—Es… es un error —murmuró en un español forzado—. No tengo dinero.
—No quiero atracarle, padre.
—Pe… Pero si yo no…
—¿No es usted el padre Giuseppe Baldi?
—Sí, yo soy —farfulló.
—Entonces no hay error que valga.
Antes de que «Guardián» hubiera terminado de hablar, la Ford Transit se detuvo junto al semáforo. Bastó un empujón para que el cuerpo regordete del «evangelista» cediera a su propio peso, y cayera de bruces dentro del vehículo. Una vez dentro, dos brazos musculosos lo izaron sin contemplaciones, sentándolo bruscamente en el único asiento situado al fondo de la furgoneta.
—Y ahora espero que se porte usted bien. No queremos hacerle ningún daño.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
Baldi tartamudeó en italiano aquellas dos frases. Seguía estando muy confuso y se sentía magullado, pero comenzaba a tener claro que acababan de secuestrarle. Un brusco acelerón del vehículo le clavó en su asiento.
—Hay alguien que desea verle. Acomódese.
El calvo que le había encañonado momentos antes estaba ahora sentado junto al conductor y miraba fijamente al «evangelista» por el retrovisor.
No haga tonterías, padre, nos quedan unas horas de viaje hasta llegar al destino.
—¿Unas horas? ¿Adonde vamos? —balbuceó el secuestrado.
—A un lugar donde poder hablar, querido «San Lucas».
Baldi sintió cómo el miedo le atenazaba, cómo le agarrotaba hasta el último músculo del cuerpo. Aquellos hombres no le habían secuestrado por error: sabían quién era él y, lo que era más inquietante, para localizarle tenían que haberle seguido desde Roma. La cuestión era por qué.
Un segundo más tarde, un brusco pinchazo en el brazo le hizo perder el conocimiento. Acababan de inyectarle una dosis de 20 miligramos de Valium, la justa para mantenerle dormido durante cinco horas.
La Ford Transit enfiló la carretera de circunvalación de Bilbao, hasta desembocar en la autopista A—68 en dirección a Burgos. Desde allí, enlazó sin detenerse con la nacional I, y descendió rumbo a Madrid hasta la altura de Santo Tomé del Puerto, poco antes de comenzar la escalada de Somosierra. En este punto exacto nace la nacional 110, que conduce hasta Segovia, donde los secuestradores echaron siete mil pesetas de gasóleo en una estación de servicio pegada al acueducto romano. Luego tomaron una carretera secundaria rumbo al pueblo de Zamarramala, donde no llegaron a entrar.
El reloj del salpicadero marcaba las diez y siete minutos de la noche. El vehículo se detuvo junto a una cruz de piedra clavada a escasos metros del arco de medio punto que brinda acceso a uno de los más extraños templos del medievo español, y apagó las luces tras hacer dos señales con las largas contra los bloques calizos de la iglesia. Al desconectar la llave de contacto, el silencio inicial fue roto por un ejército de grillos que inundó el ambiente con sus cantos.
—¿Todavía duerme? —preguntó el conductor al vislumbrar la figura de Baldi completamente arrugada sobre el sillón trasero.
—Sí. Los efectos del Valium son bastante duraderos. ¿Intentamos despertarle?
—No importa. Lo entraremos a hombros. La silueta poligonal de la ermita de la Vera Cruz contrastaba a esa hora de la noche con el mosaico de farolas y fuentes de luz de Segovia. El Alcázar, discretamente iluminado, se
alzaba
como la orgullosa sombra de un poder ya perdido, mientras que los campanarios de otras iglesias de la ciudad despuntaban envueltos entre las radiantes brumas calentadas por los focos instalados por el ayuntamiento junto a sus monumentos más señeros. La Vera Cruz, por fortuna, era una excepción a la regla.
Sumida en una oscuridad casi absoluta, sólo un fino hilo de luz procedente de su puerta oeste, entreabierta, indicaba que el recinto no estaba vacío.
—Deprisa, Guardián, no tenemos todo el tiempo del mundo.
Introdujeron el cuerpo inerte del «evangelista» en la iglesia. Lo izaron hasta una especie de torre hueca o edículo que sostiene el edificio sagrado, y lo ascendieron por una desgastada escalera. Por fin lo depositaron, con sumo cuidado, en el suelo enladrillado de una pequeña sala con un ara blanca tallada en el centro. Allí les aguardaba un hombre cubierto con una túnica blanca que le tapaba también el rostro.
—Habéis tardado.
Su reproche retumbó en las paredes vacías, burlando la penumbra. El hombre del cigarro se justificó.
—El pájaro se retrasó más de la cuenta en salir del nido.
—¿Pudisteis grabar su conversación con «Marcos»?
—No. Todo fue muy rápido.
—Está bien, no importa. Dejadnos solos y cerrad la puerta.
