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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (7 page)

La octava noche, cuando
hotomkam
brillaba más fuerte que nunca, algo se agitó en el cubículo semisubterráneo. Gran Walpi, con el rostro sudoroso, asomó su cabeza por encima de la cubierta de madera de la estancia. Los ojos se le salían de las órbitas y parecía muy alterado.

De un brinco, emergió del agujero donde estaba, quedándose agazapado encima de la techumbre del recinto ceremonial. Tras comprobar que no había nadie en los alrededores, se arrastró por encima de aquel montón de ramas secas para, finalmente, saltar sobre el suelo.

Sus siguientes movimientos fueron calculados, casi felinos. Esquivó con astucia a los inexpertos kékelt y, armado con una vara, se adentró entre los matorrales que flanqueaban la salida del asentamiento jumano.

Actuaba como si estuviera poseído. Como si siguiera las invisibles instrucciones de alguien capaz de guiarle en la oscuridad de la noche. Como si, por fin, los signos geométricos que se tatuara en su juventud a modo de símbolos de protección, estuvieran cumpliendo su cometido.

Curiosamente, antes de su espectacular huida, un extraño relámpago azul había caído al oeste del campamento. Si alguien hubiese podido observar la escena desde fuera, hubiera deducido que entre meteoro e indio existía cierta complicidad. Mientras el primero todavía refulgía tenuemente en el horizonte, el segundo corría como un antílope desbocado hacia él, sorteando todos los obstáculos que se interponían a su paso.

Al aproximarse, todo empezó a cambiar.

Un extraño silencio se apoderó de la pradera. El suave balanceo del océano de hierba que rodeaba la montaña se había detenido de repente. Los grillos habían cesado de cantar. Y hasta el inconfundible sonido del manantial del zorro, que el anciano atravesó como una exhalación, había detenido su inconfundible murmullo.

Gran Walpi no percibió nada de aquello; sus sentidos estaban ausentes de aquel mundo, concentrados en otro. —
¡Chóchmingure!
[13]

Instintivamente, el anciano cayó de rodillas al suelo. Su vara rodó unos metros ladera abajo antes de detenerse, al tiempo que su mirada se tornaba vidriosa.

Una joven bella, de rostro pálido y refulgente, apareció de pronto a escasos metros de él; parecía haber descendido sobre sus tierras. Irradiaba luz por los cuatro costados, iluminando parcialmente el suelo sobre el que se deslizaba. Vestía una larga túnica blanca, oculta en parte por una capa azul celeste. Al verle llegar, aquella dama sonrió.

—Ya estás aquí. Te esperaba.

Aquellas palabras, pronunciadas en correcto dialecto
tanoan
, dejaron estupefacto al anciano. En ningún momento aquella joven había movido los labios, ni siquiera había gesticulado. Sin embargo, sus palabras sonaron tan limpias y transparentes como las que escuchara días atrás.

—Ya sólo faltabas tú —remató.

—¿Yo?…

—Dime, mujer, ¿qué clase de espíritu eres?

La voz del guerrero jumano sonó temblorosa.

—Soy la que soy. Mi identidad no importa ahora, pero atiende a mi procedencia y mi destino.

Gran Walpi, que se había postrado de bruces contra el suelo, elevó sus ojos hacia el resplandor. Contempló a la mujer con detenimiento: mantenía los brazos caídos, como si deseara hacer evidente que su actitud no era hostil. Sus pies, cubiertos por las sandalias más extrañas que había visto jamás, se hundían ligeramente en la arena… ¡Y no proyectaba sombra! Era, en definitiva, exactamente igual que los espíritus kachinas que Gran Walpi conocía tan bien.

—Vengo del cielo —prosiguió—, y traigo una noticia importante para vuestro pueblo. Pronto, muy pronto, llegarán a estas tierras hombres de muy remota cuna, que os traerán relatos de un nuevo y poderoso dios.

—¿… Un nuevo dios? —Gran Walpi abrió los ojos de par en par.

—Un dios que se hizo hombre. Que encarnó en un carpintero y que murió para salvar a sus semejantes. Un dios que sólo se alimentó de amor y no de sangre.

El jefe del Clan de la Niebla no entendió ni una palabra. ¿Cómo podía un dios tomar el débil cuerpo de un hombre y morir después? ¿Qué clase de espíritu era aquella mujer luminosa que traía semejante mensaje? ¿Y por qué le había elegido para transmitirle esa información? ¿Por qué le había despertado sólo a él, incitándole a abandonar la kiva a espaldas de sus guerreros?

—No te asustes —la dama de azul se adelantó a las nuevas dudas del jumano—. Cuando lleguen los hombres de los que te hablo, deberás correr a buscarlos. Deberás pedir que os expliquen la religión que traen consigo y aceptar sus designios.

—Pero nosotros…

—Pronto no dudarás. Me verás más veces. Te traeré pruebas de lo que digo, y desearás seguir mis instrucciones.

