Pronto saldría de dudas.
Cuando «San Lucas» llegó a la
Via de Cestari
—una decadente calle romana que desemboca en el impresionante Panteón de Agripa— extremó su cautela. Pese a que nadie le había visto nunca por allí, quería asegurarse de que pasaría completamente desapercibido antes de enfrentarse al «primer evangelista». Además, la conversación con el «ronco» le había llenado de suspicacias.
Mal día, sí señor.
Treinta segundos más tarde, Baldi estaba delante de su objetivo. El número 25 era un macizo edificio de aspecto gris, con fachada de piedra, amplias cornisas de madera tallada y ventanas pequeñas, provisto de una enorme puerta que conducía a través de un espacioso corredor a un patio interior todavía más sombrío.
A simple vista era difícil distinguir si se trataba de un bloque de apartamentos, una residencia de estudiantes o un albergue para religiosos. Y más aún si se tenía en cuenta que dos Fiats Tipo, de color azul y blanco, de la
Polizia
romana, bloqueaban el portón de acceso al edificio.
El rostro del padre Baldi se ensombreció. ¿Policías? «Bueno, al menos no es uno de los citröen Xantia negros del servicio secreto —reflexionó—. Pueden estar ahí por cualquier cosa. Tranquilo.»
«San Lucas» enderezó la espalda y trató de serenarse nuevamente.
Tras reunir la poca sangre fría que le quedaba cruzó la calle y, en cuestión de segundos, atajó los escasos metros que le separaban de los coches patrulla y la puerta del edificio. Un rápido vistazo le bastó para descubrir, empotrada en la pared derecha del corredor, una pequeña puerta de madera con una ventanilla de la que se escapaba un fino hilo de luz. «Residencia Santa Gemma», rezaba un cartel clavado junto a la entrada de aquella especie de conserjería.
—
Buona sera
… ¡Cuánto movimiento! ¿Ha pasado algo?
El padre Baldi, forzando un gesto de inocencia poco natural en él, carraspeó levemente antes de componer su pregunta. Se había asomado a la ventanilla, descubriendo en el interior de la garita a un hombre de mediana edad, de cabellos rubios muy escasos, arrugas prominentes en la frente y una dentadura destrozada, vestido con un hábito pardo. Aquel fraile, probablemente uno de esos novicios franciscanos entrados en años pero de reciente incorporación, parecía matar el tiempo junto a un destartalado transistor Phillips.
—Sí… —contestó con desinterés el fraile tras bajar el volumen del aparato—. Si lo dice por la policía, es porque esta mañana uno de nuestros hermanos se ha suicidado. Se ha arrojado al patio desde una ventana de la quinta planta.
El «tercer evangelista» identificó de inmediato aquella dicción. Era el hombre de la voz agria que solía coger el teléfono cada vez que llamaba a «San Mateo». Qué curioso: jamás se lo hubiera imaginado así.
—¿Un suicidio? —se inquietó Baldi—.
Santa Madonna
! ¿Y a qué hora fue eso?
—Alrededor de las once —contestó el fraile con aire compungido—. Yo sólo oí un golpe seco en el patio y al asomarme vi a nuestro hermano con la cabeza abierta en medio de un charco de sangre. Creo que murió en el acto.
—Y dígame, ¿puede decirme quién era?
—El padre Luigi Corso. Nuestro bibliotecario. ¿Es que lo conocía usted?
Baldi palideció.
—Somos… éramos viejos amigos —rectificó, haciendo de tripas corazón—. ¿Está seguro de que fue un suicidio?
El portero de los dientes mellados cambió su expresión. Le interrogó en silencio con sus ojos oscuros, tratando de encajar la sugerencia de aquel desconocido sacerdote. Salió del paso como pudo.
—¡Hombre!, la policía está allá arriba, en su habitación, tratando de reconstruir lo que ha sucedido. Les puede preguntar a ellos, si quiere. Ya sabe: llevan aquí más de una hora, registrando sus pertenencias, y me han pedido que les pase todas las llamadas para el padre Corso. Podría llamarles ahora mismo y…
—No será necesario —le interrumpió Baldi—. Era sólo curiosidad… ¿Y le han explicado por qué les tiene que pasar usted las llamadas?
—Simple rutina, dicen.
—Ah, ya. Naturalmente.
—Padre —le abordó ahora el portero con cierta solemnidad—, usted debe saber si suicidarse es pecado mortal…
—En principio, lo es.
—Entonces, ¿se salvará el padre Corso?
Aquello le pilló desprevenido.
—Eso sólo Dios lo sabe, hijo mío.
