—¡Hágalo! —ordenó el padre Salas—. ¡Entréguesela!
Una de ellas tomó la Biblia entre sus temblorosas manos, la besó con dulzura y gritó algo incomprensible que enfervorizó a sus compañeras.
La anciana lucía una larga cabellera blanca cuidadosamente repartida en dos trenzas. En ningún momento vaciló. Tomó la Biblia entre sus brazos huesudos como si fuera un tronco de madera y la fue paseando ante una comitiva de indios demacrados, pálidos y con aspecto de cansancio que se encontraban en segunda fila. Los enfermos besaron las pastas oscuras de las Sagradas Escrituras, como si esperaran de aquel gesto alguna clase de sanación, y se echaron a tierra implorando la bendición de los recién llegados.
—Sin duda, esto es cosa de Dios.
Los frailes no salían de su asombro.
—Pero nadie nos creerá.
—Lo harán en cuanto miren en el fondo de nuestros ojos. La mirada de un hombre nunca miente, fray Diego.
Para llegar a los estudios de Radio Vaticana desde la plaza de San Pedro hay que ascender la
Via della Conciliazione
y girar a la izquierda, por delante del monumento a Santa Catalina de Siena, hasta alcanzar una ennegrecida puerta de doble hoja en la que se lee claramente el nombre de la emisora.
La institución es el órgano publicitario «oficioso» del Papa por excelencia. La radio cubre sus actos oficiales, sus viajes y coordina el trabajo de los periodistas extranjeros interesados en retransmitir eventos pontificios de especial relevancia. En suma, tiene línea directa con el Santo Padre. Quizás por esa razón, entre los tiempos de Paulo VI y el largo pontificado de Juan Pablo II, su organigrama se ha complicado notablemente. Bajo la dirección de 30 experimentados sacerdotes jesuítas, trabajan cuatrocientas personas que hacen posible más de setenta programas diarios, emitidos en 30 idiomas diferentes, del latín al japonés, pasando por el chino, el árabe, el armenio, el letón o el vietnamita.
Dispone de una impresionante capacidad técnica, que posibilita propagar sus ondas a los cinco continentes gracias a los más sofisticados equipos radiofónicos en continua, permanente y costosa revisión. Para algunos observadores, tales equipos son incluso demasiado sofisticados para sus necesidades reales. ¡Quién sabe!
Lo cierto es que cuando el padre Baldi llegó a las oficinas de Radio Vaticana, al filo de las 17 horas, ignoraba estos datos. Apenas había tenido tiempo de comer algo en una pizzería para turistas cercana al
Ufficio Stampa
de la plaza de San Pedro, y de relajarse un poco ante los atractivos escaparates de las librerías de la
Via della Conciliazione
. No buscaba ninguna obra en particular, pero era de los que creía que nunca sobraba comprobar por dónde iban las preferencias literarias de la cristiandad, para ajustar así debidamente sus sermones. A fin de cuentas, él seguía siendo, ante todo, un «pastor» de la Iglesia.
Tras cruzar la puerta de la calle y subir la escalera de mármol que conducía directamente a una ventanilla de identificación, el «tercer evangelista» preguntó por los estudios del padre Corso.
—En el segundo sótano. Según se sale del ascensor, siga el pasillo de frente y llegará al despacho 2S—22 —le indicó un conserje de aspecto afable—. Le estábamos esperando.
El ascensor, un rancio Thyssen de compuertas de rejilla, le depositó en segundos frente a un aséptico corredor de color verde, moteado de gruesas puertas blancas cuyos picaportes eran una especie de ruedas metálicas. Aunque al primer vistazo le parecieron las esclusas de un submarino, más tarde averiguó que se trataba de portones diseñados especialmente para insonorizar los estudios de grabación. Encima de cada puerta distinguió claramente dos pilotos, uno rojo y otro verde, instalados para indicar a gente como Baldi si se podía o no acceder a su interior. Tampoco le pasó desapercibido el portón del 2S—22, que estaba relativamente cerca del ascensor. En principio no se distinguía de los demás, salvo por
la pequeña
diferencia de que disponía de cerradura electrónica.
Sin pensárselo dos veces, el «evangelista» giró la rueda del portón 2S—22 noventa grados, tirando con fuerza. No estaba cerrada. Su pesada estructura cedió con facilidad, y de inmediato el benedictino accedió a una amplia sala circular, abovedada, de unos sesenta metros cuadrados aproximadamente, dividida en varias estancias menores por biombos grises. En el centro, completamente al descubierto, se distinguía un sillón anatómico de cuero negro y, ordenados alrededor, una hilera de aparatos médicos sobre carros con ruedas.
