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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (23 page)

—Caballeros, disculpen mi desidia…, ¿no desearían un café?

—Si a usted no le importa…

José Luis, otra vez desplazado de la conversación, fue quien aceptó aquella inesperada invitación.

El gigante se levantó de un brinco y en dos zancadas abandonó la salita. Pero el policía aprovechó aquella ausencia para advertir a su compañero de un cambio de estrategia.

—Mira, Carlos, a éste debemos entrarle directamente. ¿Qué te parece si le pregunto por la llamada de anoche?

—Pero eso te delataría…

—Tú, por si acaso, no te sorprendas, ¿vale?

La puerta biselada se abrió en ese preciso instante. Tejada apareció con sendos vasos de plástico llenos de un café negro y humeante.

—He añadido dos cucharadas de azúcar a sus cafés —advirtió el padre sonriente—. Pura inercia. Si les molesta les preparo otro.

—Para mí, perfecto.

José Luis tomó su taza, removió su contenido con celeridad y no esperó a que el pasionista tomara asiento.

—¿Ha investigado usted personalmente, en profundidad, alguna de sus bilocaciones?

—Se refiere a las de la madre Ágreda, supongo…

—Sí, claro —admitió el policía.

—Sólo las de «corto alcance», y en especial una que tuvo lugar en 1626, cuando ella tenía veinticuatro años y estaba a punto de ser nombrada abadesa de su convento. De hecho, aquel episodio tuvo mucho que ver con su «ascenso» en la jerarquía eclesiástica… Impresionó al mismísimo Papa.

—Cuéntenos, por favor —le espoleó Carlos.

El padre Tejada dio un sorbo a su café, se aclaró la garganta, y abrió las manos como si fuera a explicar algo dibujándolo en el aire.

—La historia se conoce popularmente como la de la «conversión del moro de Pamplona», porque de eso se trata.

Verá: un caballero, devoto del convento de la Concepción donde residía la venerable, tenía que viajar hasta Pamplona para sacar de la prisión a un musulmán que trabajaba como sirviente para un amigo suyo de Madrid, y que se había fugado poco antes. El caso es que este caballero, gobernador de armas por más señas, explicó su misión a la monja antes de partir, y la dejó muy preocupada.

—¿Preocupada?

Carlos dejó su vaso de café sobre la mesa camilla que tenía delante, para volver a concentrarse en su cuaderno de notas.

—Bueno, ya sabe usted, los cristianos de aquella época no eran demasiado magnánimos con árabes y judíos, y la monja intuyó que su amigo no iba a dar ningún trato de favor a su prisionero. Y, precisamente, apiadándose de la suerte de aquel desconocido, le rogó que de regreso de Pamplona, le presentara al moro en cuestión. El caso es que cuando el caballero llega a Pamplona, se encuentra con que el moro explica que en su celda se le ha aparecido una religiosa que le ha convertido al cristianismo y que le ha pedido que se bautice en la parroquia de Nuestra Señora de los Milagros… de Ágreda.

Finalmente, el padre Tejada había atrapado a sus huéspedes con su historia. Le rogaron que continuara.

—El caballero supuso que aquello era cosa de sor María de Jesús, que por aquella época ya gozaba de una merecida fama de milagrera, e incluso había sido vista levitar en éxtasis. Por supuesto, el hidalgo se detuvo en Ágreda, dejó que su prisionero se bautizase según su deseo,
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y aprovechó para pedir a los superiores del convento que investigasen la cuestión a fondo.

—¿Y lo hicieron?

—Desde luego. Llamaron a un notario y a varios religiosos franciscanos, y sometieron al converso a una prueba parecida a nuestras modernas rondas de identificación. Pretendían que señalara qué monja se le había presentado en su celda.

El padre Tejada detalló cómo colocaron a aquel infeliz —después bautizado con el cristiano nombre de Francisco— cerca de la ventana enrejada que Carlos había conocido en el convento de Ágreda, y cómo situaron tras ella a tres monjas con el velo levantado, para que identificara a su milagrosa instructora. No dudó ni un momento en apuntar a la venerable.

—¿Y el notario dio fe de lo ocurrido? —saltó el policía de nuevo.

—Sí. Y también de una segunda prueba a la que le sometieron; hicieron desfilar frente a él a todas las hermanas, para que ratificara o desmintiera su primera impresión. Y la ratificó, desde luego.
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Incluso —añadió—, el moro preguntó repetidamente a la monja cómo había podido visitarle en su celda de Pamplona si ella estaba encerrada en el convento, pero sor María Jesús nunca dio la menor explicación.

—Disculpe mi torpeza, padre, pero ¿esto se cuenta en el texto de Benavides de 1634?

—Que yo sepa, no…, pero no se lo puedo asegurar. Ya le he dicho… —De pronto cambió el tono y preguntó—: ¿A qué viene su interés por ese documento?

