—Así que usted fue confesor de la madre Ágreda antes de que fuera abadesa…
El traqueteo del carruaje sacudía igualmente al padre Sebastián Marcilla. Su oblongo estómago se zarandeaba de izquierda a derecha, al compás de los caprichos del cochero, debajo de un ancho fajín de color escarlata. El padre Marcilla llevaba un buen rato haciendo de tripas corazón, por lo que no le resultó demasiado difícil simular la compostura necesaria para poder responder.
—Así es, fray Alonso. De hecho, fui yo quien escribió al arzobispo de México advirtiéndole de lo que podía ocurrir si se exploraban las regiones del norte.
—¿De lo que podía ocurrir? ¿A qué se refiere?
—Ya sabe: que se descubrieran nuevos reinos como los de Tidán, Chilliescas, Carbucos o Jumanes.
—¡Ah!, ¿fue usted?
La cara de luna del padre Marcilla se iluminó de satisfacción.
—Advertí a Su Eminencia Manso y Zúñiga de la existencia de esas regiones, y si vuestra paternidad vio mi carta, sin duda no pasó por alto la invitación que le cursé para que comprobara la existencia de vestigios de nuestra fe en esas tierras salvajes.
—Y claro —dedujo Benavides—, esa información se la transmitió la madre Ágreda.
—Naturalmente.
—¿Y cómo transgredió usted un secreto de confesión?
—En realidad no fue tal. Las confesiones eran ejercicios de
mea culpa
, entonados por una monja joven que no comprendía lo que le estaba ocurriendo, pero en ningún caso fueron fuente de detalles tan precisos. Créame, nunca absolví sus «pecados» de geografía.
—Vaya… —asintió ahora con gesto tramposo fray Alonso—. Pues he de decirle que de todos esos reinos yo sólo conozco el de los jumanos, que no de los jumanes, que está ubicado hacia el noroeste del Río Grande. Del resto ningún franciscano o soldado de Su Majestad ha sabido nada todavía.
—¿Nada? —el tono del padre Marcilla sonó incrédulo.
—Ni palabra.
—Quizá no sea tan raro como parece. Tiempo tendremos de aclarar esos puntos con la propia abadesa de Ágreda, que nos dará cuenta de todo lo que le pidamos.
Fray Alonso de Benavides y el Provincial de Burgos, Sebastián Marcilla, congeniaron de inmediato. Marcilla se había unido en la ciudad de Soria al carruaje del misionero, y desde allí ambos compartieron unas horas, que les valieron tanto para acordar buena parte del cuestionario al que pensaban someter a la religiosa, como para establecer los límites de sus respectivas competencias.
Fue tanto y tan intenso lo que hablaron, que ninguno de ellos se percató ni de los cambios abruptos del paisaje, ni del perfil de los pueblos que atravesaron ni, por supuesto, de su pronta llegada a destino.
A primera vista, Ágreda se dibujaba como un rincón sereno de las tierras altas de Castilla, puerta de paso obligada entre los reinos de Navarra y Aragón, y cruce de caminos de ganaderos y agricultores que animaban la adusta vida de aquel enclave estratégico. Como en cualquier villa de tales características, las escasas familias nobles del lugar y las órdenes religiosas eran sus únicos puntos de referencia permanentes. Y el convento de la Concepción se contaba entre ellos.
En aquella clausura recién estrenada, todo estaba preparado para lo que había de venir. Las monjas habían colocado una larga alfombra púrpura que unía el camino de Vozmediano con la puerta de la iglesia, y hasta habían dispuesto una serie de mesas con pastas, agua y algo de vino tinto de la tierra para solaz de los ilustres viajeros que esperaban.
Gracias a los permisos previos gestionados desde Burgos por el padre Marcilla, la veintena de hermanas que formaban la congregación en ese momento, aguardaban fuera de su clausura la llegada de la delegación. Oraron y cantaron durante varias horas, recorriendo el viacrucis trazado alrededor del muro exterior de la Casa y secundadas por un número creciente de fieles que sabían ya de la importancia de la delegación de sacerdotes que esperaban.
Por eso, cuando el coche de caballos de Benavides se detuvo justo enfrente de la alfombra roja, cierto silencio supersticioso se apoderó de los presentes.
Desde el carruaje, la visión no podía ser más reveladora: las monjas, dispuestas en dos filas perfectamente ordenadas y encabezadas por un franciscano y una hermana, que pronto dedujeron debía ser la madre Ágreda, resistían estoicamente que las cálidas bocanadas de aire de la tarde agitaran sus mantos de color azul celeste. Todas y cada una de las religiosas —tal y como enseña la regla impuesta por Santa Beatriz de Silva en 1489—, llevaban su hábito blanco, un escapulario de plata con la imagen de la Virgen al cuello, un velo negro sobre la cabeza y aquel impresionante manto azul…
—¡Que Dios nos asista!
