—¡Genial! —exclamó el tercer hombre—. Lo sabré en unos segundos, Pizza 2.
—Deprisa, base.
Con diligencia, señaló con el ratón la sala de manuscritos, que se alzó de inmediato sobre el plano, adquiriendo proporciones tridimensionales. Con la misma flecha deslizante en la pantalla, apuntó una de las cámaras situadas sobre la puerta oeste. Un icono, con la palabra «scanning» inscrita en su parte inferior, indicaba que el sistema estaba conectado con la central de seguridad de la Biblioteca y con el centro emisor que lo mantenía unido a la central de seguridad de la compañía responsable.
—Vamos, vamos —murmuró impaciente el tercer hombre.
—Un momento, Pizza 2… ¡Ya está!
—¿Y bien?
—Podéis continuar. Sólo el gran horno está activado.
—Excelente.
El «cerrajero» y su acompañante saltaron con agilidad al interior del recinto destinado a la lectura de manuscritos, viraron a su izquierda y se precipitaron por una puerta que cedió nada más empujar la barra «antipánico» que la cruzaba horizontalmente.
—Por las escaleras. Cuarto sótano.
—¿Cuarto?
—Sí, eso es. Date prisa. Llevamos ya cuatro minutos y cincuenta y nueve segundos aquí dentro.
Cuarenta segundos más tarde, el «cerrajero» y su compañero estaban en el final de la escalera.
—Ahora estamos solos —advirtió el primero—. Aquí abajo no podemos recibir la señal del equipo de apoyo, y ésta es la sala acorazada.
—Está bien. ¿Es ésa la puerta?
El «cerrajero» asintió.
Una puerta metálica cuadrada, de dos hojas, y de unos dos metros y medio de lado, se alzaba orgullosa frente a ellos. El sistema de apertura estaba empotrado en la pared, a la derecha del portón, y se accionaba mediante una tarjeta magnética y un número clave que debía anotarse en un reducido teclado telefónico.
—No es problema —sonrió el «cerrajero»—. Sólo las puertas del cielo tienen cerradura a prueba de ladrones.
Tras deshacerse del pasamontañas que cubría su cara, y descolgar la mochila de sus hombros, extrajo del petate una especie de pequeña calculadora. Después, tomó de uno de sus bolsillos un cable terminado en una clavija macho, y la introdujo justo debajo del lector de tarjetas.
—Veamos —murmuró—. Parece que el programa de seguridad utilizado está basado en el sistema Fichet. Bastará introducir el dígito maestro y…
—¿Hablas solo?
—¡Chisst!… Siete minutos, veinte segundos… ¡Y abierta!
Una luz verde junto al pequeño teclado del sistema de seguridad y un crujido a la altura del picaporte de la puerta, indicaban que el portón del «horno» acababa de rendirse al «cerrajero».
La segunda sombra no se inmutó. Aunque la precisión con la que trabajaba aquel condenado nunca había dejado de asombrar a sus compañeros de misión, todos los miembros del equipo habían aprendido a disimular su euforia.
—Está bien, ahora es mi turno.
La segunda sombra se introdujo de un salto en el interior de la sala acorazada. Una vez dentro, hurgó en su mochila en busca de su visor nocturno. Tras quitarse el pasamontañas y dejar visibles unas facciones dulces, femeninas, con un pelo negro muy corto, se lo ajustó alrededor de la cabeza. El silbido que indicaba la carga de la batería del ingenio, le crispó los nervios.
—Bien, bonito, ¿dónde estás? —murmuró.
Lentamente, comenzó a pasear su mirada infrarroja por las signaturas adheridas en los diferentes estantes acristalados que se abrían a su paso. Primero fueron las letras
Mss.
, luego
Mss. Facs.
, y más tarde,
Mss. Res., o
, lo que es lo mismo, «manuscritos reservados».
—Aquí es.
—¡Maldita sea! ¿Quién será ahora?
No hay nada en el mundo que moleste más a un periodista que ser despertado por el teléfono. Aunque, en el caso de Carlos, su obsesión por ese aparato resultaba casi compulsiva. Se había comprado un contestador automático jurándose a sí mismo que nunca descolgaría el auricular hasta no saber quién se encontraba al otro lado, pero si estaba en casa era incapaz de esperar a que el dichoso aparato se accionase.
—¿Carlos? ¿Eres tú?
—Sí… ¿José Luis?
—Quién si no. Escúchame bien…
El tono del policía parecía tenso.
—Anoche unos desconocidos entraron en la Biblioteca Nacional y se llevaron algo de sus fondos…
—¿Ah sí?
—Sí. Han asignado el caso a mi departamento, porque sospechan que puede haber detrás intereses sectarios de alguna clase.
—¿De veras? ¿Han dejado alguna pista? —Carlos se frotaba los ojos, tratando de despertarse.
—Sí. Pero eso no es lo más importante. Lo que más me ha sorprendido es que el material que ha desaparecido es un manuscrito que está relacionado contigo.
—Bromeas.
