Baldi tenía los ojos abiertos como platos. Apenas podía creer lo que aquel hombre le estaba diciendo.
—¿Y tan importante es ese
Memorial
?
—Es la única prueba documental que podría demostrar la injerencia de los «leales» en ciertos episodios trascendentes de la historia, y que demostraría lo mucho que os han engañado como especie. Dios no es vengativo, ni justiciero, ni ha elegido ningún pueblo por encima de otro… El verdadero Dios es un reloj, un
Programador
del tiempo y el espacio.
—No sé qué decir.
—No diga nada. Simplemente ha de saber que fueron ellos, los «leales», quienes entregaron a monjas contemporáneas de María Jesús de Ágreda las claves para desdoblarse y proyectarse a otras regiones del planeta.
—¿Ellos?
—Sí. Lo hicieron, por ejemplo, en el caso de sor María Luisa de la Ascensión, más conocida como la «monja de Carrión», que experimentó numerosas bilocaciones a diversos lugares del mundo. Estuvo en Asís visitando el sepulcro de san Francisco; en Madrid atendió al moribundo Felipe III; en Japón reconfortó al mártir franciscano fray Juan de Santamaría en las batallas que allí se libraron contra los infieles; entre los barcos españoles que regresaban de América y temían ser asaltados por piratas ingleses, y hasta se la vio en medio de algunas tribus del oeste de Nuevo México, evangelizándolas.
—¿Y qué interés tenían los «leales» en mandarla a tantos lugares?
—Uno muy claro: accidentalmente, a sor María Luisa se la tomó por Nuestra Señora en muchos de aquellos «saltos», y al ver los efectos que causaba en la población pagana, se la instruyó para que ella misma alimentase esa falsa sensación que tanto ayudaría más tarde a asentar el culto católico en ciertas regiones.
—Eso es una falacia sin ningún fundamento.
—No tanto, padre. Nosotros pusimos esa misma técnica en manos de Robert Monroe, el ingeniero de sonido del que le hablé en Roma. Él tenía cierta propensión natural a los viajes astrales y a la «canalización», y detectamos su interés por llegar al fondo de aquellos fenómenos que le aquejaban, así que decidimos ayudarle. Creímos que si Monroe desarrollaba la técnica del viaje astral, que es una de las capacidades «angélicas» sustraídas a los humanos, tal vez podría deducir cómo se había estado engañando a la humanidad durante siglos con falsas apariciones.
—¿Y por qué le eligieron a él, y no a cualquier otro?
—Su cerebro tenía el lóbulo temporal derecho muy sensible. Esa parte del cerebro, que es la que regula la sensación de «yo» de un individuo con respecto al entorno y que controla funciones como los sueños o la memoria, puede, bajo determinadas circunstancias, actuar como «antena». Para nosotros fue relativamente fácil colarnos en sus sueños bajo la forma de Miranón, un «ángel instructor» que creamos para él, y orientarle sobre lo que debería hacer para poder reproducir esas vivencias a voluntad. Queríamos que un hombre del siglo XX sistematizase lo que fray Alonso de Benavides, tres siglos antes, escribió en los márgenes del ejemplar manuscrito del
Memorial
que robamos de la Biblioteca Nacional.
—Pero sigo sin entender sus propósitos. ¿Para qué?
—Para que la cristiandad comprendiera cómo se la engañó entonces con algo hoy reproducible casi a voluntad.
—Pero ¿por qué robaron el manuscrito si conocían las fórmulas y los mecanismos?
—En realidad lo robamos para que pueda salir a la luz, junto a la existencia del proyecto de la Cronovisión y de los esfuerzos militares del INSCOM por crear un departamento de «espías astrales». Nuestra pretensión era la de que alguien reuniera toda la verdad y explicara que la Virgen nunca estuvo en Nuevo México. Que fueron varias monjas utilizando técnicas precisas de los «leales» las que estuvieron allí, y que todo fue un complot para mantener una fe primitiva basada en la manipulación de las evidencias.
La conversación entre fray Alberto y el padre Baldi se extendió durante cincuenta minutos más. Durante ese tiempo, sólo sus voces retumbaron en la parte alta de la iglesia de la Vera Cruz, rodeados de la mayor oscuridad. Ni los frescos templarios que tímidamente emergían del encalado de las paredes, ni las banderas de la Orden de Malta colgadas alrededor de la nave octogonal del templo, habían sido testigos antes de una conversación semejante. El recinto, construido según la leyenda por los caballeros del Temple a su regreso de Jerusalén y diseñado con arreglo a los patrones de una arquitectura mágica basada en la Cúpula de la Roca del Templo de Salomón —por tanto, pergeñada según el «número de oro» que descubriera Pitágoras—, comenzaba a condensar la presión de su interior.
—¿Y los «rebeldes» conocían esas técnicas? —preguntó Baldi después de escuchar a su interlocutor qué frecuencias de sonido logran que una persona se desdoble en un estado de hiperrelajación.