José Luis enderezó la espalda sobre la silla, tratando de equipararse a la altura del gigante. Después sacó del bolsillo de su americana una placa de la Policía Nacional que no pareció impresionar al pasionista, y espetó:

—Padre, por favor, lamento dar un giro a esta conversación, pero debe responderme un par de preguntas.

—Usted dirá —el gigante le sostuvo la mirada con dureza. Carlos lo sintió incluso desdeñoso. No iban a obtener nada, pensó, pero José Luis empezó su interrogatorio.

—¿Recibió usted ayer una llamada telefónica al filo de las cinco de la madrugada?

—Sí.

—¿Y bien?

—Fue muy raro. Alguien llamó a la centralita y desde allí trasladaron la llamada a mi habitación. Por supuesto, me despertó y al descolgar no había nadie al otro lado.

—¿Nadie?

—No, nadie. Colgué, naturalmente.

La respuesta a la primera pregunta pareció satisfacer parcialmente al policía. Al menos había comprobado que alguien hizo una llamada a aquel abonado desde la Biblioteca Nacional.

—¿Tiene más preguntas?

—Sí… —titubeó—. ¿Conoce usted una cierta Hermandad del Corazón de María?

—No. ¿Debería?

—No, no.

—Al menos, ¿puedo saber por qué la policía se interesa por las llamadas que recibo? ¿Tengo el privilegio de ser escuchado?

Carlos no pudo contenerse. Como su compañero recelaba, respondió por él. Aquel sacerdote se había ganado su respeto.

—Ayer por la noche robaron un manuscrito de la Biblioteca Nacional en Madrid. Se trataba del ejemplar de Felipe IV del
Memorial
revisado de Benavides… El segundo, el ampliado.

El padre Tejada ahogó una exclamación.

—Esa misma noche, a las 4.59 de la madrugada alguien usó un teléfono de la biblioteca para llamarle. Sólo pudieron ser los ladrones.

—¡Jesús! Yo ni siquiera sabía que…

—Sí, ya nos lo ha dicho, padre —trató de calmarle el periodista—. Pero es importante que si sabe algo nuevo del caso, o le vuelven a telefonear, nos llame.

El padre Tejada encajó mal la noticia. Su porte majestuoso se quebró. Dejó su café casi intacto sobre el sofá e invitó amablemente a sus huéspedes a irse.

—Les acompañaré hasta la salida.

Una vez en la puerta, mientras José Luis se dirigía a grandes pasos hacia el coche, Tejada retuvo a Carlos cogiéndole del brazo.

—Tú no eres policía, ¿verdad?

—No, no… —balbuceó.

—¿Y por qué te interesas por la madre Ágreda?

La fuerza con la que la mano del gigante se clavaba en el bíceps de Carlos le impulsó a sincerarse.

—Es una larga historia, padre. En realidad, tengo la sensación de que, de alguna manera, alguien me metió en esto.

—¿Alguien? —se encogió de hombros—. ¿Quién?

—No lo sé. Es lo que trato de averiguar.

El padre Tejada se ajustó los faldones de su sotana, y adoptó actitud de confesor.

—¿Sabes?, otros llegamos a la madre Ágreda gracias a un sueño, a una visión, o al final de un largo cúmulo de casualidades que, de repente, allanan el camino hasta la venerable.

El estómago del periodista se revolvió.

—Conozco personas que soñaron con la madre Ágreda sin saber que era ella —continuó—. Se les aparecía rodeada de una poderosa luminosidad azul, como la que también describió aquel moro de Pamplona en la cárcel, y veían cómo ella les mostraba alguna pista: un retrato de Felipe IV, una imagen de la Inmaculada Concepción, qué sé yo… Otros, por el contrario, escucharon su voz dentro de la cabeza, y recibieron instrucciones precisas de la monja. Algo así como una mediumnidad que sobreviene de repente.

—¿Y por qué cree que sucede? —Carlos tragó saliva. El músculo seguía comprimido.

—La Dama Azul es un poderoso arquetipo, un símbolo de transformación. A los indios les anunció la llegada de una nueva era política e histórica; a los frailes, les dejó tocar pruebas que confirmaban la existencia real de fenómenos que les sobrepasaban y que legitimaban su misión allá. Y ahora, parece estar luchando por emerger de nuevo de las brumas de la historia…

Carlos luchó por controlar sus vísceras.

—Mire, padre —arrancó—, debo aclararle que yo no soy creyente. O, al menos, no lo soy en el sentido tradicional del término… Pero también a mí me sucedió algo parecido a lo que usted me cuenta. Hace unas semanas me extravié en la serranía de Cameros y las únicas carreteras que estaban abiertas al tráfico rodado por la nieve llevaban a Ágreda…

Tejada le miró complacido.

—… Y por «sincronicidad» —prosiguió—, justo unas semanas antes, tuve noticias muy superficiales de la historia de la madre Ágreda, citándola brevemente en uno de mis escritos. El resto se lo puede imaginar: encontré el convento, conocí a las monjitas, me informaron mejor de la madre Ágreda… y me remitieron a usted.

