—¿Levitó?
—Eso me dijeron, padre. Yo nunca fui consciente de ello.
—¿Y cómo explica que sus arrobos trascendieran más allá de los muros de la clausura?
—Mi antiguo confesor, fray Juan de Torrecilla, no era un fraile experto en estos asuntos.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que, llevado por el entusiasmo, comentó estos sucesos fuera de aquí. La noticia despertó mucho interés en toda la región, y vinieron muchos fieles a verme.
—¿Usted lo sabía?
—Entonces no. Sólo me extrañaba el hecho de que habitualmente me despertara en la iglesia rodeada de seglares y que todos se deshicieran en cuidados hacia mi persona. Pero como siempre que salía de ese estado traía el corazón lleno de amor, no les prestaba demasiada atención ni les pregunté nunca acerca de su actitud.
—¿Recuerda cuándo se produjo el primer arrobo?
—A la perfección. Un sábado después de la Pascua del Espíritu Santo de aquel año de 1620. El segundo, me sobrevino el día de la Magdalena.
Fray Alonso se inclinó cuan largo era sobre la mesa, para tratar de dar más énfasis a sus palabras.
—Sé que lo que voy a preguntarle es materia de confesión, pero hemos oído que usted goza del don de poder estar en dos lugares a la vez.
La monja asintió.
—¿Es usted consciente de ese don?
—Sólo a veces, padre. De repente mi mente está en otro lugar, aunque no sé decirle ni cómo he llegado hasta allá ni qué medio he utilizado. Al principio fueron viajes sin importancia, a los extramuros del convento. Allí veía trabajar a los albañiles, a los mozos y hasta les daba instrucciones para que modificaran las obras de tal o cual manera.
—¿La veían ellos?
—Sí, padre.
—¿Y después?
—Después me vi arrastrada a lugares extraños, en los que nunca había estado antes y donde me encontré con gentes que ni siquiera hablaban nuestro idioma. Sé que les prediqué la fe de Nuestro Señor Jesucristo, y que me vi rodeada por gentes de una raza que me resultaba desconocida. Sin embargo, lo que más me azoraba de aquellos momentos era escuchar dentro de mí una voz que me empujaba a instruirles acerca de cómo Dios nos creó imperfectos y nos envió a Jesucristo para redimirnos.
—¿Una voz? ¿Qué clase de voz?
—Una voz que cada vez que hablaba me hacía sentir más y más confiada. Creo que fue el
Sancti Spiritu
, que me habló como lo hizo a los apóstoles el día de Pentecostés.
—¿Cómo empezaron esos viajes?
Fray Alonso se cercioró por el rabillo del ojo de que el escribano iba tomando buena nota de todo aquello.
—No estoy muy segura. Desde muy niña me preocupó mucho saber que en las nuevas regiones descubiertas por nuestra corona había miles, quizás millones, de almas que no conocían a Jesús, y que estaban abocadas a la condenación eterna. Pensar en ello me ponía enferma, y mis padres nunca supieron cómo consolarme. Pero uno de aquellos días de dolor, mientras me encontraba reposando en cama, mi madre llamó a dos albañiles que participaban de los trabajos de construcción de nuestro futuro convento, que se habían ganado cierta fama de sanadores. Les pidió que me examinaran con cuidado y que trataran de erradicar los humores que me habían llevado a enfermar.
—Continúe.
—Aquellos dos albañiles se encerraron en mi celda. Me hablaron de muchas cosas extrañas que apenas recuerdo, pero me revelaron que tenía una misión importante que cumplir.
—No eran albañiles, ¿verdad…?
Fray Alonso recordó las advertencias que le hiciera el Comisario General en Madrid.
—No. Terminaron admitiendo que eran ángeles con una misión itinerante. Que vivían desde hacía muchos años entre los hombres para ver quiénes de ellos tenían ciertas aptitudes que Dios quería aprovechar, y comenzaron a hablarme de las almas del Nuevo México y de los apuros de nuestros misioneros por alcanzar las remotas regiones donde vivían.
—¿Cuánto tiempo estuvo con ellos?
—Aquella primera vez, casi todo el día. De hecho, recuerdo perfectamente que esa misma noche regresaron a por mí, se introdujeron no sé cómo en mi habitación y me sacaron sin despertar a nadie. Todo fue muy rápido. De repente me encontré sentada en un trono, sobre una nube blanca, y volando por los aires. Distinguí nuestro convento, los campos de cultivo de los alrededores, el río, la sierra del Moncayo, y comencé a subir más y más hasta que todo se hizo oscuro y vi la cara redonda de la tierra, mitad en sombras, mitad en luz.
—¿Vio todo eso?
—Sí, padre. Fue terrible… Me asusté mucho. Sobre todo cuando me llevaron por encima de los mares hasta un lugar que no conocía. Sentía claramente cómo el viento de aquella latitud golpeaba mi cara y vi que aquellos dos albañiles, transformados en unas criaturas radiantes y hermosas, controlaban los movimientos de la nube, guiándola ora a la derecha, ora a la izquierda, con gran seguridad.