—En absoluto. Por eso te llamo. Ayer por la tarde tú fuiste la última persona que estuvo en la sala de manuscritos, ¿cierto?
—Sí, eso creo.
—Y pediste un ejemplar de…, déjame ver, del
Memorial
de Benavides, de 1630.
—¿Han robado el
Memorial
? —Carlos no salía de su asombro.
—No, no. Lo que ha desaparecido es un manuscrito inédito del tal Benavides, que, según me han explicado, es una versión actualizada del libro que tú pediste, pero que jamás se publicó.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? ¿Es que me consideras sospechoso?
—Bueno, Carlos, técnicamente eres la única pista que tenemos. Y además, no puede negarse que existe cierta relación entre tu consulta y el material robado.
—¿Y no será una «sincronicidad» de las tuyas?
—Sí, quizá lo sea. Pero la policía, oficialmente, no entiende de esas cosas. A las sincronicidades aquí las llaman indicios.
—Está bien, José Luis. Será mejor que nos veamos cuanto antes y aclaremos este asunto.
—¡Hombre! Me alegro de que coincidamos en algo.
—¿Te parece bien en el Café Gijón, delante de la Biblioteca, digamos… a las doce?
—Allí estaré.
Carlos colgó el teléfono con un nudo en la garganta. De nuevo le asaltó esa extraña sensación: el suelo se hundía bajo sus pies.
Tres horas más tarde, sentado a una de las mesas del Café Gijón, José Luis Martín esperaba al periodista hojeando un ejemplar de
El País
. Estaba sentado junto a una de las ventanas del local, tratando de distinguir la inconfundible silueta espigada del periodista entre la tromba de transeúntes que recorrían el Paseo de Recoletos.
Carlos no se hizo esperar. Llegó acompañado de otro individuo de aspecto desaliñado, que llevaba el pelo cortado a cepillo; era de complexión atlética y sus ojos, pequeños y rasgados, cruzaban su cara como si fueran una sola línea.
—Te presento a Txema Jimeno, el mejor fotógrafo de mi revista. La expresión de José Luis exigía una aclaración mayor.
—Ha venido conmigo porque me acompañó cuando pasó lo de Ágreda. Es de mi total confianza.
—Encantado.
El policía hizo ademán de levantarse y estrechó la mano de Txema, quien no abrió la boca en ningún momento. Después, una vez se hubieron acomodado alrededor de la estrecha mesa pidieron tres cortados e intercambiaron cigarrillos.
—Y bien —abrió fuego Carlos—, ¿qué han robado exactamente? José Luis extrajo del bolsillo interior de su americana un pequeño bloc de notas lleno de indicaciones escritas con una letra muy pequeña.
—Se trata de un manuscrito redactado en 1634 por fray Alonso de Benavides, a quien tú conoces bien…
Carlos asintió.
—Al parecer, según me explicó esta mañana el responsable de los fondos históricos de la Biblioteca, ese texto fue reelaborado con la intención de enviarlo al Papa Urbano VIII como actualización al informe que imprimiera Felipe IV en Madrid y que te implica en el caso… Contenía un montón de anotaciones marginales del propio rey, que se obsesionó con aquel legajo. Puedes suponer que se trata de una pieza única en su género.
—¿Qué valor puede tener? —los pequeños ojos de Txema llamearon.
—Es difícil de calcular, sobre todo porque no existen demasiados coleccionistas capaces de valorar la singularidad de esa obra.
—Lo que no entiendo es por qué le han asignado a usted el caso, si, como dice el
patrón
, lo suyo son las sectas…
El tono del fotógrafo crispó a José Luis. El policía interrogó a Carlos con la mirada, como si le pidiera cuentas sobre lo que se comentaba de él por ahí.
—No te preocupes, hombre. Ya te he dicho que Txema es de toda confianza.
—Es muy sencillo —respondió José Luis—. Además de la «pista» que conduce hasta Carlos, hace unos meses una especie de sociedad religiosa llamada Hermandad del Corazón de María ofreció treinta millones de pesetas a la Biblioteca por el manuscrito.
—¡Treinta kilos! —bramó Txema.
—La Biblioteca, por supuesto, no aceptó el negocio y nunca más se supo de esa Hermandad. El caso es que en el registro de hermandades y cofradías de la Conferencia Episcopal no saben nada de una hermandad de ese nombre, y en Roma tampoco. Por eso en mi brigada sospechamos que pudiera tratarse de alguna secta de integristas católicos…
—Y ricos —terció el fotógrafo, ahora más entusiasmado.
—¿Se sabe ya cómo fue robado el manuscrito?
José Luis arqueó las cejas, esbozando un gesto de satisfacción. Era la pregunta que estaba esperando.
—Eso es lo más extraño de todo —templó la voz, alargando innecesariamente la frase—. El manuscrito se guardaba en la cámara acorazada de la Biblioteca Nacional, protegida por un sistema de seguridad muy complejo y por guardias que patrullan durante toda la noche por el interior del edificio. Pues bien, ninguna alarma saltó, nadie oyó nada y de no ser por un cristal arrancado de su marco que se encontró en la sala de lectura de manuscritos, probablemente el robo aún no se hubiera detectado.