—¿De esto hace unas semanas?

—Dos, para ser exactos.

—¿Ves cómo lucha por salir a la luz?

—¿Lucha?

—Sí. Y permíteme que te insista en algo: la sincronicidad no existe. Es cosa de los ángeles. Ellos la utilizan para preparar determinados acontecimientos sin llamar la atención sobre su actuación. La vienen utilizando desde hace siglos. Si te fijas, su presencia es el único nexo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; están presentes siempre que se les necesita y justo para anunciar la llegada de algún acontecimiento importante. ¿Lo entiendes?

—Pero yo creo…

—Pero nada. Pronto lo comprenderás todo.

—¿Pronto? ¿Qué comprenderé pronto?

El pasionista guardó silencio, como si una espesa sombra le obligara a moderar sus palabras.

—No quise decir eso. Y ahora —concluyó tendiéndole la mano—, tendrás que disculparme. Debo preparar unos textos para mis alumnos de la universidad.

Desde el otro lado de la plaza José Luis había arrancado ya el Renault—19. Parecía que el padre y el periodista habían reanudado la conversación, pero la espalda de Tejada le impedía verlos mejor. No entendía nada. Y menos aún cuando el gigante se abalanzó sobre Carlos y lo estrujó en un cálido abrazo.

Capítulo
31

—¿Y bien? —El tono del policía parecía agrio—. ¿Volvemos a Madrid? —Espera un momento. El padre Tejada acaba de decirme que en la biblioteca de Loyola trabaja otro fraile que sabe mucho de manuscritos del siglo XVII. Tal vez él podría darnos más pistas sobre el segundo
Memorial
de Benavides. Y ya que estamos aquí…

—¿Y por eso te ha abrazado?

—No, José Luis. No ha sido por eso. Es por algo que tú no entenderías.

El policía no replicó. Soltó el freno de mano, y, en silencio, enfiló el Camino de Morgan en dirección a la ría y la Universidad. Después, todo fue cuestión de seguir el mapa hasta Loyola, parar a comer un par de bocadillos y desviar voluntariamente la atención hacia conversaciones más intrascendentes.

Enclavado en un bello paraje natural, el santuario de San Ignacio de Loyola, construido alrededor de la que fuera su casa familiar, les atrajo como un imán. Tras varias maniobras por el atestado aparcamiento, encontraron un hueco para el coche. Después se dirigieron a paso ligero hacia las oficinas administrativas del monasterio.

Les costó convencer al jesuita del mostrador de la entrada de que la visita a la casa-museo del fundador de la Compañía de Jesús no les interesaba. Mientras el jesuita buscaba al fraile, echaron un vistazo a los documentos generados por la orden durante la evangelización de América, expuestos en unos paneles. Les gustaron especialmente varios grabados con escenas de la vida cotidiana y un mapa.

«Fray portero» les abordó mientras examinaban el último de los paneles.

—No he conseguido localizarlo, pero el padre Jeremías suele estar trabajando a estas horas en la biblioteca. Pueden subir por la escalera de la derecha y preguntar por él.

—¿Y podríamos consultar algún libro?

José Luis miró de reojo al periodista.

—Naturalmente. Es una biblioteca abierta a investigadores. Allí les informarán mejor.

José Luis y Carlos ascendieron las escaleras hasta desembocar frente a otro mostrador, tras el que se ocultaba un joven enfundado en un traje negro. El arquetipo del bibliotecario. Les informó de que, en efecto, el padre Jeremías pasaba allí las tardes, pero en aquel momento se encontraba ausente.

—No creo que tarde mucho —les consoló.

—Mientras tanto, ¿podría hacer una consulta? —Carlos no parecía querer perder el tiempo.

—Sólo tiene que rellenar esta ficha. ¿Sabe ya lo que busca?

El periodista garabateó los datos principales, copiándolos de las últimas anotaciones de su cuaderno de campo.

Al policía le resultó evidente que aquella pista también se la había facilitado el padre Tejada durante su despedida.

—Se trata de un libro publicado en 1692 por un jesuita gaditano llamado Hernando Castrillo.

—Déjeme que lo compruebe.

El bibliotecario tecleó algunos datos en un ordenador con aspecto de nuevo, y sonrió satisfecho.

—Aquí está… Busque usted mismo en la estantería grande de la derecha, en la sección de obras de historia. Lleva impresa la signatura HC—210. Seguramente tendrá un punto rojo pegado, así que no podrá sacarlo en préstamo ni fotocopiarlo.

—Entendido.

Carlos cogió a su compañero del brazo y mientras tomaban una mesa cerca de la estantería señalada le susurró al oído:

—El padre Tejada me dijo que este libro podría darnos alguna pista más sobre otros extraños episodios de evangelización de la historia de América…

—¿Y eso en qué nos ayudará a encontrar el manuscrito robado? —protestó José Luis.

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