—Sí, eso es. Un accidente de tráfico, la muerte repentina del cónyuge… existen causas que pueden poner en crisis nuestro cerebro y destapar parcelas de memoria sepultadas.
—Entiendo, doctor.
—Además, en su caso hay un dato que se me escapa: usted no vive los sueños en primera persona. En realidad lo observa todo como si fuera una cámara de televisión, fría y objetiva. Eso me desconcierta.
La mujer calló y fingió concentrarse en descender de la camilla. Hubiera podido responder «Doctor, me entrenaron para ello», pero no debía desvelar asuntos de Seguridad Nacional.
Siete horas después de la visita al doctor Altshuler, la ex agente de nombre clave «Gran Soñador» se sumía en un dulce sopor mientras trataba de prestar atención al show de Larry King en la CNN… Fue imposible.
Gran Quivira, agosto de 1629
Las noches de agosto gustaban especialmente al joven guerrero Masipa
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y a la bella Silena
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. Ambos llevaban dos semanas saliendo a hurtadillas de sus casas, trepando a media noche hasta sus tejados para tumbarse boca arriba y contemplar las estrellas.
Masipa nunca tenía miedo. Su padre había sido jefe de uno de los nueve clanes del pueblo, y le había entrenado para enfrentarse a la oscuridad e identificar la llegada de los espíritus de los antiguos kachinas. Silena no había gozado de esa instrucción pero confiaba plenamente en él.
—¿Dónde me llevarás esta noche?
La voz aterciopelada de la bella Silena erizó los cabellos del adolescente.
—A ver el ocaso de
hotomkam
—respondió—. Pronto dejará de verse y dará paso a las estrellas del otoño. Quiero que nos despidamos de él.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Porque
Ponóchona
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desapareció hace dos noches detrás del horizonte —respondió con seguridad de astrónomo.
Los dos prófugos abandonaron en silencio el campamento, y junto al arroyo de los lobos, volvieron sus rostros al cielo.
Sin embargo, inesperadamente algo electrizó el cuerpo del guerrero.
—¿Qué ocurre?
Silena notó que Masipa se había quedado inmóvil.
—Estáte quieta. He visto algo…
—¿Una serpiente?
—No es eso. ¿No notas cómo el viento se ha detenido?
—Sss… Sí —tartamudeó ella, y se agarró a su brazo—.
—Es la Mujer del Desierto.
—¿La Dama Azul?
—Sí. Siempre ocurre lo mismo cuando se acerca.
A Silena la confianza de su compañero le inyectó algo de serenidad. Intentó concentrarse.
—Pero no hay ninguna luz… —murmuró.
—No. Todavía no.
—¿Y si avisamos a los ancianos?
—¿Y cómo les explicarás que estábamos aquí?
La joven calló. El silencio de la noche se quebró por un extraño zumbido. Era como si miles de abejas comenzaran a revolotear entre las ramas de una sabina cercana, a punto de dispersarse por la pradera…
—No te muevas, ardilla. Está ahí.
Envueltos todavía en la penumbra, los dos jóvenes se acercaron con cautela hacia el supuesto panal.
—Qué extraño —murmuró el muchacho—. No se ve ninguna abeja.
—Tal vez…
Silena no terminó la frase. Cuando ambos se encontraban a apenas diez metros de la sabina, un potente chorro de luz cayó sobre el árbol. El zumbido del panal se apagó, y aquella cascada ígnea comenzó a desplazarse trazando pequeños círculos.
Los jóvenes contemplaron la escena sin aliento. Vieron cómo la luz iba encogiéndose poco a poco, como si se concentrara sobre sí misma. Refulgía como el sol de mediodía, pero se podía mirar directamente sin que quemara la vista. Palpitaba. Daba la sensación de ser algo vivo, algo más que luz… ¡algo sólido!
Todo fue cuestión de segundos. El chorro dejó de caer desde el cielo, y la llama resultante fue tomando la forma de un ser humano. Primero se definió el contorno de la cabeza, y luego los restos se transformaron en los brazos, la cintura, la corta túnica, las piernas y los pies. Los dos testigos cayeron de rodillas, como si el silencio que se había apoderado de la pradera les impidiese mantenerse en pie. Se oyó una voz.
—Bienvenidos seáis, bienvenidos.
No cabía duda: era la Dama. Su timbre de voz sonaba tal como lo habían descrito algunos guerreros del poblado: una extraña mezcla de trueno, canto de pájaro y soplo de viento. Los jóvenes se sintieron incapaces de responder.
—He venido a veros porque sé que vuestro pueblo me ha hecho caso después de tantas y tantas lunas, y porque vuestros guerreros han traído ya los hombres que reclamé…
Masipa levantó la mirada y trató de asentir. Pero fue incapaz de articular palabra.
—El Plan está a punto de consumarse. Los señores del cielo, los que me informan puntualmente de vuestras actividades y me traen cada vez que lo estiman oportuno, me han confirmado que vuestros corazones están ya preparados para albergar la semilla de la Verdad.