Fray Alonso torció el gesto ante la descripción. Aquel relato coincidía con las reclamaciones heréticas investigadas tiempo atrás de boca del obispo de Cuenca, Nicolás de Biedma, o del célebre doctor Torralba, que entre finales del siglo XIV y principios del XVI afirmaron haber subido a nubes de esa clase, haber volado a Roma con ellas y, lo peor, haber sido guiados por diablillos de dudosas intenciones.
—¿Cómo puede estar tan segura de que aquellos hombres eran ángeles de Dios?
La monja se persignó.
—¡Ave María! ¿Qué otras criaturas podrían ser si no?
—No lo sé. Dígamelo usted, hermana.
—Bueno —dudó—, al principio, como vuestra paternidad, me pregunté si no estaría siendo engañada por algún artificio del Maligno, pero luego, cuando al poco tiempo de emprender aquel vuelo me ordenaron que descendiese en una determinada región para predicar la palabra de Dios, los recelos se esfumaron.
—¿La ordenaron descender, dice usted?
—Sí. Extendieron una especie de alfombra de luz bajo mis pies y me invitaron a que transmitiera un mensaje muy concreto a un grupo de personas que aguardaban. Supe que no eran cristianos por las ropas que llevaban, pero tampoco musulmanes o enemigos de nuestra fe. Vestían con pieles de animales, y acudieron hasta mí impresionados por la luz celeste que desprendía la nube.
—Madre, mi deber es insistir: ¿está usted segura de que eran ángeles?
—¿Qué si no? —insistió también la abadesa—. No rehuían ninguna de mis palabras, aceptaban de buen grado mi fe en Dios y la consideraban con respeto y devoción. El Diablo no hubiera podido resistir tanta falsa loa a nuestro padre celestial.
—Ya. ¿Y qué pasó después?
—Hice todo lo que me pidieron. Aquella noche visité dos lugares más, y les hablé a nuevos indios, y aunque ellos usaban otras lenguas, parecieron entenderme a la perfección.
—¿Cómo eran?
—Me llamó mucho la atención el tono cobrizo de su piel, y el hecho de que casi todos llevaban el torso, los brazos, las piernas y el rostro pintados. Algunos vivían en casas de piedra, como en nuestros pueblos, sólo que se entraba a ellas por los tejados, y se reunían para sus ceremonias paganas en una especie de pozos a los que sólo accedían los hombres autorizados por los brujos del poblado.
Fray Alonso vaciló. Aquellos detalles coincidían con lo que él mismo había visto, y casi olvidado, en Nuevo México.
—¿Les habló a los indios de la llegada de los franciscanos?
—¡Oh, sí! Los ángeles me insistieron en eso. Incluso me permitieron ver algunos lugares donde trabajaban padres de nuestra seráfica orden. En uno de ellos, vi cómo un indio al que llamaban el «capitán tuerto» imploraba a uno de nuestros religiosos, un hombre adusto, de espaldas anchas y grande, que les predicara la Palabra de Dios. El «tuerto» imploraba que le asignaran los misioneros que yo misma les había dicho que exigieran.
—¡Isleta!
—No sabría decirle cómo se llamaba el lugar, nadie me lo dijo. En cambio comprobé que aquel fraile le negaba la ayuda por falta de hombres. ¿Sabe su paternidad? Yo me entrevisté con el «capitán tuerto» lunas antes, y le di cuenta de hacia dónde debía caminar para encontrar a los misioneros.
—¿Cuántas veces cree que estuvo allí?
—Es difícil de precisar, porque tengo la convicción de que en muchas ocasiones no fui totalmente consciente de ello. Soñaba a diario con aquellas tierras, aunque no podría decirle si lo hice porque estuve en ese estado, o porque Nuestro Señor quería que reviviera ciertas escenas de mi predicación allá.
—Intente calcularlo. Es importante.
—Quizás unas… quinientas veces.
Fray Alonso abrió los ojos de par en par. Le tembló un poco —muy poco— la voz.
—Quinientas veces, ¿desde 1620 hasta hoy?
—No, no. Sólo entre 1620 y 1623. Luego, tras pedírselo a Dios Nuestro Señor y a sus intercesores con todas mis fuerzas, cesaron las exterioridades y los ángeles de Cristo que me acompañaron, marcharon tan misteriosamente como habían llegado.
—Entiendo… ¿Le dijo alguien cómo detener sus «exterioridades»?
—No. Pero decidí mortificar mi cuerpo para tener al espíritu cerca de mí. Dejé de comer carne, leche o queso y comencé una dieta sólo de legumbres. Además, tres días a la semana practicaba un ayuno estricto de pan y agua que he mantenido hasta hoy. Poco después, dejé de ir a Nuevo México.
—¿Nunca más?
—Nunca. A menos que aquellos ángeles tomaran mi forma y siguieran apareciéndose entre los indios sin que yo fuera consciente de ello.
Fray Alonso garabateó algo en un pergamino y lo dobló.
—Está bien, hermana. Es todo por hoy. Debemos pensar sobre lo que ha dicho antes de proseguir.
—Como desee vuestra paternidad.
