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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (25 page)

La brisa del Pacífico le devolvió parte de la serenidad. Aunque todavía sentía el aroma dulzón del incienso que se respiraba en aquel antro, el contacto con la humedad de la calle la tranquilizó. Seguía en el mundo real, con los pies en la tierra, rodeada de cosas cotidianas. Se dijo que lo que acababa de vivir en aquella librería era, sencillamente, imposible. Y sin embargo, ¿cómo supo la tal Madame…?

Todavía impresionada por el último comentario de aquella especie de «gitana», Jennifer entró en un Dunkin Donuts. Afortunadamente había pocos clientes. Pidió un tazón de café con leche muy caliente, y se sentó junto a una de las ventanas del establecimiento. Siempre había creído que los sueños son lo más íntimo que un ser humano tiene en su cabeza, y que nadie, absolutamente nadie, puede acceder a ellos. Sin embargo, esa certeza acababa de derrumbarse con la facilidad y la rapidez de un castillo de naipes. ¿Casualidad?

No lo pudo evitar. Allí mismo, con el pulso todavía trémulo, decidió echar un vistazo al libro. Tal vez encontraría en él alguna respuesta. Sin embargo, mientras apuraba el café con leche con deleite, una sensación de decepción fue apoderándose de ella: ¿dónde demonios estaba la historia del Petit Trianon?

El principal atractivo del volumen eran unas inquietantes y borrosas fotografías de fantasmas. Jennifer tardó en encontrar la referencia que buscaba porque, sencillamente, se reducía a una escueta información perdida en medio del libro, que adolecía de los detalles más elementales. El caso del Petit Trianon se reducía a algunos párrafos sobre la extraña experiencia de Ann Moberly y Eleanor Jourdain, dos profesoras inglesas que en el verano de 1901 pasaron unos días de vacaciones en París.

El 10 de agosto de aquel año —leyó Jennifer con viva curiosidad—, las dos amigas se internaron en los jardines de Versalles para admirar el esplendor de la corte del Rey Sol. Todo hubiera resultado perfectamente vulgar si, mientras disfrutaban de su paseo por las inmediaciones del palacete llamado Petit Trianon, construido por Luis XV para María Antonieta, no les hubiera asaltado una extraña sensación. De repente, ambas mujeres compartieron la certeza de saberse rodeadas de fantasmas. O, mejor, de haberse colado —como Alicia en el País de las Maravillas— en un mundo que no era el suyo.

Al principio, les fue difícil saber por qué se sentían tan extrañas, aunque luego los hechos les vinieron a dar la razón. Y es que los dos hombres tocados por sendos tricornios que vieron cerca del palacete, o la joven vestida de época a la que observaron dibujando en una de las esquinas de aquellos magníficos jardines, sencillamente pertenecían ¡a otra época! Lo curioso, además, fue que lo que comenzó siendo una «intuición», terminó convirtiéndose en una evidencia cuando comprobaron, por ejemplo, que en el lugar donde
espiaron
a la doncella, crecía en 1901 un tremendo arbusto… que, por cierto, nunca existió en tiempos de la monarquía francesa. ¿Fue una alucinación? ¿Un salto atrás en el tiempo? ¿O una pesadilla como las de «Gran Soñador»?

Para algunos expertos de la Sociedad Británica de Investigaciones Psíquicas —concluía el libro—, las dos profesoras inglesas habían vivido un claro episodio de retrocognición. Esto es, de visión del pasado.

—¿Retrocognición?

La mujer apuró de un gran sorbo lo que le quedaba de su café con leche, y, pensativa, tomó otro taxi para regresar a casa. El vehículo enfiló de nuevo la autopista Costa del Pacífico, que abandonó justo después del desvío al sur de Santa Mónica. Desde allí, callejeó durante unos minutos con cierta soltura y dejó a su pasajera en casi la mitad del tiempo —y de dólares— que el taxi de la mañana.

—Cosas de California —pensó.

«Gran Soñador» se quitó el impermeable amarillo, lanzó los zapatos al otro extremo de la habitación, tiró el libro encima de la cama y apretó el botón de reproducción de mensajes de su contestador.

Sólo había uno, en un inglés bastante deficiente.

—Señorita Narody, ésta es una llamada desde España. Sabemos que está interesada en ciertos manuscritos del siglo XVII, y nos gustaría hablar con usted. Volveré a telefonearla más adelante.

¿Manuscritos del siglo XVII? ¿Ella?

Borró el mensaje con determinación. Estaba claro que se trataba de un error. Luego buscó en el frigorífico algo para comer aunque sólo fuera para no servirse un whisky a esas horas. Un segundo más tarde, una duda le quitó definitivamente el hambre.

—Si se han equivocado, ¿cómo sabía mi nombre la persona que dejó el mensaje?

Capítulo
33

A las 17:25, una furgoneta marrón del servicio de reparto de la compañía UPS se detuvo delante del edificio de apartamentos de Jennifer Narody. Un hombre uniformado le entregó un grueso paquete enviado desde Roma. «Gran Soñador» se apresuró a abrirlo.