Baldi decidió zanjar allí mismo la conversación. Se despidió como pudo, dio media vuelta con aire casi marcial, empotró el puente de sus gafas contra la nariz y se alejó caminando a paso ligero calle arriba, tratando de encajar mentalmente la nueva situación. El «primer evangelista» había muerto una hora antes de su cita. Y lo que era peor: con él acababa de esfumarse su único punto de apoyo en Roma antes de la audiencia. Además, el difunto era también el principal coordinador del proyecto de Cronovisión y su fallecimiento tenía lugar muy poco después de que algún mandamás con púrpura decidiera hacer cambios en el programa.
¿La enésima paranoia?
A más de diez mil kilómetros de Roma, al otro lado del Océano Atlántico, en una ciudad de nombre evocador —Los Ángeles—, una mujer de edad indefinida, pequeña estatura y media melena de color azabache, dormía profundamente en su apartamento. Acababa de sufrir una extraña crisis epiléptica que la había dejado exhausta, una más desde que abandonara su trabajo como «psíquica» del Departamento de Defensa de su país. Había sido un empleo bien remunerado, poco reconocido y nada protegido, que dejó cuando comenzó a obsesionarse con la idea de que los militares estaban jugando con su cerebro. Curiosamente, justo después llegaron los ataques. Se trataba de crisis aparentemente rápidas, en las que su cerebro parecía abandonar el cuerpo de forma brusca, proyectándose más allá de las brumas del espacio y el tiempo. Algo raro de verdad.
Ellos, naturalmente, negaron siempre cualquier relación con aquellos ataques. Es más, se justificaban diciendo que Dios dio cinco sentidos a los hombres: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Pero que a otros, como a los
profetas epilépticos
Daniel o Jeremías, y hasta al famoso carpintero de Nazaret, José, les dio un sexto. Uno que les permitió saber del pasado y del futuro a través de sus sueños, y que cientos de años después, habían heredado gentes como ella.
La morena nunca les creyó. No era una mujer de fe. Sin embargo, desde que apartara a los militares de su vida, extraños sueños la invadían por las noches. Eran vívidos, casi reales, y siempre empezaban por una ubicación geográfica específica y una fecha.
Gran Quivira, Nuevo México, noviembre de 1623
Cuando
hotomkam
, las tres estrellas en hilera de la constelación de Orión, estuvo encima del poblado, Gran Walpi
[9]
, el jefe del Clan de Pamösnyam o de la Niebla, convocó a los líderes de su grupo a una reunión secreta en la kiva
[10]
.
La construcción, un recinto circular de unos seis metros de diámetro, semienterrada en el suelo y cubierta por un techo de madera sostenido por cuatro columnas que simbolizaban los cuatro pilares en los que descansa el mundo, era la mayor de las nueve kivas del pueblo. Estaba situada casi a las afueras de la colina, donde se erigían orgullosas las viviendas de piedra de más de trescientas familias jumanas.
A la hora prevista, justo cuando
hotomkam
gravitaba brillante sobre la vertical de la kiva, los diez hombres del clan se sentaron sobre el suelo de arena fina del recinto. Gran Walpi parecía dispuesto a hablarles. Tenía el semblante serio, más de lo que ninguno de ellos hubiera imaginado antes de descender al recinto sagrado. Las arrugas que cruzaban su sexagenario rostro parecían más profundas de lo habitual. El tímido fuego que alumbraba la cabaña no hacía sino alimentar la impresión de que tenía que comunicarles algo funesto.
—El mundo está cambiando a gran velocidad, hermanos de Pamösnyam —susurró con voz gutural el anciano.
Sus hombres asintieron, expectantes.
—Si lo recordáis, justo hoy hace veinticinco inviernos, recibimos la primera señal de ese cambio —continuó—. Fue otro día de
hotomkam
cuando nuestras llanuras recibieron la visita de los hombres de fuego.
Gran Walpi alzó uno de sus temblorosos brazos hacia un agujero redondo, perfecto, que se abría en el techo de la kiva y que permitía ver las tres estrellas del «cinturón» de Orión brillando en todo su esplendor.
—Aquellos hombres de piel clara, que traían consigo brazos que escupían truenos y caparazones como los de las tortugas que les hacían inmunes a nuestras flechas, causaron gran dolor a nuestro orgulloso pueblo.
[11]
—¡Mataron a nuestros hermanos! —exclamó uno de los reunidos desde el otro lado del fuego.
—Perdimos tres batallas en tres temporadas —murmuró otro con tono pesaroso.
Gran Walpi clavó sus ojos en los rostros de cada uno de aquellos hombres. A continuación, como si siguiera un extraño ritual, dejó que su vista se perdiera en el baile que dibujaban las pequeñas llamas y prosiguió:
—Ayer tuve un extraño presentimiento. Meditaba frente a nuestro espíritu
kachina
, cuando escuché dentro de mí una voz que habló alto y claro.
—¿Una voz? —uno de los hombres del clan, un indio de pequeña estatura, tuerto pero fuerte como un búfalo, ahogó sin éxito sus palabras.
Gran Walpi le miró muy serio.