La sala estaba iluminada con una luz tenue que, pese a todo, permitía vislumbrar el contenido de las parcelas marcadas con los separadores grises. Había tres: una disponía de un complejo sistema de oscilógrafos, ecualizadores y una mesa de mezclas, especialmente diseñada para sintetizar sonidos; otra estaba literalmente empapelada por cajas de cintas magnetofónicas y carpetas con lecturas médicas referidas a una serie de pacientes a los que se citaba como «sujeto a», «sujeto b», «sujeto c» y así hasta el «sujeto t». Y, por último, la tercera disponía de dos mesas de oficina equipadas con sendos ordenadores IBM de última generación, así como dos archivadores metálicos de cuatro cajones cada uno, con un calendario sin estrenar de los Juegos Olímpicos de Barcelona colgado sobre ellos.
—¡Vaya! ¡Lo ha encontrado usted solo!
Una voz juvenil tronó a espaldas de Baldi. No tenía acento italiano, sino norteamericano. Y muy marcado.
—Usted debe de ser el sacerdote veneciano que viene a sustituir al padre Corso, ¿me equivoco?… —prosiguió—. Soy Albert Ferrell, para servirle, aunque aquí, por motivos obvios, todos me conocen como fray Alberto, a secas.
Fray Alberto obsequió al benedictino con un guiño. Se trataba de un hombre corto de estatura, con perilla bien recortada y cara sonrosada, que trataba desesperadamente de disimular su incipiente alopecia estirando los cabellos de sus costados sobre el cráneo. Sin embargo, pese a que su aspecto le pareció patético a «San Lucas», aquel «fraile» tenía una de esas miradas transparentes que, sin saber por qué, transmiten confianza y simpatía de inmediato.
—¿Le gusta el equipo?
El padre Baldi no contestó.
—Lo diseñamos a imagen de la «sala del sueño» que la Agencia Nacional de Seguridad construyó en Fort Meade, en Estados Unidos, hace algunos años. Lo más difícil fue construir la bóveda, para que nuestras pruebas con sonido ambiente tuvieran una acústica perfecta.
«San Lucas» escuchó en silencio.
—Los aparatos que ve detrás del sillón sirven para monitorizar las constantes vitales del sujeto… y los sonidos con los que estamos experimentando se controlan desde el magnetófono electrónico que tiene a la derecha. Los aplicamos a través de cascos estereofónicos y la ecualización se gestiona desde un ordenador, ¿sabe?
Aquel hombre insistía en ser amable.
—Cada una de las sesiones con los sensitivos se graba también en vídeo, y se registran sus constantes vitales en un
software
especial que permite comparar los datos.
—Dígame una cosa,
fray Alberto
… —el tono que empleó Baldi para pronunciar su nombre no estuvo exento de cierta acidez.
—¿Sí?
—¿Cuál era exactamente su trabajo con el padre Corso?
—Digamos que yo ponía los elementos técnicos a su proyecto. El trabajo que desarrollaron ustedes, los «cuatro evangelistas», sobre la Cronovisión, estaba en un estado un tanto primitivo antes de llegar a un acuerdo con mi país…
Baldi hubiera crucificado a aquel insolente.
—Ya veo… ¿Y qué sabe usted de los «cuatro evangelistas»?
—No mucho, la verdad. Sólo que eran los cabezas de otros tantos equipos de élite que pretendían vencer, con técnicas más o menos heterodoxas, algunas casi paranormales, la barrera del tiempo.
—Pues ya sabe más que mucha gente en San Pedro… —respondió sin demasiado entusiasmo.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Fray Alberto: antes de morir, el padre Corso me escribió informándome de que usted había logrado sintetizar las frecuencias de sonido necesarias para hacer que una persona pudiera contemplar el pasado.
—Así es —confirmó el pequeño «monje»—, aunque creo que logramos algo más que simplemente contemplar el pasado.
—Explíquese, por favor.
—Contemplar el pasado era el objetivo principal de la Cronovisión. Nosotros, en cambio, descubrimos que de alguna manera podíamos, además, intervenir sutilmente en él.
El «evangelista» miró a fray Alberto desafiante.
—¿Sutilmente?
—Sí. El método que desarrollamos de proyección de la mente humana al pasado, utilizando ciertas vibraciones armónicas, nos permitía husmear en otros tiempos, aunque no con la corporeidad con que podemos estar viéndonos nosotros dos. Y, desde luego, nos impedía alterar la materia en el pasado. No podíamos agredir, ni mover objetos, ni tocar un instrumento…
—Disculpe mi curiosidad, pero ¿cómo obtuvo esas frecuencias?
Albert se rascó la perilla.
—¿Conoce usted los trabajos con sonidos de Robert Monroe?
—Vagamente.
—Seguramente sabrá que ese ingeniero de sonido, compatriota mío, ha desarrollado un tipo de acústica que, bien aplicado, permite el desdoblamiento «astral».
—Sí, eso tenía entendido… Pero la Iglesia no sabe nada de «cuerpos astrales».
Baldi quería comprobar hasta dónde llegaba la astucia de su interlocutor.
—Técnicamente, tiene usted razón —aceptó fray Alberto, e hizo un gesto de despreocupación—. No obstante, lo importante es no dejarse ofuscar por la terminología. Aunque Monroe hable de «cuerpos astrales», los católicos tenemos un término similar para referirnos a la existencia de un elemento invisible, que habita dentro de cada ser humano.