—Luego tienen algo… —volvió a terciar Txema.
—Sí. Un cristal fuera de lugar y…
José Luis titubeó.
—… una llamada realizada desde un teléfono de la planta principal a Bilbao, a las 4.59 de la madrugada.
—¿La hora del robo?
—Es probable. El número quedó registrado en la memoria de la centralita, y hemos realizado ya las debidas averiguaciones. Creemos que se trata de una pista falsa.
—¿Ah así? ¿Y por qué?
—Porque corresponde al teléfono de un colegio que a esa hora, naturalmente, estaba cerrado. Probablemente se trata de profesionales muy bien equipados, que han falseado electrónicamente el número para conducirnos a un callejón sin salida.
—O puede que no.
El críptico comentario de Carlos hizo que José Luis casi derramara el café.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Aguarda un momento, tengo una corazonada.
El periodista abrió su cuaderno de notas en el día 14 de abril, la fecha en que se entrevistaron con las monjitas del Convento de la Concepción de Ágreda, y comenzó a hojear sus notas nerviosamente.
—Txema, ¿recuerdas la pista que nos dieron las hermanitas de Ágreda?
—Nos dieron muchas, ¿no?
—Ya, ya —asintió Carlos mientras seguía buscando algo muy concreto en sus anotaciones—, pero yo me refiero a una en especial, una muy clara…
—No sé.
—¡Aquí la tengo!… José Luis, ¿llevas encima tu teléfono móvil?
El policía asintió extrañado.
—¿Y el número de ese colegio de Bilbao?
Volvió a asentir, señalando un número de siete cifras en su bloc.
Carlos tomó el Motorola del policía, abrió la tapa que protegía el teclado y marcó con celeridad el número. Tras una serie de crujidos que indicaban la búsqueda de conexión, el timbre del teléfono sonó con fuerza.
—Pasionistas, ¿dígame? —respondió una voz muy seca.
El periodista sonrió satisfecho, ante la mirada incrédula del policía y de su fotógrafo.
—Buenos días, ¿podría hablar con el padre Amadeo Tejada, por favor?
—Está en la Universidad, señor. Pruebe esta tarde.
—Está bien, gracias. Pero vive aquí, ¿verdad?
—Así es.
—Adiós.
—Agur.
Dos miradas de sorpresa atravesaron a Carlos.
—Lo tengo, José Luis… Nuestro hombre es el padre Amadeo Tejada.
—Pero ¿cómo demonios…?
—Muy fácil, otra «sincronicidad» —le golpeó con el codo—. En Ágreda, las monjitas nos hablaron de un «experto» que está impulsando en Roma la causa de beatificación de sor María Jesús de Ágreda. Apunté la pista en mi cuaderno para ir a visitarlo en cuanto pudiera, y sabía que podría localizarlo en una residencia de religiosos, junto a un Colegio de Bilbao.
—¡Santo Dios!
—¿Pagará el Cuerpo Nacional de Policía un viajecito a tierras vascas?
—Claro… —balbuceó José Luis—, mañana. —Y añadió—: Pero te recuerdo que aún sigues en la lista de sospechosos.
Una violenta sacudida convulsionó el cuerpo trémulo de la durmiente. Ésta, con la frente empapada de sudor y los dedos agarrotados por la tensión, saltaba de su último sueño al siguiente, enlazándolos como si fueran diferentes secuencias de una misma película.
Entre Isleta y la Gran Quivira, agosto de 1629
Diecisiete días después de abandonar la misión de San Antonio, en Isleta, los hombres del «capitán tuerto» comenzaban a acusar el cansancio. El ritmo de la marcha se había reducido al mínimo y las provisiones comenzaban a escasear. De las veinte millas diarias que los frailes calculaban haber recorrido en las dos semanas precedentes, ahora se alcanzaban con suerte ocho.
La razón, más que en la reducción de los víveres y el agua, había que buscarla en el aumento de las precauciones que el grupo de guerreros tomaba. En efecto: una avanzadilla de tres hombres que les llevaba un día de ventaja, iba dejando a su paso señales dibujadas en rocas o en cortezas de árbol que indicaban si el camino estaba o no despejado. Al tiempo, otro grupo de cuatro hombres vigilaba los flancos del pelotón, custodiando a los frailes en un radio de unos mil metros. Se trataba de un
comando
que informaba cada hora de la buena marcha de las cosas, imitando el agónico aullido de los coyotes.
Caminaron siempre hacia el este, ganando minutos de sol con cada amanecer, y atravesando antiguos campos de caza apaches. Aunque sabían que éstos habían emigrado hacía algunos años hacia el oeste, sus territorios les infundían todavía cierto temor supersticioso. No en vano, las montañas peladas fueron antaño el hogar de los antepasados apaches y, sobre todo, de sus sanguinarios dioses.