—Un minuto treinta segundos —jadeó.
El benedictino se tambaleó ligeramente hacia atrás, y el fugitivo aún tuvo tiempo —y aliento— para proferir una extraña frase.
—Pregunta al segundo. Atiende a la señal.
Baldi titubeó.
—¿El segundo? —respondió instintivamente mientras volvía el rostro en la dirección de huida del trajeado—. ¿Me lo dice a mí?
—El segundo.
Fue lo último que vio Baldi. Un turista alemán, armado con una pequeña Nikon plateada, disparó su flash contra una de las imágenes de mármol cercanas a los confesionarios, cegando inesperadamente al benedictino.
—Madonna
! —exclamó con los ojos en blanco.
Al segundo siguiente, el hombre del traje negro se había esfumado, y el turista examinaba el frontal de su Nikon asombrado por la intensidad de su flash.
—¿Lo ha visto? —le gritó Baldi.
—Nein… nein.
Los
sampietrini
fueron los siguientes en llegar. Lo hicieron a la carrera, controlando la situación, pero sin perder la compostura que se espera de la guardia solemne del Papa.
—Padre, perseguimos a un fugitivo que huyó hacia aquí. ¿No sabrá usted si subió a la terraza?
—¿Un fugitivo?
—Un terrorista.
El guardia suizo, impecable con sus calzones a rayas, respondió con aplomo. Utilizó esa manera de pronunciar romana que nadie sabe a ciencia cierta si es interrogativa o afirmativa y que, por lo general, obliga al interlocutor a dar explicaciones que tampoco sabe si le han pedido.
—Pasó junto a mí… Voló… Pero le juro que no sé qué ha sido de él. ¡Ese turista lo fotografió! —tartamudeó el «evangelista».
—Gracias, padre. Por favor, no abandone aún el templo.
La guardia suiza actuó con destreza: abordaron al turista y le requisaron la película que llevaba en su cámara bajo la acusación de que estaba prohibido utilizar el flash en el interior de la basílica, norma rigurosa, pero poco observada. Luego regresaron hasta el padre Baldi para tomarle sus datos para un posible interrogatorio posterior. Éste se les adelantó:
—¿Pueden decirme qué está pasando aquí?
«San Lucas» percibió la decepción de los guardias.
—Ha debido de ser un fanático. Ha intentado abrir un boquete en el plinto de mármol de la columna de la Verónica y sólo para dejar una nota clavada.
—¿Una nota?
—Sí. Algo así como «propiedad de la Hermandad del Corazón de María». Una locura.
—Vaya. No ha conseguido nada, ¿verdad?
—No, sólo asustar a la gente haciendo estallar tres botes de humo delante del monumento. Pero nada más.
—Me alegro.
—Si atrapamos a ese hombre, le llamaremos. Le necesitaremos para que lo identifique, aunque quizá la foto nos sirva de prueba.
El suizo acarició satisfecho el carrete y se lo guardó en un pequeño bolsillo junto al pecho. Después, anotó en un pequeño cuaderno de pastas negras la dirección provisional del padre Baldi en Roma, así como el teléfono de su estudio en Radio Vaticana, y se despidió de él haciendo una pequeña reverencia, que imitó mecánicamente su compañero.
Baldi regresó al confesionario número 19. Monseñor había desaparecido. Sin duda, había aprovechado la confusión para dar por terminada la cita y no dejar huella. El benedictino sintió una rara sensación de soledad.
—No entiendo —repitió en voz baja—. No entiendo nada. Baldi permaneció allí, con la mente extraviada, unos minutos más. Se quedó arrodillado frente a la muda celosía, haciendo recuento de lo que acababa de ocurrirle.
Todo era muy extraño, casi forzado. Los botes de humo, el prófugo que desaparece de repente, el turista que por poco le deja ciego y aquella frase —«pregunta al segundo»— acompañada de una extraña indicación: «atiende a la señal». Pero ¿qué señal?
Desesperado, se levantó del confesionario. Recorrió la veintena de metros que le separaban de la columna pentagonal agredida y echó un rápido vistazo a los daños causados por el atentado. Realmente, no era para tanto: el plinto de mármol de la masiva pilastra de la Verónica no había sufrido ningún desperfecto, y sólo la inscripción que en 1625 ordenara grabar a sus pies Urbano VIII aparecía ligeramente ennegrecida.
—Qué curioso —farfulló Baldi para sus adentros—, ¿no fue Urbano VIII el Papa al que Benavides envió su
Memorial
? El «evangelista» vagabundeó un poco más, hasta alcanzar el espectacular baldaquino que diseñara Bernini. Allí, sobrecogido, alzó la vista a la cúpula de San Pedro y rogó a Dios que le hiciera ver esa dichosa señal. Él era todavía, oficialmente al menos, un hombre de fe; uno de esos varones capaces de dejarse llevar por los «guiños» de Dios. De distinguir las sutiles indicaciones del Altísimo. Y, sin embargo, se sentía olvidado.
