunta.
La voz prosiguió.
—Está bien, responderemos nosotros: en realidad, buscas saber la razón última de tu presencia aquí. Comprender
de verdad
por qué te obsesionaste tanto con los casos de teleportación y por qué, en un determinado momento, dejaste «congelada» aquella investigación. Por qué te condujimos después hasta Ágreda y te pusimos en el punto de mira de esa historia, aparentemente estrafalaria, de la bilocación de una monja. Te gustaría, además, confirmar si lo que te está sucediendo es fruto del azar, o si, por el contrario, como intuyes en lo más hondo, se trata de algo que debías hacer.
El periodista escuchó atónito. Aquella
mujer
, viniera de donde viniese, estaba muy bien informada. Conocía cosas en las que él mismo hacía tiempo que no pensaba, pero que, en efecto, formaban parte de sus inquietudes más íntimas. Replicó:
—¿Me… condujisteis? ¿Quiénes?
—Atiende bien. Esta voz de la que dudas ahora es sólo una de las muchas que han guiado a la humanidad desde la noche de los tiempos. Fuimos nosotros los que mostramos al patriarca Jacob que existían escaleras, puertas de luz, por las que se puede comunicar el mundo de los humanos con el de otros seres superiores. Fuimos nosotros quienes avisamos a José de los planes que Herodes estaba a punto de poner en marcha para dar muerte a Jesús, y fuimos nosotros quienes advertimos a pastores y magos para que acudieran a Belén. Y eso, sólo en relación a la historia sagrada que tú conoces.
—No entiendo.
—Nosotros fuimos las voces que escucharon hombres como el emperador Constantino, George Washington, Winston Churchill y tantos otros personajes decisivos de tu historia. Nosotros guiamos a Moisés fuera de Egipto, nos llevamos por los aires a Elías y a Ezequiel y oscurecimos Jerusalén cuando Jesús murió en la cruz.
—¿Y qué queréis de mí?
—Que estés preparado. Cuando llegues a tu destino y examines lo que estás a punto de encontrar, comenzarás a atar cabos. Recuerda que nada es lo que parece, y aplica esa certeza a la Dama Azul.
—¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué me avisáis?
—No quieras saberlo todo. Basta que sepas que actuamos guiados por el Amor que profesamos a nuestra criatura humana. El Amor es un extraño mecanismo que nos hace sentir como propios los sentimientos de los demás. Es un vínculo que une a seres muy distintos entre sí, que les hace saberse hijos de una misma Esencia.
—Pero ¿por qué me habláis a mí?
—Para advertirte de que encontrarás pronto el manuscrito que buscas. Contiene evidencias que podrían transformar para siempre vuestra manera de entender las religiones y, sobre todo, a Dios.
—Luego sigo la pista correcta.
—Correcta pero incompleta. Lo que ignoras todavía es que ese documento tiene mucho que ver con lo que sucedió con la Dama Azul en América. Su «secreto» estuvo a punto de ser destapado por la tenacidad de fray Alonso de Benavides, un fraile al que conocimos bien, y que se empeñó en llegar al fondo de los relatos que recogió de boca de los indios del Río Grande.
—¿Estuvisteis? ¿Hace tres siglos?
—Claro. El tiempo es una dimensión que no afecta tanto a otras esferas de la existencia. Esa perspectiva sobre vuestra historia es la que nos hizo comprender que hace trescientos años la civilización, especialmente la cristiandad, no estaba preparada para entender ciertas revelaciones. La conmoción que hubieran provocado algunas informaciones sobre episodios como el de la Dama Azul hubiera bloqueado la evolución natural del género humano y nuestra intervención hubiera quedado demasiado en evidencia.
—¿Y eso es malo?
—Podría haber roto vuestra iniciativa. Si supierais que la solución a todos los problemas la tiene alguien muy cercano, dejaríais de buscarla por vosotros mismos y trataríais de obtenerla de ese alguien sin preocuparos de comprender los porqués de esas soluciones. Aun así, os hemos ayudado en ciertas ocasiones críticas.
—¿Ah sí? ¿Cómo? ¿Cómo puedo identificaros? ¿Dónde residís?
—No te precipites. Exteriormente no nos diferenciamos de vosotros. Os creamos a nuestra imagen y semejanza, ¿recuerdas? Además, tenemos, digámoslo así,
pequeños programadores
introducidos en la política, en el deporte, la ciencia, el ejército, el Vaticano, en Naciones Unidas, que durante años han estado insuflando cambios imperceptibles, desde dentro, en el seno de vuestra civilización.
—¿No…, no sois humanos?
Carlos, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, tembló en su asiento. A esas alturas era, casi, una pregunta superflua.
—En cierta medida, sí.
—¿Y qué tuvisteis que ver con la Dama Azul?
—Eso lo descubrirás por ti mismo.
