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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (2 page)

«Todo en orden», pensó.

Catorce minutos más tarde, aquella especie de autobús flotante apeó a sus pasajeros en un embarcadero de hormigón y reemprendió el camino de regreso hacia la plaza de San Marcos. Un bofetón de aire frío despejó de golpe a los recién llegados, anunciando que aquel atardecer sería, al menos para el padre Baldi, tan tranquilo y gélido como todos los de aquel invierno.

Adoraba el orden. Y aunque sus planes para el resto del día eran sencillos, los repasó mentalmente mientras echaba a andar: tras asearse y cambiarse de calzado, cenaría frugalmente y luego se encerraría en su celda para revisar la correspondencia, entregarse a la lectura y dar cumplida respuesta a las cartas más importantes. Nada, pues, de rezos, ejercicios espirituales o charlas intrascendentes.

La perfección del plan residía en su rutina y ello le reconfortaba.

Una vez hubo abandonado el embarcadero, enfiló hacia la explanada que discurre por delante de la bella iglesia; rodeó el austero campanario de finales del XVII, y tras un nuevo vistazo a la grisácea panorámica de la plaza de San Marcos que desde allí se divisaba, aceleró el paso en dirección a la puerta de servicio de la residencia benedictina.

Siempre había seguido la misma rutina desde su llegada a la abadía treinta y seis años atrás. Los mismos gestos, las mismas impenetrables sonrisas mientras contemplaba la nada, ajeno a la excitación de los turistas que a esa hora tomaban el
vaporetto
, y hasta las mismas pausas en su recorrido ya en tierra firme. Y es que, pese a que esa hora tardía marcaba para todos los frailes de San Giorgio el final de la jornada, para él suponía el umbral del momento más intenso del día. Sus ocupaciones oficiales en el conservatorio
Benedetto Marcello
de Venecia como profesor de prepolifonía —música anterior al año mil y, por tanto, precursora de las primeras partituras escritas— apenas habían logrado nunca distraerle de sus múltiples intereses «discretos», de los que ni el mismo abad de San Giorgio estaba al corriente.

Hasta cierto punto era lógico: ¿quién si no un hermano de la
Ordo Sancti Benedicti
podría encargarse de tales estudios? A fin de cuentas, cuando San Benito fundó la orden en el siglo VI, en el monasterio italiano de Montecassino, redactó su célebre
Regla de oración
anticipándose en varios siglos a la instauración oficial de las notas musicales
[2]
.

Es decir, impuso a sus monjes un «oficio divino» dividido en ocho servicios religiosos diarios con siete intervalos férreamente marcados, a imagen de los ocho «modos» que se emplearán tiempo más tarde en música, y que suponen a su vez ocho maneras distintas de combinar ocho notas. Si aquello fue una locura o una anticipación a su tiempo de San Benito, nadie lo supo nunca. Ni siquiera nuestro hombre…

Baldi, pues, era en sí mismo una pieza fuera de serie: en círculos cultos se le consideraba el cabeza visible de una clase de estudios —los prepolifónicos— únicos en el mundo, y cuyos orígenes buscaba en Aristóteles o Pitágoras, y más allá de éstos, en los recintos iniciáticos del antiguo Egipto o en los jardines colgantes de Babilonia.

La tesis que Baldi había desarrollado con los años a ese respecto era fascinante. Creía que los antiguos no sólo conocían la armonía y la aplicaban matemáticamente a sus composiciones musicales, sino que con éstas buscaban provocar estados alterados de conciencia durante las ceremonias sagradas, que permitieran a sacerdotes e iniciados acceder a parcelas sutiles de la realidad. Aquellas músicas debían permitirles incluso rastrear imágenes y sonidos del pasado que, de alguna manera, quedaban impregnados alrededor de la Tierra de la misma manera que la luz de las estrellas que vemos corresponde a la luz que emitieron hace miles o miles de millones de años. A tan grandes sabios hoy olvidados les bastaba desarrollar una «sintonía mental» adecuada para capturar esas imágenes y sonidos antiguos y poder revivir así cualquier momento del pasado. Dicho de otro modo, la música modulaba la frecuencia de las ondas del cerebro y estimulaba centros de percepción del mismo habitualmente aletargados, capaces, incluso, de navegar en el tiempo.

Pero ese conocimiento se perdió.

Pocos, por supuesto, comprendieron sus ideas vanguardistas. Lo que no impidió que, pese a su soledad intelectual, Baldi luciera habitualmente un rostro jovial y amigable. Es más, sus gafas de alambre y sus ensortijados cabellos plateados le conferían cierto halo travieso, impertinente, casi diabólico; una imagen que había sabido explotar a conciencia para mantenerse a salvo de cualquier indiscreción o ataque de curiosidad de sus hermanos en la fe.

Y aquel día de finales de marzo no fue una excepción.