Abrumado, paseó su mirada por aquella cúpula con Dios Padre en el centro y coros de ángeles y santos a su alrededor. Luego, fue bajándola hasta la base misma de aquella corte celeste, posándola suavemente en sus pechinas. El espectáculo dibujado en la genial obra que diseñara Miguel Ángel era hermoso. Sus 42 metros de diámetro y sus 136 de alzada la convertían en la bóveda más grande de toda la cristiandad.
—Domine Nostrum
! —bramó—. Ahí está…
La efigie de San Mateo sosteniendo una pluma de bronce de más de metro y medio de longitud en un enorme medallón, parecía reírse de él desde las alturas.
—¡Claro! ¡Qué estúpido! ¡El
segundo
evangelista es la señal!
De los rigores del desierto de Nuevo México a los insoportables calores de la meseta castellana. Así saltó Jennifer Narody de escenario y de tiempo, con la facilidad que sólo permiten los sueños. Pero ¿sueños? ¿Sin más? La duda, que la atormentaba de día, pero que se tornaba evanescente por la noche, iba configurando en su interior la historia completa de un período histórico al que, al menos conscientemente, ella no se sentía vinculada de modo alguno.
Empezaba a pensar que durante algunas de las sesiones en la «sala del sueño» en Fort Meade, o quizá más tarde, durante sus meses de inactividad en Italia, alguien había introducido en su subconsciente alguna clase de información que desconocía y que ahora su cerebro comenzaba a destilar. Se sentía sucia por dentro, como si hubiesen profanado su intimidad y se sorprendía sueño tras sueño, enfrentándose a escenarios cada vez más lejanos y exóticos.
Por ejemplo, España.
Nunca había estado allí, y desde luego tampoco en Madrid. Sin embargo, ahora gozaba de la clara perspectiva de un extraño edificio, con aspecto de ciudadela fortificada, con balcones y galerías poco iluminadas, que transpiraba cierto aire siniestro. También en esta ocasión Jennifer conoció el lugar y el tiempo que comenzaba a cobrar animación ante los ojos de su memoria.
Iba de sorpresa en sorpresa.
Alcázar de Madrid, septiembre de 1630
—Habéis causado una honda impresión en Su Majestad, fray Alonso.
—Ésa era mi intención, padre.
—El rey recibe decenas de memoriales cada temporada sobre los más variados asuntos, pero sólo el vuestro ha merecido el honor de ser impreso inmediatamente por la Imprenta Real.
Fray Alonso de Benavides caminaba despacio, deleitándose con las pinturas de Tiziano, Rubens y Velázquez, que Felipe IV había ordenado colgar en la galería de acceso a la Torre de Francia. A diferencia de sus austeros predecesores, el joven rey pretendía así animar los oscuros corredores de Palacio.
Al padre Benavides le acompañaba aquella mañana fray Bernardino de Sena, Comisario General de la Orden de San Francisco, un viejo conocido del monarca al que éste profesaba una nada disimulada simpatía.
Fray Bernardino era un hombre diestro en las relaciones diplomáticas, envidiado por los superiores de otras órdenes que no conseguían tantos favores de Felipe IV y el único responsable de haber hecho correr por la corte el rumor de que un milagro había acompañado las conversiones franciscanas de Nuevo México.
Un genio de la estrategia palaciega, en suma.
—La audiencia con Su Majestad tendrá lugar, excepcionalmente, en la biblioteca —confió fray Bernardino al padre Benavides, mientras eran escoltados por un mayordomo vestido de negro.
—¿Excepcionalmente?
—Sí. Lo habitual es ser recibidos en el Salón del Rey, pero a Su Majestad le agrada saltarse el protocolo en según qué asuntos.
—¿Es una buena señal?
—Excelente. Como le digo, su manuscrito le ha impresionado y desea escuchar de su propia boca otros detalles relativos a su expedición. En especial, todo lo que recuerde de ese asunto de la Dama Azul.
—Entonces, es verdad que ha leído mi informe…
—De la primera palabra a la última —sonrió satisfecho el Comisario—. Por eso, padre, si logramos interesarle, tenemos garantizado el control de la futura diócesis de Santa Fe. El destino de la Orden está hoy en sus manos.
El mayordomo se detuvo frente a una sobria puerta de madera de roble. Giró en redondo hacia sus huéspedes y les pidió que aguardasen. A continuación, con gran pomposidad, empujó las hojas de la puerta y se coló en el interior de una estancia precariamente iluminada, donde, tras volver los pies hacia su derecha, realizó una exagerada reverencia.
Desde el umbral, se intuía que aquélla era una sala amplia, con varios balcones de hierro forjado al fondo. Una alfombra roja cubría parte del suelo y la sombra de un gran planisferio de cobre se adivinaba en uno de los ángulos de la estancia.
—Majestad —anunció el mayordomo—, su visita ha llegado.
—Hágales pasar.
