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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (5 page)

Todo ocurrió
según lo previsto
.

Tras ascender por su nueva ruta en dirección a Tarazona, surgió la silueta de un nuevo indicador en la carretera.

Estaba ligeramente escorado hacia una profunda cuneta, parcialmente cubierto por la nieve, pero legible todavía.

Aquel cartel les perforó el estómago. En realidad, fue como si una sacudida eléctrica recorriera sus entrañas. Tan brusca fue la reacción de ambos, que Carlos casi pierde el control del volante.

—¿Tú lo has visto? —gritó Carlos, mientras propinaba tal pisotón al pedal de freno que hizo temblar la retaguardia del Ibiza.

—¿El cartel?

—Claro. ¿Qué si no?

—¿Y lo has leído?

—Sí. «Ágreda».

—¡Dios! —bramó Carlos muy excitado—. ¿Te das cuenta? ¡Es el mismo nombre que el apellido de la monja de la que te hablé!

—¿La que viajaba a América siempre que quería?

—¡Esa! —volvió a gritar haciendo un aspaviento con las manos y dejando que el coche siguiera avanzando lentamente.

—Tranquilízate. Y sujeta el volante, ¡coño! Sólo a ti se te puede ocurrir que tu monja tenga algo que ver con ese pueblo.

—¡Cómo que no! ¿Es que no lo ves? —sus ojos estaban abiertos como platos—. He sido un estúpido integral. En el siglo XVII, y desde mucho antes, a los nombres comunes de la gente famosa se le añadía su lugar de procedencia… En el caso de sor María Jesús de Ágreda, ése «de Ágreda» podría ser su apellido… ¡o su pueblo natal!

—Está bien, Carlos, si eso te va a tranquilizar entramos en el pueblo y preguntamos. A lo mejor alguien puede darte una pista.

—Pero ¿cómo no me habré dado cuenta antes?

Txema miró severamente a su compañero, mientras éste se perdía en sus propias cavilaciones. Un par de segundos después no pudo reprimir darle una orden drástica:

—Frena. Respira y luego veremos qué hacemos, ¿vale?

Carlos asintió nervioso. Tenía el rostro lívido y tragaba saliva compulsivamente.

—Bien, bien —repitió. Pero esto no puede ser casualidad. No puede serlo
[7]
.

Capítulo
7

A unos dos mil kilómetros de Ágreda, bajo un sol generoso y una atmósfera transparente, exactamente a esa misma hora, la ciudad de Roma mostraba su habitual actividad.

En menos de tres minutos Giuseppe Baldi cruzó la
piazza
de San Pedro. Un tren procedente de Venecia le había dejado cincuenta minutos antes en la estación de Roma-Termini, y le faltó tiempo para atravesar en taxi la Ciudad Eterna y adentrarse por la
Via della Conciliazione
hasta el centro neurálgico por excelencia del estado Vaticano.

No había tiempo que perder.

Su plan era tan sencillo como perfecto. Estaba seguro de que nadie sospecharía que allí, justo debajo del impresionante obelisco egipcio levantado por Domenico Fontana se iba a transgredir, en breves momentos, la principal norma de comportamiento de un equipo científico de élite llamado genéricamente «los cuatro evangelistas», y del que nadie, fuera de la diplomacia vaticana, debía saber nada.

La norma en cuestión era contundente: nunca, bajo ninguna circunstancia, dos o más «evangelistas» —esto es, los jefes de los cuatro equipos internacionales que integraban su programa de trabajo— podrían reunirse sin la presencia de alguno de los asesores científicos del Santo Padre o en el marco de un comité especial constituido al efecto. De esta forma se pretendía garantizar la fidelidad de los ejecutores del proyecto y dificultar la fuga de ideas a terceras partes no deseables. Es más, el compromiso de lealtad de los jefes de los cuatro equipos había servido hasta ese momento de mecanismo de autovigilancia para que nadie vulnerase la norma.