Era extraño. En ninguna parte constaba el remitente. Sólo eran legibles la ciudad emisora y la dirección y el teléfono de las oficinas UPS en la Ciudad Eterna, como si el paquete hubiera sido llevado en mano. No obstante, más raro aún era su contenido: un manojo de páginas apergaminadas, cosidas por su costado izquierdo con tres lazos de cuerda de cáñamo y ni una sola nota explicativa que lo acompañara. Jennifer fue incapaz de encontrar ninguna pista que le permitiera adivinar el remitente de aquel extraño «regalo». Para colmo de intrigas, estaba escrito en español, con una caligrafía endiablada, en la que era imposible descifrar ni una maldita palabra.

«Gran Soñador» no volvió a prestar atención al envío. Lo guardó en un cajón, tiró a la basura la caja que lo contenía y pasó el resto de la tarde mirando la televisión. Afuera, en la playa, el cielo volvía a descargar un fuerte manto de lluvia sobre la costa.

—Maldito temporal —refunfuñó.

Jennifer se quedó definitivamente dormida a las 19:54 de la tarde. Sus sueños, por supuesto, continuaron.

Isleta, Nuevo México, septiembre de 1629

—¡Mire! ¡Mire bien, padre!

Fray Diego López zarandeó ligeramente al padre Salas. Demacrado por sus interminables horas de marcha por el desierto, y apoyado en una fuerte vara de roble arrancada cerca de la Gran Quivira, fray Juan entrecerró los ojos, tratando de mirar hacia donde le señalaba su compañero.

—Pero si eso es…

—Sí, padre. ¡Es Isleta!

—Gracias a Dios.

Casi perdidas en los límites de su horizonte, más allá del apretado grupo de sabinas y juníperos que marcaban la línea del Río Grande sobre el desierto, se alzaban orgullosas las torres de la misión de San Antonio de Padua.

Fray Juan apenas pudo sonreír. En aquel momento, le preocupaba más el peso de su propia espalda o el estado agónico de sus pies, que el final de su ruta. Sin embargo, cuando finalmente agudizó su mirada tratando de evaluar cualquier cambio en «su» misión durante su ausencia, algo le hizo enderezarse.

—¿Lo ves tú también, hermano Diego? —su voz sonó temblorosa.

—¿Ver? ¿Qué he de ver?

—Las sombras que hay alrededor de la misión. Parece la caravana de otoño
[29]
que debe ir a Ciudad de México. Pero, tan pronto…

—¿Pronto? —le atajó fray Diego—. No debe serlo tanto. Recuerde que el
Halcón
nos avisó de que el Padre Custodio, fray Alonso de Benavides, dejaría su cargo en Santa Fe en septiembre. Así que la expedición debe de haberse detenido en Isleta para aprovisionarse, antes de adentrarse por el desierto, hacia el sur.

—Septiembre, sí —repitió fray Juan con aire ausente—. ¿Cuánto tiempo hemos pasado fuera?

—Según mi diario, cuarenta y siete jornadas completas.

—Más de un mes y medio…

El padre Salas hizo un rápido cálculo mental y terminó por admitir las observaciones de su joven discípulo. No había otra respuesta más convincente: la misión había sido tomada por la caravana militarizada del nuevo virrey, el marqués de Cerralbo, y en ella debía estar indefectiblemente fray Alonso de Benavides. ¿Quién si no?

Las cábalas de los dos peregrinos cesaron en cuanto se acercaron lo suficiente a Isleta. Abordada desde su lado occidental, desde la vertiente opuesta del Río Grande, la misión de San Antonio parecía ese día un pueblo en ferias. Hasta ochenta carruajes pesados, de dos ejes cada uno, se arremolinaban alrededor de la empalizada. Protegidos por patrullas de soldados españoles, los «extramuros» de la misión estaban a rebosar de indios, mestizos e hidalgos castellanos, sumidos en frenético ir y venir como pocas veces se había visto por allí.

En medio de la turba, a los dos frailes les fue muy fácil adentrarse en el interior de Isleta sin llamar la atención. Pese a que debía de haber no menos de trescientos blancos por los alrededores, ninguno les reconoció o les pidió que se identificasen. Hombres, mujeres, gallinas, vacas, cerdos, burros y caballos campaban a sus anchas embruteciendo la periferia de la misión.

Los recién llegados debieron armarse de paciencia para abrirse paso entre las estrechas callejuelas que desembocaban en la plaza de la iglesia. Emplearon en ese corto recorrido más fuerzas y voluntad que durante las últimas jornadas de camino solitario por el desierto.

Poco importaba eso ya. Ahora, frente a las torres de ladrillo cocido que fray Juan viera crecer años atrás, comenzaba a embriagarles la satisfacción del deber cumplido.

—Lo primero, buscar al
Halcón
, ¿no?

—Claro, hermano Diego. Claro.

—¿Ya tiene su veredicto sobre la Dama Azul? Vuestra paternidad sabe bien que fray Esteban es muy exigente, y me pedirá que confirme sus palabras una por una.