¿La semilla de la Verdad? ¿Los hombres del cielo? ¿Qué clase de jerga inescrutable era aquella? Silena y Masipa se agarraron las manos con fuerza.
—No temáis. Desde que el mundo fue creado, ha estado controlado por poderosos señores cercanos al Padre Universal. Algunos descendieron a estas tierras y crearon a los hombres rojos, fuertes de cuerpo y espíritu, para que les sirvieran; en otros lugares crearon hombres de piel negra, amarilla y blanca para que atendiesen otras necesidades. El Padre fue el mismo, fue su única semilla la que os creó, aunque no pudo evitar que los ejecutores de esa fecundación alteraran su semilla y la cultivaran con cuidados distintos según sus intereses.
»También debéis saber que después de aquella siembra indiscriminada hubo una terrible guerra entre los hijos del Padre Universal. Los señores del cielo se alzaron unos contra otros, y mientras los que crearon al hombre blanco ganaban la batalla en las tierras donde sale el sol y obligaban a sus pueblos a tomar los territorios conquistados al otro lado del mar, los que os crearon a vosotros fueron vencidos y desterrados y vuestras tierras olvidadas durante tiempo y tiempo. Ahora, los vencedores, mis señores, preparan el camino de la llegada de sus pueblos hasta aquí.
—¿Y quiénes nos crearon a nosotros?
—Los dioses de la serpiente. Luego Yahvé venció a los señores de las serpientes y estableció su reinado hegemónico sobre la tierra.
—¿Y tú…? —Silena no pudo terminar.
—Yo soy su avanzadilla. Me envían para que os anuncie esa llegada. Los señores que ahora me traen os han observado durante muchas lunas. Ellos son capaces de vivir entre vosotros, porque su aspecto es humano, aunque su esencia sea inmortal. Son ángeles. Hombres de carne y hueso que comieron con Abraham, pelearon con Jacob o conversaron con Moisés.
Silena y Masipa no sabían quiénes eran aquellos hombres que citaba la Dama, pero recordaron los cuentos que les contaban sus abuelos sobre la creación del mundo. Heredados a su vez de los anasazis (los antiguos) y de los hopis (los adversarios), los jóvenes sabían que la humanidad se gestó en el «primer mundo», un período que terminó con una gran catástrofe de fuego, que dio paso a otros dos mundos más. Sus abuelos contaban que fue en el «tercer mundo», en
Kasskara
, cuando los dioses se enfrentaron entre sí. Los kachinas, seres de aspecto humano procedentes de más allá de las estrellas del firmamento, combatieron unos contra otros. Después de aquello, sólo ocasionalmente se dejaron ver y afirmaron que únicamente regresarían para anunciar el final del «cuarto mundo» y el inicio del «quinto». ¿Eran aquellos dioses antiguos los adversarios de los señores del cielo que ahora les anunciaba aquella Dama? ¿Venían para anunciarles el final de un mundo y el inicio del siguiente?
—Bien. Ahora escuchadme —la Mujer del Desierto prosiguió su explicación—: Quiero haceros entrega de algo para que se lo deis a los hombres blancos recién llegados, como prueba de mi visita. Decidles que la Madre del Cielo está con ellos, y que les ordena distribuir entre vosotros el agua de la vida eterna.
—¿Y por qué nosotros…? —ahogó su pregunta Silena.
—Porque tenéis el corazón abierto y podéis facilitar mi llegada a este mundo. Pero no os confundáis, yo no soy ninguno de vuestros kachinas, ni de vuestras divinidades. Mi naturaleza es otra, y mi vocación sólo la de mensajera.
Levantó levemente las manos, las juntó a la altura del pecho y desapareció en medio de un súbito y estremecedor fogonazo.
Los jóvenes volvieron a abrazarse asustados. No existía nada en la naturaleza que se comportara así. Incluso el amanecer, cada vez que rompe las tinieblas, anuncia su presencia iluminando tenuemente la línea infinita de la pradera. Pero no, aquello no era un amanecer.
—Será.
—Pues mañana lo entregaremos.
Al día siguiente, Masipa y Silena dudaron mucho antes de actuar. Sabían que si entregaban aquel objeto en público, deberían dar muchas explicaciones, así que optaron por mantener la discreción. Aguardaron durante buena parte de la mañana a que fray Juan de Salas se quedara rezagado en una esquina del poblado, para poder abordarlo con cierta calma.
Finalmente, fray Juan se retiró a orar frente a la cruz de roble que habían clavado las mujeres owaqtl el día de su llegada a Gran Quivira. Ya no le quedaban muchas más oportunidades para hacerlo, pues tenía pensado regresar a Isleta con el padre López tan pronto los calores lo permitieran.
—Padre…, ¿puede oírme?
Fray Juan notó que alguien respiraba a sus espaldas, susurrando algo que apenas lograba comprender. Al saberse acompañado, el franciscano se volvió con cautela.
