—Como una escala.
—Como una escala, sí —repitió fray Alberto—. Por ejemplo, durante lo que él llamó arbitrariamente «enfoque 10», descubrió que se podía acceder a un curioso estado de relajación donde el sujeto mantenía la mente despierta pero el cuerpo dormido; se trataba de un tipo de sonido silbante diseñado especialmente para lograr una primera sincronización de los hemisferios cerebrales y preparar al sujeto para recibir frecuencias mucho más intensas. La sincronización en cuestión se lograba pasados de tres a cinco minutos, y solía venir acompañada de extrañas sensaciones corporales, totalmente inofensivas, como parálisis parciales, cosquilleos o temblores incontrolados.
—¿Todas las sesiones en la «sala del sueño» se iniciaban así?
—En efecto. Luego se pasaba al «enfoque 12», que podía estimular estados de conciencia expandidos capaces de lograr ciertos éxitos en experiencias de «visión remota» de objetos, lugares o personas; su control fue, al principio, lo que más nos interesó en el INSCOM, ya que resultaba evidente su aplicación en el espionaje militar.
—¿Y se aplicó?
—Con relativo éxito. Lo mejor fue que descubrimos la utilidad de otros «enfoques» superiores.
—¿Otros?
—Sí. Monroe sintetizó también sonidos de «enfoque 15», que conseguían trasladarte hasta un «estado fuera del tiempo»; configuraban una herramienta que permitía al sujeto abrirse a informaciones que procedieran tanto de su subconsciente como de otra clase de inteligencias superiores.
Fray Alberto trató de evaluar la reacción de su interlocutor.
—¿Ha oído hablar usted del channelling?
—Es una especie de subproducto del movimiento New Age americano —respondió el «evangelista» despectivamente.
—Bueno…, en realidad, es algo equiparable a los diálogos de los místicos con Dios o con la Virgen, o a las voces que decían que escuchaba santa Juana de Arco —se defendió el agente Ferrell—. En la antigüedad se atribuían esas voces a los ángeles. El caso es que frecuencias del tipo «enfoque 15», involuntariamente camufladas en cánticos espirituales, pudieron haber estimulado esos estados en el pasado. Por eso me interesé por la Cronovisión y sus investigaciones, padre.
—Y, naturalmente, debo suponer que hay más «enfoques»…
«San Lucas» comenzaba a tomarse la explicación en serio.
—Desde luego. Pero de todos, los que más nos interesaron, también al padre Corso, fueron los «enfoques» 21 y 27.
El primero facilitaba el desdoblamiento astral y el segundo permitía utilizar esos desdoblamientos a voluntad.
—¿Y para qué quería aplicar esos «enfoques» el padre Corso?
Baldi dejó de tomar notas y respaldó su pregunta con una mirada de hielo.
—Quería mandar uno de nuestros «soñadores» a esa época, para que determinara quién era realmente la Dama Azul y qué métodos empleaba para desplazarse por el espacio-tiempo.
—¿Es que no se sabe que era una monja de clausura española?
—Ésa es, digamos, la versión oficial. Otros, como «San Mateo», creyeron que la Dama Azul era algo más que una sencilla monja de clausura.
El «evangelista» no insistió, pese a que le extrañó que aquel falso monje hablara con tanto desparpajo de la Dama Azul, dando por supuesto que él ya estaba al corriente de su existencia. Con repentina avidez, fray Alberto contraatacó.
—Hay algo que, desde que conocí su trabajo con la prepolifonía, he querido preguntarle.
—Usted dirá.
—¿Qué opinión le merece, como único experto en música de los «cuatro evangelistas», que unos sonidos sintetizados, no propiamente melódicos, puedan inducir estados alterados de conciencia?
Baldi sonrió. Ahora entendía el entusiasmo del padre Corso cuando le telefoneó a Venecia, semanas atrás.
—En realidad, todo se reduce a pura matemática. Como la misma música.
—¿Matemática? Me temo que no…
—¡Está muy claro! Lo que ahora este señor… ¿cómo dice usted que se llama…?
—Monroe, como Marilyn —acotó pícaramente.
—… Monroe, quiere decir, es muy parecido a lo que descubrió Pitágoras durante su estancia con los antiguos sacerdotes egipcios, en el siglo VI antes de Cristo. Allí, después de pasar más de veinte años en los templos del Alto Nilo y de ser iniciado en los secretos de la «ciencia sagrada» faraónica, constató que ciertas combinaciones musicales armónicas, basadas en la octava, eran capaces de abrir los umbrales de percepción de los sacerdotes.
Fray Alberto le miró con cara de póker. Al «evangelista» le exasperó su ignorancia.
—¿No lo entiende? Por eso no podían concebir ningún ritual sagrado sin música: ¡la música les facilitaba el desdoblamiento hacia otras realidades! ¡Les permitía «hablar» con sus dioses!
—Como el «enfoque 15».
—Más o menos —admitió Baldi a regañadientes.