El conductor de la furgoneta, extraordinariamente sumiso, se despidió con una pomposa reverencia de aquel sujeto. Segundos después, cuando un golpe seco anunció que el portón de madera de la iglesia había sido atrancado, se inclinó sobre el desfallecido padre Baldi y trató de despertarle, con pequeñas palmaditas en las mejillas y los brazos.
El «regreso» del «evangelista» fue lento. Al fin pudo incorporarse, aunque con dificultad. Se quitó las gafas para frotarse los ojos y recuperar progresivamente la vista. Después, con la ayuda del encapuchado, ingirió algo de agua para aclarar su garganta reseca, y por último dio un par de traspiés antes de apoyarse en el altar de piedra y sentirse con las fuerzas suficientes para articular algunas palabras.
—¿Dónde estoy?
El benedictino temblaba.
—En Segovia.
La voz del encapuchado, en contraste con la suya, sonó firme y desprendía cierto tono de familiaridad.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí?
—Sencillamente retenerte. Has averiguado demasiadas cosas en poco tiempo, y estás a punto de echar a perder nuestros planes.
—¿Vuestros planes? ¿Quiénes sois?
—A mí me conoces.
El encapuchado, con cierta solemnidad, se echó para atrás la caperuza que le cubría la cabeza y parte del rostro, dejando al aire el inconfundible flequillo de Alberto Ferrell.
—¡Fray Alberto! —Baldi estuvo a punto de perder su precario equilibrio al identificar a su raptor—. ¿Es esto cosa de los americanos? Me secuestra para quedarse usted con el control del proyecto de Cronovisión, es eso, ¿verdad?
—No, nada de eso… Y me apena ver que todavía no haya comprendido.
—¿Comprender? ¿Qué he de comprender?
—Cuál es nuestro papel en todo esto.
—¿Nuestro papel?
—El suyo y el mío. Somos peones de una partida de ajedrez de tremendas dimensiones.
A medida que se recuperaba de los efectos del somnífero, el «evangelista» iba elevando el tono de sus palabras.
—Que yo sepa, usted fue destinado a Roma por el gobierno norteamericano para ayudar a desarrollar la vertiente técnica del proyecto de la Cronovisión. No veo partida de ajedrez por ningún lado.
—Oficialmente, así fue, padre. Aunque, de hecho, es hora de que sepa que mi trabajo está vinculado en realidad a un grupo muy antiguo llamado
Fraternitate María Cordis
, o Hermandad del Corazón de María, que durante los últimos veinte siglos ha preservado un secreto terrible para la cristiandad. Un secreto que sólo el proyecto de la Cronovisión podría haber descubierto por sí mismo y que mi hermandad se hubiera encargado de hacer público.
—¿Hermandad del Corazón de María? ¡Ustedes pusieron las bombas a la Verónica!
El padre Baldi enrojeció, y se arrastró tambaleándose hasta sentarse en un largo banco de madera oscura que circunvalaba todo el perímetro de la estancia.
—En realidad, aquel «atentado» fue el que obligó a mi grupo a actuar con rapidez y retenerle aquí. Lo que usted vio en San Pedro del Vaticano fue una advertencia de nuestros enemigos. Ellos arremetieron simbólicamente contra un monumento que contiene, en esencia, la clave de nuestro secreto.
—¿Secreto? No le entiendo.
—¡Vamos! Usted ha estudiado historia. Sabe que la columna de Santa Verónica fue erigida por orden papal para albergar la reliquia del «santo rostro», al igual que las otras columnas custodian la calavera de san Andrés, un trozo de la cruz donde fue crucificado Jesucristo o la lanza de Longinos que atravesó el costado de Nuestro Señor. Sabe que la «santa faz» corresponde al rostro de Jesús, que quedó misteriosamente grabado sobre ese lienzo…
—Sí, todo el mundo conoce esa historia.
—Los templarios que erigieron la iglesia estuvieron en el secreto y lo protegieron. Tuvieron contactos con seres superiores que les advirtieron de la guerra «divina» que se estaba librando a sus espaldas y de la importancia de preservar ciertos objetos para el futuro, para cuando la especie humana pudiera comprender el engaño…
Fray Alberto se acarició su cada vez más despoblada cabeza, antes de rematar la frase.
—… Pero antes de conocer otros hechos.
—¿Y el secreto?
—A eso voy. El secreto arranca cuando, durante las obras de la actual basílica de San Pedro, bajo el pontificado de Clemente VII —1523-1534—, el Papa se da cuenta de que el paño de la Verónica fue impreso de la misma forma milagrosa que la tilma del indio Juan Diego, en México, en 1531, bajo su pontificado. Entonces no se sabía nada de radiaciones, y, con buen criterio, se creyó que ambas obras estaban estrechamente relacionadas entre sí.
—No entiendo.
—Es fácil: la Sábana Santa, la «santa faz» y la tilma de Guadalupe tienen un mismo origen. Ambas piezas fueron impresas por la radiación emitida por una clase muy particular de «infiltrados», cuya identidad la propia Iglesia no pudo establecer entonces, pero que, básicamente, es la misma que impregnó la foto que usted fue a recoger esta mañana a la policía romana.