Capítulo
2

—Buona sera, pater
—le saludó cordialmente fray Angélico, el portero, nada más abrirle la puerta acristalada de la abadía.

Tras responderle mecánicamente y confirmar que, en efecto, tenía la correspondencia del día sobre su escritorio, el padre Baldi se precipitó escaleras arriba en dirección a su celda. Una vez en ella, siguiendo un ritual casi pagano, Baldi encendió su polvoriento flexo negro, azuzó un pequeño brasero que tenía bajo su mesa y distribuyó su siempre bien nutrida colección de cartas en dos montones diferenciados, según se tratara de envíos esperados o espontáneos. Acto seguido, tras ausentarse durante veinte minutos escasos para acudir al comedor a la hora fijada para la cena, procedió a abrirlos uno a uno, con precisión casi quirúrgica.

Disfrutaba.

En el montón de la correspondencia deseada se apilaban los tres últimos ejemplares de
L'Osservatore Romano
, correspondientes a los últimos días de marzo de 1991, sin duda retenidos en la oficina de correos durante el fin de semana anterior. También esperaba una carta de su hermana Paola, enviada desde el Abruzzo, y tres gruesos envíos matasellados en Londres, Roma y Madrid, con remitentes que firmaban como «San Marcos», «San Mateo» y «San Juan».

Baldi acarició aquellos tres sobres y sonrió. No había nada en el mundo que le produjera más satisfacción que recibir esas gruesas misivas de color sepia.

En el otro montón, en cambio, se apilaban algunas hojas parroquiales del Venetto, así como otro lujoso sobre de color tierra, con el familiar sello monocromo en relieve de la Secretaría de Estado de Su Santidad. Lo habían echado al correo dos días antes en la Ciudad del Vaticano y llevaba el franqueo propio de una carta urgente. El aspecto del envío no ofrecía dudas: requería ser leído de inmediato.

Con cierta gravedad, el padre Baldi tomó el estilete de bronce que usaba para rasgar su correspondencia, y abrió con limpieza el sobre pontificio.

«
Caro San Lucca
—comenzó a leer—. Debe usted interrumpir de inmediato toda investigación. Los asesores científicos del Santo Padre reclaman su presencia en Roma para aclarar los pormenores de su Ultima indiscreción. No demore su visita más allá del próximo domingo». Y firmaba: «Tuyo afectísimo, Stanislaw».

A punto estuvo de cortársele la respiración. Temblando de nervios, releyó la misiva con atención otras dos veces más. Sintió náuseas cada vez que sus ojos repasaron aquello de «los pormenores de su última indiscreción» y una vez concluidas sus lecturas, en las que buscó desesperadamente algún fallo de interpretación, algún detalle importante que le hubiera pasado desapercibido, se rindió a la evidencia. Apretó los puños con furia, y dejó que de sus labios ahora amoratados escapara un débil susurró: ¡
Maledizzione
! Baldi se transmutó en cuestión de segundos. Y es que, pese a lo poco explícito de aquella carta, sabía a la perfección a qué se estaba refiriendo el secretario personal de Su Santidad… y bien que lo lamentaba.

—Un'altra volta, lo stesso errore
—volvió a murmurar compungido.

Irritado, arrojó el abrecartas contra la mesa. Jamás hubiera supuesto que aquella entrevista concedida unos meses atrás a un redactor de una conocida revista española con aspecto de ingenuo, le fuera a acarrear nuevos y graves problemas. Porque, ¿qué otra cosa, sino hablar con un periodista, podría considerarse «una indiscreción» en Roma? Además, recordaba perfectamente la situación: un joven, que debía rondar la treintena y con aspecto de empollón, se presentó en la abadía con la excusa de entrevistarle sobre su peculiar actividad pastoral de los miércoles. Su coartada funcionó, pues, efectivamente, cada semana Baldi recibía allí mismo, tras aquellos nobles muros, a centenares de personas que esperaban ansiosas su bendición para expulsar los demonios de sus cuerpos. El benedictino era consciente de que la mayoría de aquellos desgraciados no pasaban de ser enfermos mentales o, en el mejor de los casos, unos pobres histéricos, pero a la vez confiaba ciegamente en el poder curativo, casi balsámico, de la fe y administraba sus bendiciones con generosidad.

De hecho, tanta publicidad le dispensaron los populares semanarios italianos
Gente Mese
u
Oggi
, y tanto eco recibió su libro
La Catechesi del Diabolo
en prensa, radio y televisión, que no le extrañó demasiado que una revista española hubiera terminado interesándose por sus exorcismos… Y, claro, concedió la entrevista.

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que al reportero no le preocupaba lo más mínimo su trabajo como «expulsador de demonios». Con un tacto casi diplomático, aquel jovenzuelo le tanteó sobre otro asunto que él mismo había cometido la indiscreción de destapar levemente en 1972, y que le convirtió, durante unos días, en una celebridad.