—Usted perdone, padre, pero soy un lego absoluto en música: ¿qué es la octava?
—Muy fácil. Una octava es la distancia que separa dos notas del mismo nombre. Así, entre
do y do
existen cinco intervalos grandes y dos pequeños donde se incluyen el resto de las notas (
re, mi, fa, sol, la, si
). Para que una composición sea armónica debe respetar esos intervalos, y bien utilizados pueden modular nuestros estados de ánimo y hasta curarnos enfermedades. Cada combinación de notas de la escala tiene una aplicación, un sentido oculto que nos hace vibrar de un modo distinto. Es algo parecido a los «enfoques» de Monroe… sólo que él, probablemente, no inventó nada. Se limitó a redescubrir un saber muy antiguo.
—¿Ah sí?
—Pitágoras iniciaba a sus discípulos en unas liturgias poéticas donde se mezclaban ciertas «oraciones» con música, que se filtraban en su subconsciente y que les permitían conocer el «secreto de las cosas». Incluso el Maestro ordenó construir, en su exilio, una gruta artificial para provocar esos estados. Y no me extrañaría que tuviera muchos puntos en común con su «sala del sueño», especialmente en relación a su acústica.
—¿Qué papel juega en todo esto la matemática pitagórica, padre? —insistió fray Alberto.
—La armonía musical, que Pitágoras interpretó como algo de origen espiritual, se basa en un número sagrado, el llamado «número de oro». Según él, todo lo que ocurre en la naturaleza puede expresarse en números, ya que gobiernan la Creación. En cuanto a su aplicación a la música, también es muy simple: por ejemplo, si una cuerda larga emite un sonido de un tono determinado, otra que sea la mitad de larga emitirá un sonido con vibraciones dos veces más rápidas que la primera y una octava más alta… Curiosamente, esos mismos efectos se multiplicarán proporcionalmente a medida que vayamos acortando la cuerda. ¡Y sucede con todas las cuerdas!
—Interesante —susurró fray Alberto pensativo. Intentaba asimilar la información.
—Todo tiene una representación matemática que también formuló Pitágoras: 1/2(raíz de 5 - 1). Un «número» que está grabado a fuego en la naturaleza y que determina, por ejemplo, cosas tan dispares como la disposición progresiva de las ramas de los árboles, la espiral de las caracolas, la forma y número de los «brazos» de nuestras neuronas y hasta el aspecto de la Vía Láctea. ¡Es el número de Dios! ¿Lo entiende ahora?
—Creo que sí —contestó fray Alberto algo aturdido.
—¿No era san Agustín quien decía que tanto el mundo físico como el moral se basan en los números, y que su armonía, el
Tranquillitas Ordinis
, había sido diseñado por Dios? —insistió Baldi. Le constaba que estaba repitiendo conceptos de los que se inculcan en los primeros años de seminario.
—Sí, sí —balbuceó Albert—. Entonces, usted… ¿cree que quien domine ese «número de oro» puede…?
—Quien lo domine, si eso fuera posible, podría dominar la naturaleza entera. O al menos —Baldi suavizó el tono—, eso creían los pitagóricos y por eso decidieron transmitir sus hallazgos sólo a los iniciados…
—Interesante.
—¿Interesante? ¡Maldita sea! ¿Qué clase de persona es usted?
Baldi estalló. Su rostro se amorató e hinchó como si fuera a estallar, mientras las arterias, apenas visibles por encima de su alzacuellos, comenzaban a bombear intensamente sangre al cerebro. Albert se quedó de una pieza, no sabía cómo reaccionar ante aquel súbito acceso de cólera.
—El «primer evangelista», el hombre que murió esta mañana, ¡su jefe!, estaba iniciado en ese secreto —rugió—. Sus notas, los archivos de su ordenador en la Residencia Santa Gemma, fueron robados y borrados de la circulación… ¿Y todo lo que se le ocurre decir es «interesante»?
—Yo, no…
—Mire usted, Albert. —Trató de serenarse, y respiró hondo al tiempo que hablaba—. El Vaticano desea que sea yo quien sustituya al padre Corso al frente de este trabajo, pero no puedo hacer nada si antes no recuperamos esa información. Usted fue el último que trabajó con él, y quizás tenga una idea de dónde han podido ir a parar sus notas.
El falso fraile trató de pensar con rapidez.
—El equipo romano lo formábamos únicamente el padre Corso y yo —Albert comenzó a pensar en voz alta—. Por referencias sé que en Londres trabaja el «segundo evangelista» y tres ayudantes más, y en España sólo uno… Y, créame, los contactos de «San Mateo» con ellos debían ser mínimos y sólo por correspondencia.
—¿Estaban todos al corriente de su interés por el dossier de la Dama Azul?
—No, que yo sepa.
Baldi trató de recuperar el fuelle, respirando hondo y tratando de recuperar su color natural.
—Perdóneme, pero este asunto me saca de quicio.