—¿Cómo sabe usted que…?
—Las paredes oyen.
—Lo que no entiendo es por qué tuvieron que atentar contra la columna de Santa Verónica —murmuró el «evangelista» con gesto abatido.
—Como le he dicho, fue una estrategia urdida por nuestros enemigos para ponerle a usted en la pista del
Memorial de Benavides
, sin que se diera cuenta de que estaba siendo utilizado. Ellos querían que lo encontrara a toda costa, lo confiscara a quienes lo tienen en este momento y lo devolviera al olvido al que ha estado condenado durante siglos. Firmaron la agresión con el nombre de nuestra hermandad, sólo para tratar de descubrirnos y obligarnos a desaparecer de la escena. Ya sabe, querían matar dos pájaros de un tiro.
—Y si esos enemigos que usted dice sabían dónde estaba el manuscrito, ¿por qué no lo recuperaban ellos?
—Porque a los ángeles nos está permitido actuar en vuestro mundo hasta un cierto punto.
Baldi se estremeció.
—Usted…
—Sería muy largo de explicárselo todo —le atajó fray Alberto—. Con este secuestro estoy violando el código de no intervención en su sociedad, pero no tenía elección si quería impedir que lo que le voy a contar siguiera oculto por mucho tiempo.
—Le escucho.
—Usted conoce la historia de los ángeles caídos, y no es de los que tiene la imagen de nosotros de seres asexuados, casi estúpidos y con alas, así que le resumiré los hechos.
—¿Ángeles?
—Atienda: cuando Dios creó al hombre en este planeta, trabajó pon dos clases de ayudantes. Los más fieles a sus designios, convinieron en concebir al hombre como un ser inferior que, recluido en el llamado «Paraíso Terrenal», cumpliría como un autómata las tareas para las que fue diseñado, y que se reducían a trabajos físicos, casi como esclavos, en ciertos rincones ricos de la Tierra como el África aurífera. Sin embargo, otro grupo de ayudantes no estaba tan de acuerdo con la idea de crear un sirviente biológico a partir del patrimonio genético de Dios, de ahí lo de «creados a Su imagen y semejanza» —Génesis 1, 27—, que menciona el Génesis. Quisieron dotarle de conciencia y autonomía.
—¡El pecado de Lucifer!
—En esencia, sí. El episodio de la «expulsión» del Paraíso surge de una conspiración para abrir la conciencia al hombre en contra de los designios de Dios, que debemos entender como una divinidad local, no como el
Programador
primigenio. Por eso se expulsó de la «directiva divina» a los ayudantes que participaron en ese complot. Fueron desterrados a la Tierra, donde trataron de educar a ese ser todavía simple y primitivo mediante la creación de falsos dioses que les instruyeran sobre las más diversas ciencias y saberes. El humano resultó ser una criatura tremendamente crédula e insegura.
Mientras hablaba, fray Alberto daba vueltas alrededor del altar de piedra de la Vera Cruz, observando periódicamente la cara de estupefacción de su interlocutor. Tras aspirar algo de aire, decidió ampliar las explicaciones.
—Desde esa época ha habido dos facciones luchando sobre la Tierra. Por un lado los sirvientes «leales» a Dios que, pese a que Éste renunció a seguir ocupándose del planeta, quisieron recuperarlo de nuevo tratando de sumir al hombre en su anterior oscurantismo. Y por otro, los «rebeldes», que combatieron para llevar adelante su programa de educación hasta que el ser humano comprendiera de una vez cuál era su verdadero lugar en el Universo y cuál era el rostro de quienes había creído sus protectores o su Dios.
—¿Y esa lucha…?
—La lucha se recrudeció con la llegada de Jesús, otro «rebelde» con la misión de abrir la conciencia humana, que fue condenado por los «leales» primero, y cuyo mensaje manipularon después.
Baldi se persignó espantado. Fray Alberto continuó casi sin pestañear.
—Esa lucha ha llegado hasta hoy. Los hombres que le han secuestrado, los que robaron el
Manuscrito
de Benavides del que sin duda le habrá hablado «Marcos», y yo, pertenecemos a la facción «rebelde». Nuestro trabajo ha consistido, durante siglos, en insuflar dosis de conocimiento en el ser humano, no sólo para que éste descubriera el verdadero rostro del Dios que les abandonó a su suerte (un dios menor, insisto, en ningún caso el Profundo que creó el Universo), sino para que tomara conciencia de ciertas habilidades o sentidos cuyo uso le fue velado por la facción «leal».
—Entonces, el hombre que yo vi en San Pedro y que me advirtió de que fuera a hablar con el segundo evangelista…
—No era un hombre. Era, llamémoslo así, un ángel leal que quiso enviarle a los brazos de «Marcos» primero y a «Gran Soñador» después, para que recuperara el
Memorial
e impidiera que ese conocimiento saliera a la luz, manteniéndolo dentro de los muros de una institución también «leal» como la Iglesia.