Antes de que Gran Walpi pudiera replicar, un trueno ensordecedor rompió bruscamente el silencio en el que estaba sumergida la aparición. Fue un trueno extraño, casi hueco, que el anciano difícilmente pudo comparar con otros sonidos conocidos. Acto seguido el cielo se rasgó en dos, abriendo paso a algo parecido a una corteza de calabaza refulgente que proyectó su sombra sobre la dama y el jumano y que enquistó las extremidades de Gran Walpi hasta petrificarlas.

Un terror indescriptible se apoderó entonces del guerrero. Sentía su cuerpo paralizado por completo. Sólo pudo observar a aquella joven elevarse y dirigirse hacia la «corteza voladora». Después, el fulgor azulado cesó de repente. Y con él, todos los rumores nocturnos de la pradera volvieron a cobrar vida.

—¿Eres tú, Gran Walpi?

El anciano nunca supo cuánto tiempo transcurrió desde que la luz desapareciera, pero pronto una voz suave sonó a sus espaldas. Poco a poco, el guerrero pudo recobrar la movilidad en brazos y piernas, y al incorporarse descubrió el rostro redondo de uno de los kékelt.

—¡Sakmo!
[14]
¿Lo has visto?

El anciano agarró por los hombros al joven, tratando de disimular su confusión.

—Sí.

—Era una mujer, ¿verdad? —insistió nervioso.

—Era la Dama Azul… Ha venido aquí todas las noches que el Clan de la Niebla lleva encerrado en la kiva.

Gran Walpi se estremeció.

—¿Y ha hablado también contigo?

—Me llamó, y vine. La Dama me prometió que regresaría más veces.

… Sí, también a mí.

¿Qué puede significar, Gran Walpi?

El guerrero perdió su mirada entre las estrellas.

—Que pronto nada será como antes.

Capítulo
10

Le dolió.

Aquel maldito zumbido perforó sus entrañas como nunca lo había hecho antes ningún despertador. «¿Estaré enferma? —fue el primer pensamiento racional que articuló nada más abandonar su extraño sueño plagado de indios del Nuevo México—. Esos bastardos del Departamento de Defensa no pueden tener razón…» La mente de la morena se puso en marcha haciendo gala de sus reflejos habituales. «¿Cómo pueden diagnosticarme que he heredado un sexto sentido?, ¡qué estupidez! Y además, ¿de quién iba yo a heredar semejante cosa?»

Sin pensárselo demasiado, saltó de la cama y se dirigió directamente al salón para tratar de localizar en su bolso el último parte que le entregara el gabinete médico de Fort Meade, y una cinta de cassette que grabara unos meses atrás en Roma, en la consulta de un neurólogo al que visitó para pedirle ciertas respuestas. Necesitaba comprobar que aquel diagnóstico no era otro maldito sueño. Y no lo era; el informe era inequívoco: «La paciente padece una clase muy extraña de epilepsia que se conoce como epilepsia extática o de Dostoievski. Debe someterse a observación inmediatamente y extremar las cautelas en su trabajo para el INSCOM».
[15]

¿Epilepsia extática? La morena —ahora sí— recordaba perfectamente aquellas frases. De hecho, fueron el detonante definitivo que le impulsó a tirar por la borda toda su carrera militar y regresar, o más bien huir, de nuevo a la vida civil. En cuanto a la cinta, después de acariciarla durante algunos segundos, se decidió a escucharla.

Un par de crujidos metálicos dieron enseguida paso a la voz apergaminada del doctor Buonviso. Tenía gracia. Su divertido inglés con acento italiano le recordó de inmediato aquella charla informal en la cafetería del
Ospedale Generale di Zona Cristo
.

—La enfermedad por la que me pregunta no es nada común, señorita —se lamentaba el doctor Buonviso.

—Lo supongo, doctor —contestó ella—. Pero algo podrá decirme, ¿no?

—Bien… El paciente de la epilepsia de Dostoievski suele tener sueños o visiones extraordinariamente vívidos. Se inician con una luz deslumbrante, que precede siempre a un súbito bajón del nivel de atención del paciente a los estímulos que le rodean. Después, por lo general, el cuerpo se queda inmóvil, rígido como una tabla, y uno se sumerge en unas alucinaciones muy reales que terminan en un estado de bienestar que precede a una extenuación física absoluta.

—Conozco los síntomas… Pero ¿puede tratarse?

—En realidad todavía no se sabe cómo. Considere usted que sólo tenemos una docena de casos documentados en todo el mundo, y que esta clase de epilepsia tan extraña la han vivido antes personajes tan poco diagnosticables como san Pablo (¿recuerda la luz que le asaltó camino de Damasco?), Mahoma o Juana de Arco…

—¿Y Dostoievski?

—Bueno, claro. De hecho se la llama así porque este escritor ruso describe con una precisión extraordinaria sus síntomas en su novela
El Idiota
, atribuyendo a uno de sus protagonistas, el príncipe Mishkin, exactamente todas las características de esta epilepsia… ¡que padecía el propio escritor!

—Es decir, que no sabe cómo tratarla —insistió.