—¡Ah! ¿Es usted católico?
—En cierto modo, sí.
—Perdone. Continúe.
—Ese elemento del que hablo, que según la doctrina se desprende del cuerpo tras la muerte, es el alma.
—Eso son palabras mayores —gruñó Baldi—. No creo que lo que se desdoble sea…
—Está bien, está bien, no se enfade. Todo depende de qué clase de alma hablemos —el ex ayudante de «San Mateo» izó los brazos ampulosamente—. He estudiado muy bien el asunto antes de venir aquí. Recuerde que santo Tomás admitía la existencia de tres tipos de alma, con tres funciones distintas: la sensitiva, la que da movimiento o vida a las cosas y la que crea la inteligencia.
«San Lucas» le interrogó con la mirada, pero no replicó. Le provocaba náuseas, y le sorprendía a la vez, que aquel norteamericano, militar por más señas, utilizara conceptos teológicos para justificar su actividad. Su interlocutor se dio cuenta perfectamente, como si
leyera
en su corazón.
—¿Y por qué no, padre? Hasta Tertuliano creía en la corporeidad del alma, que es lo mismo que defiende Monroe.
Probablemente, ese padre de la Iglesia se refería al alma sensitiva, que es la que nos comunica con el mundo material, y la más fácil de «despertar» con los sonidos. Usted con sus investigaciones con la música sacra y Monroe con sus frecuencias de laboratorio intentaban lograr cosas parecidas… Sólo que el segundo fue más lejos, al provocar desdoblamientos a voluntad.
Albert Ferrell dio momentáneamente la espalda a Baldi para bajar una persiana cercana y encender la luz de la estancia. La tarde comenzaba a caer inexorablemente sobre la Ciudad Eterna.
—Usted dijo que esta sala estaba construida a imagen de otra, en Estados Unidos, ¿cierto?
—Sí. La «sala del sueño» en Fort Meade.
—¿Y para qué se construyó algo así en un recinto militar?
—Muy fácil, señor. Durante la guerra fría supimos que los rusos, además de desarrollar armamento convencional y nuclear, estaban tratando de abrir nuevas vías de combate dentro del terreno de la mente. Adiestraron a sus mejores hombres para que, bajo estado de desdoblamiento astral, pudieran espiar instalaciones secretas norteamericanas o localizar silos de misiles aliados en Europa…
—Y ustedes se lo creyeron y decidieron tomar sus contramedidas.
—Así fue —fray Alberto obvió el tono irónico de su interlocutor—. La misión del INSCOM fue, primero, proteger a nuestro país de ofensivas de ese tipo, y luego, comenzar a investigar amparándonos en las técnicas de Monroe. Varios de nuestros agentes acudieron a sus cursos y perfeccionaron sus métodos, construyendo la primera «sala del sueño» en 1972. Entonces yo era cabo, y estaba lejos de saber qué clase de «arma» se estaba diseñando allí dentro. Cuando ingresé en el Instituto, supe que Monroe había logrado ya un 25 % de éxitos con los «despegues» astrales conseguidos con su método; nosotros elevamos ese porcentaje notablemente gracias a un férreo programa de condicionamiento psicológico de nuestros hombres.
Baldi le miraba entre incrédulo y estupefacto. Aquel individuo, charlatán y abierto, realmente creía en lo que decía. Lástima que su sentido patriótico, enfundado en aquel hábito, resultara tan ridículo.
—¿Y cómo utilizaban esa sala?
—Del mismo modo que el padre Corso y yo la utilizamos aquí. Por supuesto, éste es un modelo mucho más perfeccionado que el de 1972 —dijo señalando el sillón de cuero que presidía el estudio—, y permite obtener mucha más información de cada experimento. Pero básicamente, el procedimiento estándar no ha variado apenas.
—¿Ah no?
—Primero se escogía a un sensitivo, y después se le bombardeaba con sonidos muy determinados que conformaban una especie de escala.
—Explíqueme eso mejor.
«San Lucas» tomó asiento junto a uno de los IBM del estudio, y comenzó a garabatear algo en un pequeño cuaderno que extrajo de su sotana. Fray Alberto no se inmutó.
—Bueno, es algo relativamente sencillo. Monroe creía que los diferentes sonidos que sintetizó eran algo así como la esencia misma de cada uno de nuestros estados habituales de conciencia: desde el estado normal de vigilia, al sueño lúcido, el estrés e incluso el éxtasis místico. Estaba convencido de que la audición de esas «esencias» forzaba a nuestro cerebro a imitar el estado que representaba cada sonido, simplemente porque ese órgano tiende a desarrollar comportamientos camaleónicos con arreglo a la información que recibe del exterior. A cada una de esas «muestras» acústicas las denominó «enfoques» y las acompañó de un número determinado que indicaba el grado de intensidad que podían producir sus grabaciones.