—¿Filtrado? —el rostro del padre Baldi se desencajó.
—Eso tememos. Alguien borró de su ordenador todos los ficheros y tenemos razones para suponer que ha desaparecido de su estudio documentación de valor.
—¿Qué clase de documentación?
—Papeles antiguos, aunque también apuntes que recogían los detalles de sus experimentos.
Ante la mirada de incredulidad de «San Lucas», Zsidiv cambió repentinamente de tono.
—Te teníamos en cuarentena, ¿entiendes? No podíamos correr el riesgo de que fueras tú quien filtrara información a la prensa, aún menos la de «Mateo», y que descubrieras nuestro proyecto. —¿Sospechas ahora de alguien?
—Tengo varias hipótesis. Por un lado, los chicos de la Congregación para la Doctrina de la Fe echan chispas con este asunto. Como sabrás, desde que Pablo VI, con sus ánimos reformistas, les quitó muchas competencias, andan al acecho de cualquier investigación que les suene a «herética». Han intentado echar mano a la Cronovisión desde que se enteraron de su existencia, y la publicación de tus últimas declaraciones en la prensa les ha venido como anillo al dedo para intervenir… aunque no sé hasta dónde han llegado. Zsidiv tomó aire y continuó:
—La otra posibilidad es que haya sido obra de nuestros socios, pero en el actual estado de nuestras relaciones diplomáticas con ellos no podemos ni insinuar esa posibilidad.
—¿Socios? ¿Qué socios? —saltó Baldi.
—Eso también forma parte de lo que los otros tres evangelistas y yo hemos evitado deliberadamente que supieras. Ahora, en cambio, la urgencia por recuperar la documentación me obliga a restituirte mi confianza.
Monseñor alzó su mirada por encima de las gafas.
—Espero no equivocarme y poder contar contigo de nuevo. Las palabras del cardenal sonaron graves. Fueron tan severas que Baldi no se atrevió a replicar ni a intentar justificarse de nuevo. Siguió allí, clavado en su silla, aguardando a que su interlocutor le explicara lo que había estado ocultándole durante esos últimos meses para poder juzgar globalmente la situación.
Stanislaw Zsidiv se levantó. Se acercó a las impresionantes ventanas de su despacho y, de espaldas a Baldi, comenzó a armar una serie de explicaciones que a «San Lucas» le parecieron un tanto peregrinas. Le refirió que el Vaticano llevaba más de cuarenta años colaborando con los servicios de inteligencia norteamericanos a través de una organización tapadera de la CÍA conocida como El Comité o, para ser más precisos, el American Committee for a United Europe (ACUE). Se trataba de una organización fundada en 1949 en Estados Unidos y dirigida desde el principio por hombres vinculados a la antigua Office of Strategic Services (OSS), precursora de la CÍA, con la intención de consolidar unos Estados Unidos de Europa tras la guerra. Al principio, recalcó Zsidiv, El Comité intentó controlar a todos los curas de tendencia comunista que pudieran encubrir actividades subversivas prosoviéticas en Europa, pero en los últimos años se había ganado la confianza del Sumo Pontífice al destapar un par de operaciones de alto nivel que planeaban atentar contra su trono.
—En definitiva —continuó monseñor—, nada que el propio Papa no sospechara, ya que desde el Concilio Vaticano II han sido muchos los planes diseñados en ciertos ambientes para propinar un golpe mortal a la Iglesia.
Baldi abrió los ojos de par en par.
—¿Y qué tiene que ver esto con «San Mateo»?
—Mucho —le atajó el Secretario de Su Santidad—. En todos estos años El Comité no se ha limitado a interferir en actividades políticas, sino que se ha interesado vivamente por algunos de nuestros programas de investigación, y en especial por el de la Cronovisión. Fueron ellos quienes nos pusieron al corriente de que una de sus organizaciones, el INSCOM, había creado hacía algunos años una sección destinada a preparar a hombres con habilidades extrasensoriales muy desarrolladas, capaces de atravesar con la mente las barreras del espacio. Pretendían convertirles en una poderosa división de espionaje psíquico. De alguna forma descubrieron que nosotros trabajábamos en algo parecido con la ayuda de música sacra y de tus estudios de prepolifonía, y nos asignaron un colaborador, un delegado con él que poder intercambiar puntos de vista sobre nuestros respectivos avances…
—Quieres decir uno de sus hombres.
—Llámalo como quieras. Pero debes saber que ellos mismos le asignaron a la cabeza de su equipo de Roma para que trabajara con «San Mateo» y que ambos, durante sus trabajos de documentación sobre los precedentes históricos de gente que rompió las barreras del espacio, hace sólo un mes destaparon el dossier de la «Dama Azul».
—¿La «Dama Azul»?
—¡Ah! ¡Es cierto!…
Monseñor Zsidiv se volvió, miró con benevolencia al padre Baldi, y con las manos cruzadas a la altura del pecho, regresó pausadamente a su mesa de trabajo.
—Déjame explicártelo. En los archivos del Santo Oficio, Mateo y el «gringo» descubrieron unas actas de hace tres siglos acerca de una monja española que supuestamente vivió varias experiencias de bilocación muy espectaculares.