—Lo comprendo, padre. Me gustaría que creyera que yo estoy de su parte en esto. Soy el primer interesado en recuperar el material del padre Corso.
—¿Podría beber un poco de agua?
—Claro.
Albert tomó una jarra de cristal de una alacena cercana, la llenó con agua del grifo y se la sirvió al padre Baldi junto a una servilleta de papel algo arrugada. El benedictino bebió con avidez.
—Antes me habló de un «soñador», o una figura por el estilo, al que el padre Corso pretendió enviar a los tiempos de la monja…
—Sí —la mirada de Albert se iluminó—. Era alguien muy extraño, que llegó a Italia el verano pasado. Le llamábamos el «Gran Soñador».
—¿El «Gran Soñador»?
—Bien…, se trataba de un nombre clave, que protegía la identidad de una norteamericana de mediana edad, y bastante atractiva, por cierto…
—¿Cuál fue su participación exacta en ese trabajo?
—Estuvo con nosotros dos meses, justo después de que encontráramos el dossier de la Dama Azul y «San Mateo» se obsesionara con él. Nos la envió el INSCOM para que le hiciéramos algunas pruebas con el método de «desdoblamiento astral» que estábamos ensayando, y el padre Corso decidió utilizarla para sus fines.
—¿Utilizarla? ¿Cómo?
—No lo sé exactamente. Creo que le aplicó una combinación de sonidos Hemi-Sync de Monroe con música sacra, para enviarla a tiempos de la Dama Azul, a Nuevo México.
—¿Y lo consiguió?
—Que yo sepa, no. Es más, la pobre mujer comenzó a tener extrañas pesadillas en las que surgían formas geométricas absurdas y muchos colores… Así que el «evangelista» decidió abandonar el experimento y la mandó otra vez a casa.
Baldi se acarició la montura de las gafas, tratando de encontrar la pregunta adecuada.
—¿Qué clase de relación mantuvo con el padre Corso?
Fray Alberto se sonrojó.
—Si se refiere a algo de tipo… creo que no…
—¿Sabe si después de marcharse «Gran Soñador» mantuvo algún contacto con «San Mateo»?
—Tampoco lo sé, aunque no me extrañaría. En el tiempo que pasaron juntos se hicieron buenos amigos.
—¿Dónde podría encontrarla?
—Lo ignoro. Lo último que oí decir es que había abandonado el INSCOM y el Departamento de Defensa.
—¡Pues averígüelo!
La orden del padre Baldi se emitió a las 9 de la tarde hora romana, la una del mediodía en Los Ángeles. Ese día había amanecido gris en California, deprimiendo especialmente los ánimos de una mujer afincada en Venice Beach.
A menudo echaba de menos a sus compañeros. Desde que regresara de Italia y decidiera abandonar el Instituto, nada había sido igual para «Gran Soñador». Los sueños recurrentes que padecía, unidos a los periódicos accesos de epilepsia de Dostoievski, no sólo la habían dejado fuera del mercado laboral, sino que comenzaban a demacrar su aspecto seductor. Lo peor era no contar ya ni con el consuelo de sus amigos, ni con las vanguardistas instalaciones médicas del Pentágono. Ahora, voluntariamente aislada de los
beneficios
del Gobierno, estaba en manos de un célebre psicólogo de Hollywood Boulevard, el doctor Altshuler, un hombre que no había sido capaz de detectar en los electros la causa de sus sueños y al que tampoco podía confiar dónde creía que estaba la raíz de su mal.
—No entiendo por qué se niega a someterse a una sencilla hipnosis regresiva…
El rostro enjuto de su médico reflejaba cierto disgusto.
—Se trata de un método inofensivo, que nos permitiría bucear en su subconsciente para encontrar el origen de su enfermedad.
—¡Ya sé lo que es la hipnosis, doctor! —protestó ella.
—¿Y entonces?
—No quiero someterme a ningún tratamiento que remueva mi cerebro.
—Perdóneme, señorita, pero su cerebro ya está removido. Lo que pretendo es ordenarlo de nuevo.
—No hay nada que hacer, doctor.
—Está bien, es su decisión. Pero seguramente se quedará sin conocer el origen de los sueños que padece.
La morena cruzó provocativamente las piernas, sentada todavía en la camilla de la consulta.
—Mire, doctor, he acudido a usted porque me dijeron que era un experto en investigar vidas pasadas y en determinar si una persona ha estado o no reencarnada en otra época…
—En efecto —rezongó—, pero casi siempre con ayuda de la hipnosis.
—«Casi siempre», doctor.
La ironía de su paciente le molestó.
—En realidad, son muy pocos los casos que no necesitan de ella. Y, por lo general, se trata de niños menores de siete años que recuerdan cosas, personas y lugares que pertenecieron a una vida anterior. Los adultos tenemos esos recuerdos bloqueados y sólo afloran espontáneamente, y no de forma completa, después de algún tipo de shock.
—¿Shock?