¿No reunirse bajo ninguna circunstancia?

Curiosamente, a Baldi, escrupuloso amante del orden y la disciplina, no parecía remorderle en absoluto la conciencia su inminente «pecado». Era mayor la necesidad de encontrarse con el padre Luigi Corso que cumplir con las mojigaterías de la disciplina vaticana. Y es que realmente tenía la necesidad de aclarar con el «primer evangelista» algunas cosas, antes de acudir a la audiencia que uno de los asesores del Santo Padre le había concedido, con carácter de urgencia, para el día siguiente. A fin de cuentas, estaba seguro de que «San Mateo» disponía de información privilegiada sobre el estado de las investigaciones de la Cronovisión; una información que, por alguna razón, nadie había querido o podido compartir con él desde aquel desgraciado asunto del periodista español, y que quizá podría hacerle salir airoso del posible expediente disciplinario.

Al menos seguía conservando la esperanza.

De repente, mientras recorría el anfiteatro pontificio, una turbia sensación empañó sus pensamientos: ¿Por qué así, de un día para otro, el Santo Oficio se había interesado por las investigaciones del padre Corso, del equipo de Roma, y había decidido interrumpirlas? ¿Qué había descubierto «San Mateo» en sus laboratorios que mereciera un traslado de competencias tan repentino?

Durante las horas inmediatamente anteriores a su llegada a la ciudad, Baldi había tratado en vano de obtener respuestas a algunas de estas preguntas, leyendo entre líneas el último informe que «San Mateo» le mandara por correo antes de la tempestad. Pero ni allí, ni en las cartas amistosas de «San Marcos» y «San Juan», había hallado las claves del conflicto. Parecía lógico. Cuando aquellos textos fueron enviados, ni el padre Corso ni los «evangelistas» de Londres y Madrid podían siquiera intuir el inminente secuestro del proyecto por parte del IOE.

Se imponía, por tanto, violar la norma de no reunirse dos jefes de equipo. Debían aclarar estos puntos… antes de que todos los descubrimientos realizados se perdieran en las fauces del Santo Oficio. Y nadie mejor, ni más cercano, que el padre Corso.

¿Remordimiento, pues? Ninguno.

Mientras sorteaba los carritos ambulantes con postales, monedas conmemorativas y helados, y se esforzaba por abrirse camino entre la legión de turistas y fieles en dirección al obelisco, el padre Baldi repasó mecánicamente todos los pasos que le habían conducido hasta Roma. Trataba de encontrar alguna fisura en ellos que pudiera reventar su encuentro con «San Mateo» y poner en evidencia la inminente transgresión del código ético del proyecto. Pero el telegrama donde Baldi emplazaba a Corso —cifrado usando una vieja clave empleada por Julio César durante sus campañas—
[8]
, así como sus indicaciones con los detalles del punto de reunión…, eran sencillamente intraducibles para los no iniciados.

«Tranquilo —se repetía una y otra vez Baldi—. Todo saldrá bien.»

No podía negar lo que era evidente: estaba nervioso, y mucho. Empezaba a creer, no sin cierta razón, que la carta que recibió de la Secretaría de estado citándole en Roma y la intervención del trabajo del padre Corso, podían ser los primeros pasos de una caza de brujas contra los «evangelistas». ¿Paranoia?

Tampoco pudo evitarlo. Al llegar a escasos diez metros del obelisco, un escalofrío le recorrió la espalda. Ése era el lugar fijado y aquélla la hora prevista. Ya no podía fallar nada.

¿O sí?

¿Habría recibido «San Mateo» su telegrama? Y sobre todo, ¿lo habría comprendido? ¿Estaría también él dispuesto a violar la ley número uno del proyecto? O una última posibilidad aún peor: ¿le habría delatado Corso en un intento de congraciarse con los nuevos responsables de la Cronovisión?