La sumisión con la que se comportaba la monja desarmó al portugués, pero reconfortó al padre Marcilla, que veía con agrado que la religiosa no estaba decepcionando las expectativas del ex Custodio de Nuevo México. Y así, con cierto pesar, fray Alonso se sumergió, en silencio, en un extraño cálculo que le forzó a empotrarse aún más en su asiento: si aquella monjita había sido trasladada a América por ángeles sólo entre 1620 y 1623, tal como ella afirmaba, entonces ¿quién había guiado al «capitán tuerto» de nuevo hasta Isleta hacía sólo unos meses? ¿Quién avisó a los jumanos para que salieran al paso de la comitiva de fray Juan de Salas en la Gran Quivira? ¿Quién, en definitiva, había tomado el relevo?
Un retortijón alteró su estómago con violencia, al tiempo que un estruendo sacudía todo el ambiente. Parecía un timbre.
¿Un timbre?
Jennifer despertó.
Antes de dirigirse al aeropuerto internacional Leonardo Da Vinci de Roma, el padre Giuseppe Baldi dio un paseo por el Cuartel General de la guardia suiza. No le fue difícil llegar hasta el despacho del capitán Ugo Lotti, un corpulento mocetón rubio y de ojos claros, que le atendió en cuanto supo que se trataba del principal testigo del frustrado atentado del día anterior.
El capitán Lotti se ofreció, muy cortésmente, a resolverle cualquier duda que tuviera. Desgraciadamente, el policía reconoció —tan pronto como hubo cerrado la puerta de su despacho— que las 24 horas transcurridas desde el incidente no habían servido a sus hombres para aclarar las circunstancias del ataque contra la columna de Santa Verónica. Los
sampietrini
seguían en la más absoluta de las incertidumbres e ignoraban qué móvil podía inducir a atentar contra una obra de arte como aquélla.
—Es un caso muy extraño —admitió el oficial mientras acariciaba un portafolios marrón con un escudo de colores estampado en el centro—. Las bombas fueron colocadas junto a tres puntos débiles de la estructura de la torre, con una pericia que nos permite afirmar que se trata de profesionales, pero, al mismo tiempo, todo fue urdido como si, en realidad, no se quisiera hacer ningún daño al monumento.
—¿Quiere decir que no pretendían destrozar nada, sólo llamar o distraer la atención de algo?
—Sí, eso parece.
—No le veo muy convencido.
—Verá, padre, cada año hay cinco o seis intentos de agredir alguna de las más famosas 395 estatuas de la basílica de San Pedro. La Piedad es la más atacada, con diferencia, pero nunca antes se había atentado contra Santa Verónica, una obra menor de Francesco Mochi, sin ninguna relevancia especial…
—Tal vez no fuera la estatua lo que quisieran destruir. Tal vez se tratara de un acto simbólico, ¿no cree?
El capitán Lotti, sentado en una esquina de la atiborrada mesa de su despacho, se balanceó, y abordó a su visitante en tono pretendidamente cómplice.
—No sabrá usted algo de lo que yo debería estar al corriente, ¿verdad, padre?
—Por desgracia, no.
—Ahora soy yo quien no le ve muy convencido, padre.
—He estudiado la historia de esa columna, pero no le he encontrado mucho sentido. Como sabrá, fue diseñada originariamente por Bramante, pero cuando Julio II encarga a Miguel Ángel la construcción de la cúpula, éste la refuerza, junto a las otras tres columnas, de manera espectacular. Lo curioso es que se diseñaron «huecas» para albergar tesoros.
—¿Llama tesoros a unas reliquias? —el
sampietrini
le miró sonriendo.
—Bueno, en la columna agredida se guarda el paño original de la Verónica, el que se cree que refleja el verdadero rostro de Jesús y que fue empapado cuando ascendía al calvario.
—¿Y sabe usted algo de la «Hermandad del Corazón de María»?
—Ni idea.
—Entonces, ¿qué es exactamente lo que desea, padre?
El «evangelista» enderezó la espalda.
—En realidad, he venido para que me diga, si puede, si el carrete que confiscaron en la basílica le aportó alguna pista sobre la identidad del hombre que pasó a mi lado corriendo, el que creyeron podía ser un terrorista.
—¡Ah!, ése es otro misterio. Ayer, naturalmente, revelamos el rollo en nuestros laboratorios, y al positivar la última foto apareció algo muy raro…
El suizo rebuscó entre las carpetas que poblaban su mesa hasta localizar la fotografía.
—Ajá. Aquí la tiene. ¿Lo ve?
Baldi tomó entre sus manos el papel que le tendían. Se trataba de una copia de 15 × 20 centímetros, impresa en papel mate; la observó minuciosamente durante algunos segundos. La toma era de una calidad muy deficiente, casi completamente ennegrecida. En la parte inferior se distinguía a duras penas el suelo de mármol de la basílica y, muy al fondo, sus propios zapatos Martinelli. No obstante, lo más llamativo de la imagen no era lo que estaba sobre el suelo, sino lo que ocupaba el flanco central izquierdo de la instantánea.