—En efecto. Y también sabíamos que aunque usted las redescubriera durante sus trabajos de música sacra, sería difícil que escaparan al control de la Iglesia. ¿O es que cree usted que fue casualidad que recibiera en 1972 la visita de aquel periodista del
Corriere della Sera
preguntándole por su «máquina de ver el pasado»? ¿Y la del último reportero español que le enviamos?
—¿También fue cosa suya? Fray Alberto sonrió.
—¿De quién si no? Elegimos a un periodista al que predispusimos para encontrarse con usted primero, y luego con la historia de la Dama Azul, para que pudiera atar cabos y destapara esta trama.
—Pero eso no es posible. No se puede modificar el destino de una persona, así por las buenas —protestó «San Lucas».
—Nosotros, sí. Es sólo cuestión de conocer cómo funciona realmente el Universo que, como supondrá, no es tan fiel a las leyes de Newton como se cree en este planeta. Ya las filosofías más antiguas defendían que el tiempo es una dimensión que limita sólo a ciertas especies en función de su grado de conciencia, pero nunca se hizo caso de esa máxima. Hoy sólo algunos físicos son capaces de intuir la profundidad de esas palabras, sobre todo cuando comprueban a diario, en sus experiencias con partículas sencillas como fotones o electrones, que éstas se adelantan en su comportamiento a los propios deseos del experimentador. Es decir, a una escala infinitesimal, la «conciencia» de las partículas se adelanta al tiempo y «actúa» en consecuencia. Comprenderá que ese detalle no hace sino indicar qué especies más desarrolladas pueden adelantarse al futuro y allanar el terreno para preparar acontecimientos que otros menos advertidos llamarían «casualidades».
—¿Y qué clase de «casualidades» han preparado?
—Perdone, pero es mejor que usted no esté al corriente. Todavía es nuestro rehén, al menos hasta que los acontecimientos se precipiten.
«San Lucas» se encogió de hombros ante lo que fray Alberto presentaba como inevitable. Así que decidió tantear otros terrenos.
—¿Le contó todo esto a «San Mateo» cuando trabajó con él?
El «infiltrado» le contempló de hito en hito.
—El padre Luigi Corso fue un buen hombre. Le ayudé todo lo que pude al frente de la Cronovisión, sólo con la esperanza de que descubriera por sí mismo cómo se utilizó en el pasado la técnica de bilocación mediante la «densificación» del cuerpo astral, empleando vibraciones de sonido. Aunque no comprendió.
—Pero ¿se lo contó? —insistió Baldi.
—Le revelé el gran secreto de nuestra hermandad, sí. Estaba en la obligación de hacerlo, antes de que decidiera encerrar sus averiguaciones en el
Archivio Segreto Vaticano
bajo cuatro llaves.
El padre Baldi interrogó a fray Alberto con la mirada.
—Sé lo que está pensando. En efecto, yo fui la última persona que le vio con vida. Le visité en su residencia para contárselo todo, y no pudo aguantar la verdad.
—Fue… usted.
Carlos empleó más de dos horas en leer la versión del manuscrito que escribiera Benavides para el rey. Devoró no sólo el texto principal —no muy diferente del
Memorial
impreso en 1630 por la Imprenta Real de Felipe IV—, sino también las notas al margen donde se especificaban qué melodías sacras favorecían el «vuelo místico» y qué clase de operaciones practicaron ciertos ángeles en el cerebro de sor María de Jesús para que respondiese a ellas.
[35]
Se trataba de unos comentarios especialmente agudos, transcritos por Benavides de boca de la propia abadesa de Ágreda, aunque difícilmente comprensibles para un hombre pragmático como el rey. Sin embargo, a la luz de los sueños de Jennifer y de las técnicas empleadas en Roma con ella, aquellas palabras cobraban nueva vida.
Existía —o eso afirmaba el texto— una fórmula basada en vibraciones acústicas, para bilocarse. Una fórmula importada a la cristiandad por una clase de seres radiantes que habían descendido a la Tierra en la noche de los tiempos.
—Jennifer… —murmuró al fin el
patrón
, después de un buen rato en silencio.
—¿Sí?
—Usted vio a la Dama Azul en sus sueños, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo era?
—Bueno… Siempre la vi descender del cielo en medio de un cono de luz. Irradiaba tanta luminosidad que a duras penas logré distinguir los rasgos de su cara… pero un hecho me llamó la atención. Apostaría que era la misma mujer con la que soñé más tarde, la que llamaban María Jesús de Ágreda.
—¿Siempre fue la misma?
—Creo que sí.
—¿Y la vio siempre en solitario?
—Sí. ¿Por qué me pregunta eso?
—Porque, según este documento, hubo varias damas azules en ese período, y fueron ayudadas siempre por «ángeles» de aspecto humano. Se enviaron varias monjas a ese lugar a predicar, que más tarde identificaron con la Virgen. ¿Sabe usted algo de esto?