Circunspecto, «San Lucas» aminoró la marcha según se fue acercando al lugar. Se secó el sudor nervioso que comenzaba a empapar su frente con un pañuelo que extrajo de una de las mangas de su sotana y decidió sentarse a esperar sobre uno de los pilones de piedra que rodean el obelisco. Corso debía de estar al caer.

Tragó saliva.

Con cada segundo de retraso, nuevas incógnitas iban agolpándose en la mente del padre Baldi: ¿Reconocería a «San Mateo» después de tantos años sin verse? ¿Sería él alguno de los curas que a esa hora transitaban por la plaza de San Pedro, rumbo a la basílica?

—¡Jesucristo!

Impaciente, echó un rápido vistazo a su reloj: las 12:30. «Es la hora —pensó—. Si todo va bien, deberá llegar en cuestión de minutos.»

Desde su privilegiado mirador, el benedictino podía distinguir a cualquier persona que cruzase el atrio de la basílica y descendiera por sus señoriales escaleras. Pese a su mirada miope podía adivinar, sin ningún esfuerzo, cuatro carilargos
sampietrini
con vistosas ropas de época y armados con lanzas de acero y madera, flanqueando otras tantas puertas menores situadas bajo las escaleras. «¡Ah! La fiel guardia Suiza de la que no ha querido desprenderse ningún Papa», murmuró el «tercer evangelista» para sí.

También detectó la presencia de varias patrullas de
carabinieri
paseando entre los turistas y hasta se distrajo observando algunos inofensivos grupos de estudiantes de diversas nacionalidades que se admiraban de la belleza de la columnata o de la solidez del obelisco.

Pero ni rastro de «San Mateo».

—¡Maldito tráfico romano! —estalló Baldi, tratando de consolarse. Una risa nerviosa hizo temblar sus finos labios.

La situación era ridícula: él, que venía desde Venecia, había llegado puntual a su cita y su colega, que residía en un barrio céntrico de Roma, llegaba con retraso.

A las 12:43 Baldi seguía allí, de pie y sin novedad.

La espera empezaba a hacerse insoportable.

Una bandada de palomas sobrevoló la aparatosa fuente barroca situada a unas decenas de metros del obelisco y se detuvo para mojarse las plumas.

—Si no podía quedar a esta hora, podía habérmelo dicho —refunfuñó, subiendo considerablemente su tono de voz—. A no ser que…

La impuntualidad era para «San Lucas» peor que cualquiera de los siete pecados capitales. No la toleraba a nadie: ni a sus alumnos en el conservatorio, ni a sus hermanos en el monasterio… y mucho menos a los amigos en sus primeras citas desde hacía años. Creía que Dios nos mandaba al mundo con un cronómetro que contaba hacia atrás nuestro tiempo de vida y que, por tanto, era un insulto al Altísimo desaprovecharlo en nimiedades. Como esperar, por ejemplo.

Corso debía de tener una buena causa para retrasarse, porque ¿qué otra cosa, sino un retraso, podía justificar su ausencia? «Si los bastardos del servicio secreto hubieran interceptado mi telegrama… a estas alturas ya me habrían detenido —se consoló Baldi planteándose la peor de las opciones posible—. Debe de haber otra razón.»

Pero el alivio duró lo que un suspiro.

A las 12:55 en punto, el «tercer evangelista» no pudo resistir más. Se levantó de un brinco de la columna de piedra y, sin mirar más que al frente, se dirigió a toda velocidad hacia una de las salidas de la plaza de San Pedro. Cruzó casi sin mirar la
Via de Porta Angélica
en dirección a una gran tienda de recuerdos y camisetas con un teléfono público en su interior. El padre Baldi estaba dispuesto a salir de dudas.

De hecho, fue cuestión de un minuto. El tiempo necesario para buscar en sus bolsillos algunas liras sueltas y poder marcar el número del «primer evangelista».