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque es lo más lógico, dentro de las probabilidades a las que te enfrentas ahora. Porque lo que no pudo decirse en tiempos del padre Benavides, podrá salir a la luz tres siglos después. Porque la especie humana está a las puertas de un cambio irreversible, una mutación sólo comparable a la que hizo salir al género humano de las cavernas y comenzar a construir grandes civilizaciones. Porque igual que intervinimos entonces, intervendremos discretamente ahora.
—Pero ¿quiénes sois? —repitió.
—Somos…
Un golpe seco en el hombro sacó a Carlos de su ensoñación.
—Señor, señor, ¿le ocurre algo?
Una azafata zarandeó al periodista con evidente gesto de preocupación.
—Estaba usted hablando solo, y tiritaba como si tuviera una pesadilla. ¿Desea que le traiga algo de beber? ¿Quiere una manta? Podría preguntar si hay un médico a bordo, o si lo prefiere…
—No, no.
—¿Está seguro?
—Sí, sí. Gracias. Ha sido una pesadilla, seguro…, lo de volar, ya sabe.
—No hay de qué. ¿Continúa usted el vuelo hasta Los Ángeles?
—Los Ángeles… Los Ángeles, ¡naturalmente!
—¿Perdón?
—Oh, no es nada. Cosas mías. Creo que aceptaré su ofrecimiento de una bebida. ¿Podría ser un café?
La azafata se incorporó de inmediato, alejándose del extravagante pasajero del asiento 33-C. La verdad era que en todos los vuelos tenían pequeños incidentes de ese tipo; aquel sujeto había sufrido unas sacudidas, unos escalofríos considerables, probablemente a causa de un vuelo tan prolongado. Le prepararía el café muy caliente.
Mientras se perdía pasillo arriba, Carlos murmuró algo, muy bajo, que nadie pudo escuchar.
—¿Estaré volviéndome loco?
Las diferencias horarias son difíciles de calcular cuando se vuela a más de diez mil metros de altura y se cruzan los imaginarios meridianos terrestres a toda velocidad. Cada una de esas líneas ficticias, dispuestas en intervalos de 15 grados sobre el planisferio terrestre, marca una hora de diferencia con respecto a la anterior. Así que, bien podría decirse que a cinco meridianos de distancia, entre el «727» de American Airlines y la playa de Venice en California, Jennifer Narody
recibía
una nueva pieza de un rompecabezas del que todavía no sabía si formaba parte. Era el último sueño de su jornada nocturna, siempre el último. Pero tan extraordinariamente vívido como los de noches anteriores.
Desde fuera, cualquiera podría haber advertido que sus globos oculares se movían frenéticamente bajo los párpados cerrados. Anunciaban que Jennifer se encontraba en el momento álgido del llamado sueño REM.
Ágreda, Soria, 30 de abril de 1631
Más de seis meses se entretuvo Benavides en el Madrid de los Austrias, atendiendo su cada vez más abultada correspondencia y las múltiples e inoportunas ocupaciones nacidas a la sombra del éxito obtenido por su
Memorial
. En los pasillos de Palacio no se recordaba una expectación semejante desde la llegada de las primeras noticias de la toma de Tenochtitlán por Hernán Cortés al rey Carlos, unos cien años atrás, y eso terminó pagándolo el buen fraile con una montaña de cartas, felicitaciones y compromisos no solicitados, que le obligaron a echar más raíces de la cuenta cerca de la corte.
La aplastante burocracia de la capital le obligó a retrasar su investigación sobre el «caso de la Dama Azul», lo que le entristecía de manera palpable. Sin embargo, las intrigas palaciegas, especialmente las de los dominicos, que trataban de convencer al rey de la conveniencia de investigar más a fondo las cifras de conversos en el Nuevo México dadas por los franciscanos, le mantuvieron alerta, devolviéndole los ánimos necesarios para seguir luchando por sus intereses. Y es que los hombres de Santo Domingo pretendían enviar sus propios misioneros al Río Grande para conducir una investigación imparcial de los milagros consignados por Benavides y, de paso, impedir el monopolio que venían ejerciendo los franciscanos en la zona.
Por fortuna, en abril de 1631 llegó a fray Alonso la documentación y los permisos necesarios para abandonar Madrid y continuar con su investigación de las visitas de la Dama Azul al Nuevo Mundo. Se le autorizaba a visitar el convento de la Concepción de Ágreda e interrogar a su abadesa y se le conminaba a redactar un informe con sus averiguaciones. Aquello dio nuevos bríos al portugués, haciéndole olvidar rápidamente las intrigas palaciegas y los sinsabores del difícil ejercicio de la política religiosa.
El 30 de abril por la mañana, el coche de caballos de Benavides, un discreto carruaje de madera contrachapada adornado con ribetes de cobre y hierro colado, avanzaba al galope atravesando los sobrios campos sorianos, en dirección a la eterna sombra picuda del Moncayo. En su interior, el antiguo responsable del Santo Oficio en Nuevo México ultimaba los detalles de su siguiente investigación. Nadie podría reprocharle que fuera un hombre que malgastara su tiempo.