—¿Unas actas?
—Sí. Se las conoce genéricamente bajo el título de
Memorial de Benavides
, pues las redactó un fraile con ese mismo nombre. En sus escritos afirmaba, entre otras muchas cosas, que esa mujer logró trasladarse
físicamente
de un lugar a otro; se le atribuía incluso la evangelización de varias tribus indias del suroeste de los Estados Unidos… Eso era, precisamente, lo que interesaba a los americanos: poden enviar hombres instantáneamente a cualquier rincón del mundo, ya sea para averiguar secretos, robar documentos comprometedores, eliminar enemigos potenciales o cambiar cosas de lugar sin dejar ninguna huella. En suma, el arma perfecta: discreta e indetectable.
—¡Pero no existe ninguna frecuencia de sonido conocida que permita hacer eso! —protestó Baldi.
—Eso mismo pensaron los demás «evangelistas». De hecho, el análisis de los documentos relativos a esta monja no arrojó ni una sola prueba contundente de que fuera ella la responsable de aquellas visitas a los indios.
—¿Entonces?
—No lo sé. Tal vez lo que vieron los indios fue algo mucho más serio. Quizás, incluso, una manifestación de Nuestra Señora. El Papa considera muy seriamente esa posibilidad, y cree que nadie más que la Virgen pudo aparecerse en gloria y majestad a los indios preparando la evangelización de América. De hecho, «San Mateo» y su ayudante se obsesionaron con aquel tema hasta extremos inimaginables, y se empecinaron en reunir toda la información posible.
—¿Crees que esa obsesión tuvo que ver con su muerte?
—Sí. Estoy convencido. Sobre todo después de que desaparecieran tan rápidamente sus archivos. Es como si alguien se hubiera enterado de sus avances y estuviera interesado en borrar del mapa todo el dossier.
—¿Y el ayudante del padre Corso no ha podido dar ninguna pista?
Monseñor Zsidiv comenzó a jugar nerviosamente con un abrecartas de plata con empuñadura de delfín.
—No. Pero tampoco me sorprende. Mira Giuseppe, ese hombre no es trigo limpio. Mi hipótesis es que el INSCOM lo incorporó a nuestro proyecto para que espiase los avances del «primer evangelista» y les informase… Aunque, pese a todo, ha hecho alguna contribución interesante a la Cronovisión.
—¿Por ejemplo?
—Bueno… Tú sabes mejor que nadie lo delicado que es este proyecto. Al partir de la certeza bíblica de que hubo profetas y grandes hombres del pasado a los que Dios dotó con el don de poder transgredir el tiempo, tratamos de desafiar los designios del Altísimo y conseguir estimular a voluntad esos estados visionarios…
—Puedes ahorrarte los prolegómenos, Stan.
—Está bien. Tú fuiste quien aportó a los «evangelistas» la idea, acertada, de que ciertas notas de música sacra sirvieron a muchos de nuestros místicos para vencer esas barreras del tiempo, y de que la clave para abrir esa cueva de la mente era el sonido, como el «¡ábrete sésamo!», de Alí Babá. Pues bien —monseñor dejó el abrecartas a un lado y se frotó las manos—, este gringo sabía de un sistema aún más depurado que el tuyo, pero dentro de tu misma línea de trabajo.
El padre Baldi se quitó las gafas y, tratando de disimular su entusiasmo, comenzó a limpiarlas ceremoniosamente con una pequeña bayeta.
—¿Qué clase de sistema? —preguntó al fin.
Monseñor reprimió su sonrisa. Aguardaba impaciente esa pregunta.
—Verás: cuando El Comité asignó ese nuevo compañero de trabajo a «San Mateo», registramos y duplicamos discretamente todo el material que trajo consigo. En sus diarios de campo se mencionaban los avances de un tal Robert Monroe, un empresario norteamericano especializado en la instalación de emisoras de radio, que había diseñado un método para enseñar a «volar» fuera del cuerpo a cualquiera que se lo propusiera.
—¿Y eso? —preguntó extrañado Baldi.
—Bueno, a nosotros también nos sorprendió. Al parecer, después de la segunda guerra mundial ese hombre sufrió varias experiencias involuntarias de salida fuera del cuerpo, y en lugar de encajarlas como algo anecdótico, como hubieran hecho tantos otros, como una especie de vivencia mística íntima, quiso destripar la «física» de su funcionamiento. Las notas decían que Monroe descubrió que aquellos «viajes» estaban directamente relacionados con ciertas longitudes de onda en las que trabaja el cerebro humano, y que éstas se podían inducir fácilmente mediante el uso de la hipnosis o, aún mejor, mediante la aplicación de ciertos sonidos directamente a los oídos.
—Eso no era nuevo para nosotros…
—No en teoría. Después averiguamos que ese individuo estaba tan convencido de sus teorías que, en los años setenta, fundó un instituto en Virginia y comenzó a aplicar una revolucionaria tecnología de sonido a la que llamó Hemi-Sync.
—¿Hemi-Sync?