—Si tengo que serle sincero, no.

—¿Y sabe si es una enfermedad hereditaria?

—Sin duda. Aunque tampoco la llamaría enfermedad. En el pasado era tenida casi como un don de Dios. Incluso se ha llegado a decir que santa Teresa de Jesús la padeció, y que fue esa dolencia la que le abrió su camino hacia la comunión extática con Dios.

—Comprendo, doctor… Gracias.

—Prego
.

Otro crujido metálico dio por finalizada la conversación. Y, ciertamente, tampoco aquella grabación la satisfizo demasiado. Aunque no recordaba los términos exactos de su charla con el
dottore
Buonviso, ni siquiera que ésta hubiera sido tan poco explícita en sus resultados, seguía sintiéndose decepcionada por esa extraña sensación de vacío que le dejaba el saber que había heredado esa enfermedad visionaria…, sin saber de quién.

Forzando la memoria delante de su voluminoso álbum de fotos familiar, la morena pasó toda aquella mañana repasando los últimos años de su vida. Su graduación en la Universidad Estatal de Arizona, su reclutamiento para las investigaciones en los umbrales de la percepción del Stanford Research Institute (SRI)… y hasta la conferencia que le convenció para presentarse voluntaria a unos experimentos de telepatía que le llevaron inexorablemente a los oscuros pasillos del Departamento de Defensa.

Recordaba como si fuera ayer que fue un hombre excepcional, un fornido «psíquico» llamado Ingo Swann, quien la sedujo para aquel trabajo. Nadie como el tal Swann era capaz de describir un lugar lejano tan sólo concentrándose en unas coordenadas predeterminadas, ni influir en los semáforos de una calle para cambiarlos de color a voluntad, e incluso deshacer cúmulos nubosos a su antojo con sólo fijar en ellos su mirada durante unos instantes. Es más, recordaba nítidamente cómo aquella especie de «atleta de la mente» insistió una y otra vez en decirle que el mérito no era todo suyo, que él había heredado parte de sus poderes de una bisabuela, una «mujer medicina» sioux por más señas, que se los transfirió desde el más allá.

«¿Y sí…?»

La morena sonrió. Aquella conferencia, aquellas fotos polaroid de colores aún vivos, la hacían rejuvenecer casi diez años. Después de ser reclutada para el SRI primero, y para el Departamento de Defensa menos de diez meses después, recordó cómo tonteó con varios miembros del equipo de investigadores del INSCOM. Todos ellos, sin excepción, estaban entonces convencidos de que el comportamiento psíquico tiene causas genéticas. De hecho, decían, en familias con sensitivos predispuestos a los «viajes astrales», los sueños premonitorios o la telepatía, el «psíquico» destacaba siempre por su comportamiento inestable, neurótico o histérico, y saltaba de una generación a otra.

«Y esa soy yo, sí señor.»

De un golpe, la morena cerró el álbum de fotos, y antes siquiera de pensar en vestirse decidió hacer una rápida llamada a Phoenix, en Arizona. Acababa de tener una corazonada… Una de esas raras ideas «inyectadas» de las que, por cierto, tan a menudo hablaba Swann.

—¿Mamá?

Una voz indiferente contestó al otro lado del teléfono.

—Cariño, te tengo dicho que llames por las noches —le reprochó—. Te acabas de quedar sin trabajo y la tarifa nocturna es mucho más barata…

—Sí, ya lo sé. Pero necesito preguntarte algo de la familia.

—¡Otra vez!

—No te preocupes —atajó rápidamente, mientras se arremolinaba en el sofá—. No tiene nada que ver con papá.

—Menos mal.

—¿Tú no sabrás, mamá, si alguien de la familia ha padecido alguna vez epilepsia?

—¿Epilepsia?

—Responde sí o no.

Un segundo de silencio ocupó la línea.

—Bueno… recuerdo que cuando yo era niña, mi madre mencionó algo de los ataques que sufría mi abuela. Pero ella murió antes de que yo cumpliera los diez y apenas la recuerdo.

—¿Tu abuela?… ¿Mi bisabuela?

—Sí. ¡Uf!, y debió de ser una mujer de carácter. Era de origen indio, ¿sabes? Sus antepasados vivieron cerca del Río Grande, por eso mi madre siempre me contaba cuentos típicos de su tribu…

—Nunca me los has contado.

El tono de la morena sonó a reproche.

—Soy muy mala para esas cosas, cariño. Además eran cuentos muy increíbles, de espíritus protectores, de visitas de los dioses kachinas y ese tipo de historias…

—Eres un desastre, mamá. ¿Y no sabrás de qué tribu descendía tu abuela?

—No, no. Sólo sé que ella era una especie de hechicera, y que la familia tuvo que emigrar a Arizona porque tuvieron muchos problemas con la Iglesia.

La voz al otro lado del teléfono tomó aire antes de continuar.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Por nada mamá.

—Ya… Que sepas —rió— que tu abuela, cuando tú naciste, lo primero que dijo es que te parecías mucho a la «bruja».

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