—Por favor, ¿podría hablar con el padre Corso? La voz masculina y agria que siempre atendía aquel teléfono le pidió que esperara. Tras desviar la llamada a otra extensión, el aparato fue descolgado con rapidez.

—Dígame… ¿Con quién hablo? —respondió una voz ronca, desconocida.

—Uh… Usted no es el padre Corso, creo que se han equivocado al pasar la llamada.

—No, no se han equivocado —se apresuró a aclarar aquella voz—. El padre Corso… —dudó— no puede ponerse ahora. ¿Quién es usted?

—Un amigo.

Baldi decidió probar suerte y forzó a su escueto interlocutor.

—¿Sabe si ha salido?

—No, no. Él está aquí. Pero, ¿quién le llama? —repitió el «ronco».

Baldi se extrañó. La insistencia de aquel desconocido en identificarle no era habitual. Receló.

—¿Y usted? ¿Quién es usted?… ¿Y por qué no le pasa el auricular al padre Corso?

—Le digo que no puede ponerse.

—Está bien, en ese caso llamaré más tarde —respondió airado el benedictino.

—¿Quiere que le deje algún recado? —insistió ahora el «ronco».

—Sólo dígale que le llamó… —recapacitó— el «tercer evangelista».

—¿El «tercer evangeli…»?

«San Lucas» colgó bruscamente el auricular y abandonó la tienda sin esperar a que el teléfono expulsara las monedas sobrantes; necesitaba tomar aire y despejarse del sofoco. «¡Será cretino!»

Pero Baldi, de repente, comprendió que allí había algo que no le encajaba. Si Corso había quedado con él a las doce y media bajo el obelisco de San Pedro, debía haber salido hacía un buen rato de su residencia… y allí no sólo no le respondieron con un lacónico «ha salido», sino que un extraño insistía en afirmar que Corso no podía ponerse y trataba de identificarle a toda costa. ¿Estaba enfermo? ¿Quizá retenido? Y en ese caso, ¿por quién?

¿Otra paranoia?

¿O, sencillamente, otro indicativo de que la «caza», como se temía, ya había comenzado?

La cabeza de Baldi iba a estallar.

No tenía alternativa: por su propia salud mental debía resolver aquel asunto en persona. Y así, allí mismo, en medio de la calle comenzó a rebuscar frenéticamente algo que debía estar oculto en algún rincón de la pequeña cartera de mano que llevaba consigo. Hurgó en ella con ansiedad, casi como si la acabara de robar, hasta dar con un pequeño fajo de cartas atadas con una goma elástica. Husmeó entre los sobres tratando de localizar el último envío de «San Mateo», hasta que dio con él. Con el pulso todavía trémulo, echó un vistazo al
indirizzo
grabado en el envés de aquella misiva:

S. Matteo

Via de Cestari, 25

Roma

—¿Cestari? Eso no está demasiado lejos de aquí —le indicó un amable
carabinieri
.

—¿Puedo ir caminando?

—Tardará una media hora, pero puede hacerlo —redondeó el agente—. Siga por la
Via della Conciliazione
hasta el final, allí gire a la derecha y continúe todo recto hasta el puente de Amadeo. Cuando llegue a la
piazza
Navona, pregunte usted, que ya estará muy cerca.

—Perfecto. Gracias.

El paseo llevó al padre Baldi cuarenta y tres minutos exactamente. Se detuvo un par de veces por el camino para preguntar de nuevo y confirmar que llevaba el rumbo correcto, dejándose empapar por la belleza serena de las fuentes de la plaza Navona y los olores a comida que despedían las
Trattorias
cercanas a esa hora del mediodía. Todavía no podía comprender la falta de noticias de «San Mateo»… aunque comenzaba a temer lo peor: si no era cosa del IOE, ni del tráfico romano, entraba dentro de lo razonable que hubiera querido eludir su cita ateniéndose al maldito voto de obediencia. Lo que explicaría su indisposición para coger el teléfono.

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