El inesperado lamento del padre Benavides pilló por sorpresa a su acompañante. Lo masculló nada más poner pie en tierra y echar un vistazo al paisaje. Marcilla se asustó.
—¿Se encuentra bien, hermano?
—Perfectamente. Es sólo que estos parajes llanos, estos valles llenos de mies y esos hábitos azules, parecen el reflejo de las tierras que he dejado al otro lado del mar. ¡Es como si ya hubiera estado aquí!
—
Omnia sunt possibilia credenti
—sentenció Marcilla de nuevo—. Para el creyente todo es posible.
La recepción fue más breve de lo previsto en esta clase de actos. Tras descender ceremoniosamente del coche, entre los cánticos del
Te Deum
y las ampulosas genuflexiones de las monjas, el franciscano que acompañaba a las religiosas se presentó como fray Andrés de la Torre, confesor de sor María Jesús desde 1623, y fraile residente del cercano monasterio de San Julián. A primera vista, parecía de carácter afable. Un hombre huesudo, con una nariz torcida y grandes orejas acampanadas que le conferían cierto aspecto de roedor. En cuanto a la madre Ágreda, su aspecto era bien diferente: lucía una piel blanca como la leche, el rostro redondo y ligeramente sonrosado, y unos grandes ojos negros, con unas tremendas pupilas pardas, que dibujaban una mirada templada y poderosa a la vez.
Benavides se sintió impresionado.
—Bienvenidos sean sus paternidades —y, sin apenas una pausa—: ¿Dónde desearán interrogarme?
El tono de la supuesta Dama Azul sonó seco. Como si le disgustara tener que rendir cuentas de sus intimidades, calló las usuales y corteses concesiones amables, atenta al más mínimo gesto de Benavides y Marcilla.
—Creo que la iglesia sería el lugar idóneo —murmuró Marcilla, recordando sus tiempos de sacerdote en aquel recinto—. Se accede a ella sin necesidad de entrar en la clausura, y podría habilitarse allí una mesa con luz, tinta y todo lo necesario. Además, de esa manera tendremos a Nuestro Señor como testigo.
Benavides aceptó la sugerencia de buen grado, y dejó intervenir a la abadesa.
—En ese caso, sus paternidades lo tendrán todo dispuesto para mañana a las ocho en punto.
—¿Comparecerá usted a esa hora?
—Sí, si ésa es la voluntad de mi Comisario General y de mi confesor. Deseo enfrentarme cuanto antes a sus preguntas y despejar todas aquellas dudas que hayan traído vuestras paternidades.
—Confío en que todo resultará menos doloroso de lo que me parece que imagina, hermana —terció el portugués.
—También la crucifixión de Nuestro Señor fue dolorosa, y no por ello dejó de ser necesaria para la redención de la humanidad, padre.
La súbita irrupción de las hermanas entonando el
Gloria in Excelsis Deo
camino de la clausura salvó a Benavides de responder a aquel ácido comentario.
—Y ahora, si nos disculpan —se excusó la madre Ágreda—, debemos recogernos para atender nuestras vísperas. Sírvanse ustedes del ágape que les hemos preparado, y déjense arropar por la bienvenida de nuestro pueblo.
Sé que fray Andrés lo ha dispuesto todo para que se alojen convenientemente en el convento de San Julián.
Y con esas, la abadesa se perdió dentro de la clausura, seguida de sus correligionarias.
—Mujer de carácter fuerte.
—Sin duda, padre Benavides. Sin duda.
La vida de la abadesa apenas había cambiado en los últimos diez años, y aquella jornada no iba a ser una excepción.
Al caer el sol, sobre las ocho de la tarde y sin apenas haber cenado, sor María Jesús se retiró, como de costumbre, a su reducida celda para entornar su
miserere
y hacer el examen de conciencia del día. Lo hacía siempre en silencio, ajena a las últimas gestiones de sus hermanas, sumida en un estado que no dejaba de parecerles a todas ellas doloroso y lamentable.
La religiosa oró hasta las nueve y media, tendida de bruces sobre el tibio suelo de barro cocido de su cuarto.
Después se lavó la cara con agua fría del pozo de la huerta y se echó a dormitar sobre una áspera tabla de madera, tratando de no pensar en el lacerante dolor que se había apoderado de sus costillas.
Alrededor de las once, cuando el resto de sus hermanas estaban ya encerradas en sus celdas desde hacía dos horas, sor María Jesús se sometió, también como de costumbre, al «ejercicio de la cruz». Durante hora y media se excitaba y golpeaba con pensamientos sobre la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, después cargaba sobre sus hombros una pesada cruz de hierro de más de cincuenta kilos, con la que caminaría de rodillas a lo largo del pasillo del piso superior del convento hasta caer exhausta. A continuación, tras una breve pausa para reponer las fuerzas necesarias, tratando de no hacer ruidos que despertaran a nadie, colgaba esa cruz en la pared oeste de su celda y se suspendía en ella otros treinta minutos.