La voz sonó fuerte y grave. Fray Bernardino, familiarizado con aquellos menesteres, tomó rápidamente la delantera, arrastrando tras de sí al padre Benavides, embelesado todavía con la sensación de saberse en Palacio, tan cerca del monarca más poderoso del mundo.
Y en efecto. Allí, al fondo de un amplio salón cubierto de libros y tapices, estaba el rey. Sentado en una silla forrada en seda roja con los reposabrazos de cuerda, contemplaba silencioso a los dos recién llegados. Detrás de él, de pie, se encontraba el mayordomo principal, que, tan ampulosamente como el lacayo que les había guiado, anunció al monarca quiénes eran sus huéspedes.
—Majestad, el Comisario General de la Orden de nuestro seráfico padre San Francisco, fray Bernardino de Sena, y el último Padre Custodio de sus dominios del Nuevo México, ruegan su atención.
—Está bien, está bien.
El rey, con un ademán informal, hizo callar a su mayordomo mayor. Tenía buen aspecto: a pesar de su rostro lánguido y cansino, heredado sin duda de su abuelo el gran Felipe II, en sus mejillas despuntaba un sano color sonrosado. Sus ojos azules brillaban más aún que sus cabellos claros, y su cuerpo parecía fuerte y diestro. Saltándose el protocolo, el joven monarca se levantó de su trono y, dirigiéndose a fray Bernardino, le besó fervorosamente la mano.
—Padre, ya tenía ganas de verle.
—Yo también, Majestad.
—La vida en esta corte es ciertamente monótona y sus historias sobre los progresos en la exploración de mis dominios de ultramar me ayudan a tener una adecuada perspectiva de las necesidades de la corona.
Felipe, aunque sólo contaba 25 años, hablaba ya como un auténtico rey. Parecía haber dejado atrás una adolescencia salpicada de excesos y una vida controlada por el Conde Duque de Olivares. Pero sólo lo parecía.
—Ha venido conmigo el padre Benavides, el autor del documento que tanto le ha interesado. Desembarcó en Sevilla el pasado uno de agosto.
Fray Alonso se inclinó levemente, en señal de reverencia al rey.
—Bien, bien, padre Benavides… —Felipe dio una vuelta alrededor del fraile, mientras completaba su frase—. Así que usted es quien afirma que la madre María Luisa se ha aparecido en Nuevo México y ha convertido a nuestra fe algunas tribus de indios.
—Bueno, Majestad, por el momento es sólo una hipótesis.
—¿Y acaso vuestra paternidad sabía que sor Luisa de la Ascensión, más conocida por el vulgo como la monja de Carrión, es una vieja amiga de esta Real Casa?
El padre Benavides abrió los ojos de par en par.
—No, majestad. Lo ignoraba por completo.
—Sin embargo, su informe me resulta confuso. Según su escrito, la mujer que apareció ante los indios del norte era joven y hermosa.
—Sí, así es.
—¿Y cómo puede ser, si la madre María Luisa está ya vieja y achacosa?
—Majestad —fray Bernardino interrumpió al monarca, al ver que fray Alonso comenzaba a titubear—, aunque la descripción dada por los indios al padre Benavides no coincida, está más que probada la capacidad de bilocación de la madre Luisa. No sería de extrañar, por tanto, que…
—¡Eso ya lo sé, padre!
Su exclamación no sonó colérica, ni siquiera contrariada. El rey parecía disfrutar con aquel interrogatorio y se acomodó en su sillón para proseguirlo.
—¿Acaso no recuerda, fray Bernardino, que mi padre se carteó con la monja de Carrión durante años, o que mi reina todavía lo hace? Usted mismo, padre, la interrogó sobre sus desdoblamientos hace algunos años. Fue usted quien averiguó que esta monja llegó incluso a desplazarse milagrosamente a Roma y romper un vaso con vino envenenado para el Papa Gregorio XV, antes de que lo bebiese…
—
Requiescat in pace
… —murmuró el Comisario.
—Y también quien comprobó que la madre Luisa estuvo por gracia de Dios junto al lecho mortal de mi padre, acompañándolo hasta el momento de ascender a los cielos.
—Sí, Majestad. Mi memoria es frágil y lo lamento. Sin embargo, recuerdo perfectamente cómo la madre María Luisa me habló de un ángel que la transportó de su convento a esta corte, y cómo fue ella quien convenció a Su Majestad Felipe III de que muriera con el hábito franciscano puesto.
—Eso ya pasó. —Al rey le incomodaba hablar de su padre, así que centró de nuevo la conversación—. Sin embargo, su informe sigue sin coincidir con la descripción actual de la madre María Luisa…
—En realidad, estamos ya indagando en otras direcciones.
—¿Otras direcciones? ¿A qué se refiere?
La pregunta del rey fue desviada a fray Alonso, que sintió cómo un extraño agarrotamiento comenzaba a apoderarse de sus músculos.
—Creemos… —le tembló la voz— que podríamos estar ante la bilocación de otra monja de clausura.
—¿Y cómo es eso?