—Sí, una abreviatura de «sincronización de hemisferios» Al parecer, consiste en equilibrar la frecuencia en la que funcionan nuestros dos hemisferios cerebrales, y aumentarla o reducirla al unísono, llevando al sujeto hasta los umbrales límite de su percepción gracias a la audición de ciertos sonidos «sintéticos». Incluso estableció una especie de tablas de sonido que marcan hasta dónde se puede llegar exactamente gracias a las frecuencias que administra a sus «pacientes» a través de auriculares.
—¿Unas tablas? ¿Qué clase de tablas?
Monseñor Zsidiv revolvió en sus notas. En cuestión de segundos localizó unos apuntes tomados de la lectura de los diarios «robados» al huésped norteamericano de «San Mateo». Tras examinarlos superficialmente, continuó:
—Monroe descubrió que, por ejemplo, si se suministra a un paciente un sonido con una vibración de 100 hertzios (o ciclos por segundo) en un oído, y otro de 125 hertzios en el otro, el sonido resultante, aquel que «entiende» el cerebro del paciente, lo obtiene de la diferencia de ambos. Es decir, «escucha» un sonido «inexistente» de 25 hertzios que, además, percibe a través de ambos hemisferios cerebrales a la vez. Monroe bautizó ese tipo de sonido como «binaural» e insistió en que son esta clase de «ruidos» los únicos capaces de generar estados de conciencia alterados con éxito, como el que favorece la separación del cuerpo astral…
—¿Y en qué han variado estos hallazgos nuestro proyecto?
—¡Imagínatelo! Hemos pasado de tratar de entrenar a personas sensibles para ver cosas más allá del tiempo y el espacio, a considerar seriamente la posibilidad de proyectarlos fuera de sus cuerpos para recoger esa información allá donde esté…
—Casi como se cree que hacía la «Dama Azul», ¿no?
—¡Exacto! Eso fue lo que pensaron el padre Corso y su ayudante. Por eso opino que se volcaron tanto en ese caso.
Tal vez creyeron que investigándolo en profundidad encontrarían nuevas claves para proyectar a alguien al pasado.
—Y justo entonces muere «San Mateo».
—Así es.
Monseñor bajó la mirada, visiblemente afectado.
—Él era… —continuó— un amigo.
Sus labios comenzaron a temblar, como si de un momento a otro fuera a echarse a llorar. Pero se contuvo.
—Está bien, Stan. Sé que no he hecho muy bien las cosas últimamente, pero quizá aquí tenga la oportunidad de redimir mis errores. Si lo estimas oportuno, podría hacerme cargo de los laboratorios del «primer evangelista» y tantear a su ayudante para tratar de averiguar si sabe más de lo que dice…
Monseñor tosió con aspereza; intentaba aclarar su garganta y no emplear un tono de voz demasiado afectado.
—Es una buena idea. Podrías tomar las investigaciones de «San Mateo» donde él las dejó. Así seguirás en el equipo al menos hasta que el IOE decida intervenir otra vez.
—Por cierto, si me reincorporo al equipo, ¿qué sucederá con la audiencia de mañana?
—No te preocupes por ella. Yo mismo la desconvocaré. Si mantienes la boca cerrada, no hará falta que pases por esa especie de juicio sumarísimo. El Santo Padre lo comprenderá.
—Gracias, eminencia. Haré lo que esté en mi mano.
—Ten mucho cuidado —le advirtió Zsidiv ya en la puerta de su despacho—. Todavía no sabemos si «San Mateo» se suicidó o lo suicidaron. ¿Me comprendes?
—¿Por dónde debo empezar a buscar?
—Ve a los estudios que el padre Corso tenía en Radio Vaticana. Allí centralizó todas sus investigaciones durante el último año, y donde podrás localizar a su ayudante.
—¿Por quién pregunto entonces?
—Por fray Alberto. Aunque en realidad su nombre es Albert Ferrell. Agente Albert Ferrell.
Aquella lata de cerveza de importación rodó suavemente sobre el entarimado, después de resbalar de una de sus regordetas manos. Sin embargo, ni siquiera el ruido al chocar contra la mesa del televisor logró despertar a la morena. Volvía a soñar. Y esta vez con algo ocurrido seis años después de su último «salto onírico», relativamente cerca de las tierras de los jumanos… ¿Otra vez trasteaban sus genes indios? Ella, en ese estado, no sabría decir.
Isleta, Nuevo México, julio de 1629
Una inesperada corriente de aire tórrido azotó el
camino real
de Santa Fe, arrastrando tras ella una gran nube de arena. La polvareda cruzó entre los juníperos de bayas azules crecidos al borde de la vía y, en cuestión de segundos, oscureció el azul del horizonte.
—¡Cubríos! —gritó una voz grave.
Al unísono, una decena de frailes de la orden de San Francisco, que marchaban a pie por el sendero a orillas del Río Grande, alzaron sus gruesas mangas marrones y se cubrieron el rostro. La arena, fina como las puntas de miles de alfileres de acero, atravesó sus ropas y se estrelló con fuerza contra su piel.