Generalmente, sor Prudencia la avisaba cada madrugada, hacia las dos, para que bajara al coro de la iglesia y presidiera los maitines, que solían prolongarse hasta las cuatro. Siempre bajaba. No importaba que se sintiera con fiebre, enferma o herida —situaciones bastante frecuentes—, pero aquel día, justo aquel día, prefirió quedarse en el piso de arriba del convento; quería disimular la zozobra que le producía saber que, en pocas horas, una comisión de frailes la someterían a un interrogatorio acerca de sus visiones.
En el convento de San Julián la última noche de abril fue mucho más tranquila. A las siete en punto de la mañana, con el sol que comenzaba a brillar sobre los pastizales agredanos, los padres Marcilla y Benavides habían completado ya sus oraciones e ingerido un frugal desayuno a base de frutas y pan. Incluso habían tenido el tiempo suficiente para hacerse con los pliegos de pergamino necesarios para consignar las respuestas de la madre Ágreda durante la primera sesión. Poco podían sospechar en aquellos compases del día que esa comparecencia sería sólo la primera de una larga tanda.
—Misericordia, madre de Dios, misericordia.
La voz angustiada de sor María de Jesús se dejó escuchar tras el portón de madera sin barnizar de su puerta.
—Sabes que te soy fiel y que guardo con discreción las cosas maravillosas que me enseñaste. Sabes que nunca traicionaré nuestros diálogos… Pero socórreme en este difícil lance.
Ninguna hermana la escuchó. Tampoco nadie contestó a sus súplicas. Aturdida por ese inexplicable silencio, la abadesa se tumbó de nuevo en el catre, aunque no pudo conciliar el sueño.
Treinta y cinco minutos más tarde, las puertas del refectorio del monasterio de San Julián se abrieron para fray Andrés de la Torre y un secretario de la orden encargado de transcribir el interrogatorio. Después de los saludos de rigor y de comprobar que llevaban lo imprescindible, los cuatro cruzaron Ágreda a plena luz del día, respirando los primeros efluvios del rocío dejado sobre los arbustos de retama, y en el más absoluto de los silencios. Caminaron con paso decidido hasta la clausura concepcionista. Allí, como les había prometido la abadesa, encontraron un escritorio y cinco sillas debidamente dispuestas, así como dos grandes candelabros de bronce situados a ambos lados de la cabecera de la tabla.
No se podía pedir más. La iglesia era un lugar fresco y tranquilo, discreto, que haría más confortable el interrogatorio. De paso, permitiría a alguna de las hermanas de la congregación conocer su desarrollo desde el coro situado encima de la puerta de acceso al recinto.
La abadesa llegó puntual al templo. Vestía los mismos hábitos de la tarde anterior, y su joven rostro denotaba signos evidentes de cansancio; llevaba demasiados años durmiendo sólo dos horas diarias. Saludó a los cuatro padres que la aguardaban. Tras hacer una reverencia frente al sagrario del altar mayor, tomó asiento y esperó disciplinadamente a que se completaran los primeros formulismos del interrogatorio. Sus ojos brillaban.
—A uno de mayo del año del Señor de mil seiscientos treinta y uno, en la Iglesia Mayor del Convento de la Concepción de Ágreda, procedemos al interrogatorio de sor María de Jesús Coronel y Arana, natural de la villa de Ágreda y abadesa de esta Santa Casa.
Sor María escuchó en silencio al escribano, mientras leía el inicio del acta. Cuando hubo concluido, levantó los ojos de la página —casi en blanco— y preguntó a la religiosa:
—¿Es usted sor María de Jesús?
—Sí, yo soy.
—¿Sabe, hermana, por qué ha sido convocada hoy ante este tribunal?
—Sí. Para rendir cuentas de mis exterioridades y de los fenómenos que Dios Nuestro Señor quiso que protagonizara.
—En ese caso, responda bajo juramento a todo lo que se le pregunte. Ya sabe que para este tribunal el secreto de confesión ha sido levantado y que debe atender a todas sus cuestiones.
La religiosa miró fijamente a fray Alonso de Benavides. Su aspecto fibroso, casi atlético, disimulaba muy bien la edad del fraile y le confería una aureola de familiaridad a la que la monja no pudo sustraerse. Benavides estaba sentado justo frente a ella, detrás de un montón de papeles con anotaciones indescifrables y un ejemplar de la Biblia. Al sentirse observado por la abadesa, Benavides tomó la iniciativa.
—En nuestros informes consta que usted ha experimentado numerosos fenómenos de arrobamiento, de éxtasis. ¿Puede explicarle a este tribunal cuándo empezaron?
—Aproximadamente hace once años, en 1620, cuando tenía dieciocho recién cumplidos —respondió mecánicamente sor María Jesús—. Fue entonces cuando Nuestro Señor quiso que me asaltaran trances durante los oficios religiosos, y que algunas hermanas me vieran elevarme sobre el suelo. No fue un don que yo solicitara, sino que me fue concedido al igual que a mi madre.