En efecto, hacía exactamente diecinueve años, su nombre apareció en letras de molde como el cura del Venetto que afirmaba llevar más de una década trabajando en un método capaz de recuperar imágenes y sonidos del pasado, con la ayuda de un pequeño equipo de doce físicos internacionales. De hecho, fue el
Domenica della Corriere
quien primero afirmó —y puso en boca del padre Baldi, que era peor— que ese equipo había sido incluso capaz de obtener, con total exactitud, piezas musicales antiguas ya perdidas, como el
Thiestes
de Quinto Ennio, elaborada hacia el 169 d. C, así como la transcripción literal de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, zanjando así la controversia existente al respecto entre los propios Evangelistas
[3]
.

Aquellas revelaciones —que Baldi creía completamente olvidadas en la memoria colectiva, ya que después se negó a hacer ninguna declaración confirmando o desmintiendo el asunto— estremecieron a muchos y, aunque la «exclusiva» corrió como la pólvora entre las agencias de noticias de medio mundo, el hecho de que aquel periodista ibérico le hubiera preguntado de nuevo por la Cronovisión
[4]
,le dejó estupefacto.

—¡La Cronovisión! —Baldi ahogó un nuevo grito—. ¿Qué demonios…?

Sus recuerdos le hicieron apretar aún más los puños. No podía creer que hubiera caído de nuevo en el mismo error de hacía más de tres lustros. ¿Qué se habría publicado en España para que la Secretaría de Estado vaticana le reclamara con tanta urgencia? ¿Se había vuelto a ir de la lengua con su interlocutor? ¿O éste habría suplido su silencio con alguna pérfida invención?

Por más que se esforzaba, no conseguía dar con las razones exactas de su «última indiscreción». ¿Habría hablado al español, por error, naturalmente, de los «cuatro evangelistas»? ¿Acaso del proyecto de Cronovisión? No. No lo creía. Lo peor era que, pese a que se sentía incapaz de recordar los términos exactos de su escueta charla con aquel reportero, a su memoria fluían a borbotones imágenes vívidas de su primer resbalón con la prensa en 1972. En esa época, el articulista del
Corriere
, un tal Vicenzo Maddaloni, había optado por mezclar unas pocas verdades con mentiras tan estrepitosas como una supuesta fotografía de Jesús en la cruz que ni él ni su equipo obtuvieron jamás pero que aquel redactor había conseguido sabe Dios de dónde
[5]
. Por no hablar de sus nada científicas afirmaciones, como que todo lo que sucede en este planeta queda grabado en una suerte de cinta magnética infinita e invisible llamada éter, y que los experimentos de Baldi y su equipo habían logrado por fin descodificar e interpretar. ¿Y ahora? ¿Había vuelto a exagerar las cosas otro periodista? ¿Y en qué términos?

Sus dudas ensombrecieron rápidamente su gesto plácido, obligándole a descargar su exceso de adrenalina con movimientos reflejos bruscos. Se levantó de su mesa, merodeó alrededor de su celda derribando un par de columnas de libros y hasta deshizo la cama con cierta virulencia.


Maledizzione
! —repitió una vez más en tono iracundo.

Como si en ello le fuera la vida, el benedictino se arrancó finalmente las gafas, se frotó con fuerza los ojos y se enjugó el rostro en un pequeño lavabo empotrado en la pared de su celda. «¡Estúpido!», le hubiera gustado gritarse al descubrir su rostro enrojecido en el espejo…, pero calló.

Después, sin abrir los sobres de «San Marcos», «San Mateo» o «San Juan», se precipitó por las escaleras que comunicaban su celda con el recibidor del monasterio. Una vez allí, sin encender las luces del vestidor, torció a la derecha hacia una gran puerta cerrada a conciencia, introdujo una mohosa llave en su cerradura y penetró en la estancia con determinación. Buscaba un teléfono y el despacho del abad le ofrecía el más discreto de todos. Ya tendría tiempo de explicar cómo se había hecho con la llave de aquella estancia… si era necesario.

—Pronto
, ¿puedo hablar con el padre Corso? —susurró apenas hubo marcado los nueve números correspondientes a algún abonado de Roma.

—Un attimo, prego
—contestó una grave voz masculina al otro lado del aparato.

Baldi esperó durante unos segundos envuelto en la penumbra del despacho, tamborileando con los dedos de su mano derecha la cubierta de cristal de la mesa del abad.

—Sí, ¿dígame? Habla el padre Corso.

—Mateo… —gimió con voz entrecortada Baldi—. Soy yo.

—¡Lucas! ¿Qué estás haciendo llamándome a estas horas?

—Tengo una buena razón. He recibido una carta de la Secretaría de Estado de Su Santidad, recriminándome por nuestras indiscreciones…

—¿Indiscreciones? —la voz del padre Corso vaciló.

—Sí. ¿Recuerdas al periodista español del que te hablé?

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