—No. Nadie del proyecto me habló de otras damas azules.
Carlos se acarició la barbilla mientras contemplaba a Jennifer, que aguardaba deseosa de saber más detalles sobre el contenido del manuscrito. Pero el
patrón
no tenía tiempo.
—No me ha dicho usted qué nombre recibió ese proyecto conjunto entre el INSCOM y el Vaticano.
—No, no lo he hecho. No sé si es importante, tampoco si se trata de un secreto de Estado. Pero no tiene sentido ocultárselo. Se llamaba Cronovisión.
—¿Cronovisión?
—Eso es. ¿Ha oído hablar de él?
El periodista esquivó la mirada de Jennifer.
—Sí… sí. Hace mucho tiempo.
Jennifer no insistió. Carlos tembló recordando su último viaje a Venecia y una casi olvidada conversación con un benedictino llamado Giuseppe Baldi…
Cinco impresionantes Fiats negros, con las cortinillas de los asientos traseros echadas, atravesaron a toda velocidad la puerta de rejas del único bloque independiente de la
piazza del Sant'Uffizio
, en el número 11, no muy lejos de la explanada de San Pedro de Roma. Cualquier observador habría deducido que aquello no podía ser una buena señal. Y, en efecto, la Máxima Autoridad acababa de convocar a una reunión de urgencia al prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, al cardenal responsable de la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, al director general del Instituto para Obras Exteriores (IOE), al secretario personal del Papa y al prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. El encuentro iba a tener lugar en el salón señorial de la sede de esta última Congregación, más conocida en todo el orbe cristiano con el nombre de Santo Oficio, a las 22.30 horas en punto.
Los cinco hombres subieron en silencio hasta la tercera planta del edificio, escoltados por sus respectivos secretarios. Mientras tomaban asiento, tres monjas benedictinas sirvieron té y pastas en unos juegos de plata con las llaves de Pedro en bajorrelieve, al tiempo que varios funcionarios del Santo Oficio entregaban a los reunidos unas gruesas carpetas con documentación que respaldaba lo que se iba a debatir.
El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hombre con fama de pocos amigos, aguardó a que sus invitados estuvieran debidamente instalados antes de ordenar despejar la sala. Después, con la solemnidad que caracterizaba sus puestas en escena, anunció el inicio de la sesión tocando una pequeña campana de bronce.
—Eminencias, la Santa Madre Iglesia ha sido torpedeada desde dentro, y Su Santidad desea que paliemos los efectos del ataque antes de que sea demasiado tarde.
Los cardenales se miraron unos a otros con gesto de sorpresa. Nadie había oído nada acerca de sabotajes, conspiraciones o tramas dentro del Vaticano desde hacía meses. Es más, desde el atentado que sufriera el Papa a manos de un fanático turco, los acontecimientos se sucedían con una cierta calma. Sólo monseñor Ricardo Torres, cabeza dirigente de la Congregación para las Causas de los Santos, alzó la voz sobre el resto y exigió una explicación.
El prefecto Cormack, un hombre enjuto y con fama de implacable, bien ganada desde que en 1979 el Papa le encargara neutralizar a los entusiastas cabecillas de la teología de la liberación, aguardó a que cesaran los murmullos. Observaba a los cardenales como quien se dispone a anunciar una desgracia irreparable y se compadece a un tiempo de su suerte.
—Seguimos sin tener noticias del padre Giuseppe Baldi, secuestrado en España el pasado miércoles.
Hizo una pausa. Los prelados reanudaron sus murmullos.
—Su desaparición no sólo ha dejado al aire nuestro proyecto de Cronovisión, sino que ha forzado a nuestros servicios secretos a investigar el asunto, destapando una documentación que creo deben conocer de inmediato.
Cormack echó un vistazo a la sala, exigiendo silencio con sus poderosos ojos rasgados.
—En las carpetas que se les acaba de facilitar —prosiguió—, se encuentran algunos documentos que ruego examinen brevemente. Han sido reproducidos por primera y única vez. Estaban depositados en la cámara acorazada del
Archivio Segreto
, y confío que los manejarán con la mayor de las cautelas.
Los archivadores a los que se refería monseñor Joseph Cormack, de cubierta plastificada y con la bandera blanca y amarilla del estado pontificio estampada sobre ella, fueron abiertos de inmediato por todos.
—Atiendan, por favor, al primer documento —prosiguió el anfitrión—. Verán una tabla cronológica donde se enumeran algunas de las principales apariciones de la Virgen durante los últimos veinte siglos. Si se fijan, se darán cuenta de que antes del siglo XI, la única aparición consignada es la visita que supuestamente hizo Nuestra Señora la Virgen María al apóstol Santiago, junto al río Ebro, en España, en el año cuarenta.