Y allí estaban. Dos jóvenes jumanos, fuertes y bronceados, que trataban de llamar su atención. Llevaban, en actitud oferente, algo envuelto en unas hojas resecas de maíz. Parecían indecisos, quizá asustados.
—¿Qué queréis, hijos míos?
—Verá… anoche, cerca del Cerro de los Antepasados, el lugar donde incineramos a nuestros muertos, vimos algo.
—¿Algo?
—A la Mujer del Desierto.
—¿Ah sí?
Los ojos de fray Juan se abrieron de par en par.
—¿Sólo la visteis vosotros?
—Sí.
—¿Y os dijo algo?
—Que ustedes dos, los «hombres de Dios», deben repartir entre nosotros el agua de la vida eterna.
El padre Salas sintió flaquear las piernas. Por un momento temió derrumbarse de la impresión. Aquella pareja le estaba hablando, sin duda, del bautismo.
—¿Y sabéis lo que significa?
—No. No lo sabemos. También nos entregó esto para usted, para que se lo lleve como recuerdo de las visitas de la Mujer Azul.
—¿Un regalo?
Fray Juan se estremeció.
—Algo así… Nosotros no entendemos.
La bella adolescente le tendió el paquete. Él lo tomó con cierto temor, y allí mismo, sin permitir que los jóvenes salieran corriendo como parecía su intención, lo deshizo.
—¡Santo Dios! —exclamó en castellano.
Masipa y Silena dieron un paso atrás.
—¿De dónde lo habéis sacado?
—Ya se lo hemos dicho. Nos lo entregó anoche la Mujer del Desierto para usted.
Fray Juan cayó sobre sus rodillas. Los dos jóvenes le abandonaron allí mismo, sumido en un extraño estado histérico, donde mezclaba llanto y risas. El franciscano hurgó de nuevo, compulsivamente, entre las hojas de maíz y extrajo el objeto. Se trataba de un rosario de cuentas negras, brillantes y perfectas, que terminaba en una cruz de plata.
—¡Virgen santísima! —tronó.
¿No significaba aquel rosario que, efectivamente, la Virgen en persona se encontraba detrás de aquellas visitas? Y de pronto fray Juan recordó una historia que escuchara durante su formación sacerdotal en Toledo, y que entonces le había parecido una extravagancia. Decía el relato que Santo Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos, había instituido el rezo del rosario en el siglo XIII. Pero precisaba que, para la tradición popular, no había sido él el inventor sino que la Madre de Jesús misma se lo había entregado mientras oraba en la pequeña iglesia de Povilla. ¿No era aquel un prodigio semejante?
Dos horas más tarde, fray Juan de Salas —ya repuesto— y fray Diego López se disponían a abandonar definitivamente el poblado de la Gran Quivira. Creían haber reunido pruebas suficientes de la misteriosa evangelización y anhelaban reunirse con sus correligionarios para plantear una estrategia que añadiera aquellas regiones a las tierras cristianizadas de Su Majestad Felipe IV.
Con las primeras rachas de aire fresco de la tarde, todo el pueblo se reunió junto a la gran kiva para despedir a los «hombres de Dios». En total habría unas tres mil almas, la mayoría mujeres y niños, que aguardaban una última señal de los frailes.
—Está bien —gritó en
tanoan
, el padre Salas—… Nosotros marchamos hoy, pero pronto vendrán otros padres. Construirán una iglesia y recibirán en ella a todos aquellos que quieran unirse a nuestra fe.
Todos escuchaban espectantes. El silencio era audible.
—Rezad frente a la cruz de la entrada del pueblo, y rogad por vuestra salvación. Decidme —subió el tono—, ¿cuántos de vosotros deseáis el agua de la vida eterna, es decir, el bautismo?
Un rumor sordo hizo hervir toda la plaza.
—¿Cuántos? ¿Cuántos lo deseáis? —repitió el franciscano.
De repente, cientos de manos comenzaron a alzarse. Las madres levantaban a sus bebés, los niños sostenían las manos de sus hermanas y los más adultos alzaban sus herramientas de trabajo. Piezas de telar, arcos y hasta frutos de la tierra despuntaban entre las cabezas de la multitud.
Todos querían el bautismo.
—Esto es un milagro —exclamó fray Diego.
—Sí, uno más.
—¿Uno más?
—He de contarle un
pequeño
incidente que tuve esta mañana. Por el camino le pondré al corriente, hermano…
Extendió las manos hacia la multitud e hizo un gesto para tranquilizarlos. De pronto los congregados empezaron a reír benévolamente, como si la promesa de fray Juan fuera la constatación de cuanto estaban esperando. Los niños, las mujeres, los hombres reían. Fray Juan no pudo evitar una punzada de inquietud y gritó:
—Otros vendrán, pronto, pronto, y os administrarán el bautismo. Ahora debemos partir, pero solos. No nos sigáis, permaneced reunidos aquí, en el goce de Dios.