—No te preocupes. Seré tan contundente que no le quedarán ganas de interrogarte.

Fray Diego asintió de mala gana.

Tras apretar el paso en dirección a las puertas de la iglesia, desviaron parcialmente su ruta hacia su pared occidental. Allí, pegada a los muros de adobe del templo, se alzaba una gran tienda de lona blanca. Un soldado, pertrechado con una lanza herrumbrosa y desprovisto de su coraza reglamentaria, hacía guardia a la puerta con cara de pocos amigos.

—¿Y bien?

El soldado dejó caer la lanza sobre su brazo izquierdo, cortándoles el paso.

—¿Es ésta la tienda de fray Esteban de Perea? —indagó el padre Salas.

—No. Es la del Padre Custodio fray Alonso de Benavides, aunque el padre Perea —reconoció— se encuentra en su interior.

Los frailes cruzaron una sonrisa de complicidad.

—Somos fray Juan de Salas y fray Diego López —se presentó este último—. Partimos hace más de un mes hacia tierras de los jumanos, y nos gustaría ver a fray Esteban de Perea…

El hosco soldado no se inmutó ante la apretada presentación del hermano Diego. Sin mudar el gesto, dio media vuelta y se introdujo en la tienda. Unos segundos bastaron. De repente, el silencio que reinaba en aquel campamento provisional se rompió con los inconfundibles gritos del
Halcón
.

—¡Hermanos! —tronó, desde algún lugar del interior—. ¡Pasad! ¡Pasad, por favor!

Los dos expedicionarios se dejaron guiar por los bramidos cada Vez más fuertes del padre Esteban. Aquellas lonas eran mucho más espaciosas y confortables de lo que parecían desde el exterior. Estaban divididas interiormente por paredes de tela dispuestas según la conveniencia de cada momento, repletas de baúles, cajas con libros y apuntes, varios rollos de mapas y hasta un pequeño relicario de plata. En el fondo de la tienda, alrededor de una mesa con capacidad para cinco o seis comensales, estaban reunidos fray Esteban de Perea, el torpe soldado que les atendió, fray García de San Francisco, el orondo fray Bartolomé Romero y un religioso más que al principio ninguno de los dos acertó a identificar.

Se trataba de un hombre de aspecto severo, de rasgos afilados y coronilla pelada, bien entrado el medio siglo que, sin embargo, desprendía cierto halo de bondad. Era —no podía ser otro— el portugués fray Alonso de Benavides, responsable del Santo Oficio en Nuevo México y hasta ese momento máxima autoridad de la Iglesia en el desierto.

Benavides los miró de hito en hito, pero dejó que fuera el
Halcón
quien se abalanzara sobre ellos, fundiéndose en un fraternal abrazo. Al fin y al cabo, se trataba de sus hombres y él ya estaba oficialmente relegado de las funciones eclesiásticas.

—Todo ha ido bien, ¿no?

Fray Esteban estaba excitado.

—Sí. La Divina Providencia ha cuidado de nosotros con su acostumbrado celo —le respondió fray Juan.

—¿Y de la Dama? ¿Qué sabéis de ella?

—Estuvo muy cerca de nosotros durante el tiempo que convivimos con los jumanos. Hubo, incluso, quien la vio cerca del poblado el día anterior a nuestro regreso.

—¿De veras?

Fray Juan adoptó un semblante serio.

—Tenemos una prueba material de lo que decimos, padre. Un regalo del cielo.

—¿Del cielo?

—Este rosario.

En los ojos del
Halcón
brilló un destello de codicia. Tomó entre sus manos el rosario de cuentas negras que los indios Masipa y Silena entregaran a fray Juan días atrás y besó su cruz con devoción. A continuación, lo tendió a fray Alonso para que lo examinara. Éste se limitó a esbozar una tímida sonrisa de satisfacción y se guardó el rosario bajo los hábitos.

—¿Cómo llegó a sus manos este… regalo?

—La Dama Azul se lo confió a dos jóvenes de la Gran Quivira para demostrarnos así la realidad de sus apariciones.

—¿Y por qué no se presentó directamente a ustedes?

—Padre, sólo Dios guarda esas razones. No obstante, si me lo permite, creo que la Virgen sólo se aparece a los limpios de corazón y a quienes más la necesitan.

Los comentarios del responsable de San Antonio, obligaron al
Halcón
a buscar la aprobación de fray Diego.

—¿Usted también cree lo mismo? —preguntó secamente.

—Sí.

—¿Cree que la Dama es una aparición de Santa María?

—La Dama… padre… es una manifestación inédita de Nuestra Señora. Estamos casi seguros de ello.

Un golpe seco calló a fray Diego. El portugués había propinado un fuerte puñetazo sobre la mesa, atrayendo sobre él todas las miradas. Estaba rojo de ira y sus labios se sacudían espasmódicamente como si estuvieran a punto de vomitar insultos impropios de su condición.

—¡Eso no es posible!

—Fray Alonso, por favor… —el
Halcón
trató de apaciguarlo—. Ya hemos discutido ese asunto antes.

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