—Fue una voz de mujer. Me advirtió que nuestro poblado sería visitado pronto por un gran espíritu. Una presencia del más allá que no necesita que dibujemos caminos de polvo de maíz para que se acerque y que presagiará la llegada de nuevos cambios. Dijo también que no se mostraría sólo a los iniciados, sino a todo aquel que pasara las noches de
hotomkam
a la intemperie.
El tuerto, todavía atravesado por la poderosa mirada del anciano, se sintió obligado a preguntar:
—¿Dijo por qué debía venir ese espíritu?
—No —Gran Walpi arrastró su mano derecha sobre la arena, en un gesto rápido y violento—. Sólo dejó claro que no sería ninguno de nuestros familiares
kachinas
…
—¿Y cómo lo distinguiremos de ellos?
—Por su extraña manera de hablar. La voz insistió mucho en que existe un Dios más fuerte que todos los demás, que creó a los indios para que se amasen entre sí, y para que amaran y respetaran incluso a sus enemigos.
—¡A los enemigos hay que combatirlos, no amarlos!
—También a mí me sorprendió aquello…
Después de observar complacido el remolino de polvo que había dejado el anciano, se levantó con solemnidad y derramó un puñado de arena blanca sobre la hoguera, Cuando ésta terminó de escurrirse entre sus dedos, alzó el rostro por encima de sus hombres y remató su discurso.
—… Por eso pido vuestra ayuda como guerreros espirituales, para que os preparéis y os enfrentéis a esa visita.
Un silencio sepulcral se extendió por la kiva.
—¿Y cómo habremos de enfrentarnos a un ser tan poderoso?
La pregunta de Sahu, un corpulento indio con el rostro surcado por tres rayas verticales pardas tatuadas a fuego cuando sólo tenía tres años, sumió a Gran Walpi en un profundo abatimiento.
—El
hotomkan
brillará sobre nosotros durante ocho días más —respondió enigmático—. Puede ser en este tiempo o en el que viene, eso lo sabremos en su momento. Pero sea como fuere, debemos estar alerta y ahora tenemos el tiempo justo para nuestra purificación.
Ninguno de los hombres rechistó. Sabían muy bien a qué les estaba empujando su jefe de clan, y su juramento de fidelidad a él y a la fuerza que representaba, les obligaba a seguir sus órdenes.
Sabían
que el orden cósmico estaba en peligro.
Todo siguió los cauces previstos por Gran Walpi.
Durante ocho jornadas, los diez hombres del Clan de la Niebla permanecieron encerrados en su kiva. Dos veces al día, sus esposas se acercaban hasta el pequeño orificio circular practicado en su parte superior, y sin asomarse al interior deslizaban cestas con mazorcas de maíz hervido y un gran cántaro de agua, con una larga soga de yuca.
Ni ellas, ni ninguno de los integrantes de los otros clanes, estaban al corriente de la clase de ceremonias que se llevaban a cabo en su interior. Cada clan tenía sus ritos, sus formas ancestrales de comunicación con los espíritus, y su conservación era el secreto mejor guardado por cada una de esas sociedades secretas. Los que no pertenecían al Clan de la Niebla sólo intuían que aquellos hombres estaban purificándose para alguna misión espiritual importante.
En el interior de la kiva se quemó leña durante ocho largas jornadas. Fuera de día o de noche, Gran Walpi y sus hombres permanecían en penumbra, entonando lánguidas melodías. A medida que transcurrían los días, el ambiente en el interior se fue espesando. Sólo Gran Walpi llevaba la cuenta del tiempo y administraba los quehaceres: durante horas los hombres limpiaban y acicalaban máscaras horrendas de afilados dientes y ojos enormes, a veces coronadas por plumas y otras por pinchos que imitaban el rostro de sus espíritus protectores y que pronto deberían usar en alguna danza ritual. También se tensaban las pieles de los tambores o se meditaba junto al
sipapu, un
pequeño agujero horadado en el centro de la kiva, que creían comunicaba su poblado con los seres del inframundo. Durante el resto del tiempo, su misión se reducía a soñar en busca de algún mensaje, de alguna voz cristalina como la que previniera a Gran Walpi de la llegada del gran espíritu.
Pero nada sucedió. Como si el espíritu que estaba por venir hubiera espantado a sus dioses en el más allá, el silencio fue la única respuesta que recibieron sus valerosos durmientes.
Durante las noches, cuatro hombres, apostados en el exterior, vigilaban la kiva. Eran los kékelt
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, jóvenes no iniciados aún para ingresar en el Clan de la Niebla, pero perfectamente adiestrados como guerreros. Ellos sabían que durante la purificación nadie, salvo los espíritus benignos, podía acercarse hasta la kiva. Si alguien transgredía esa norma y no respondía al santo y seña fijado, los guardianes debían dar muerte al intruso, despedazarlo en cuatro partes iguales y enterrarlas lejos del pueblo, lo más alejadas posibles unas de otras.