—¿Padre Salas?
Fray Juan respondió con un hilo de voz.
—Sí, soy yo, yo mismo. Pero ¿quiénes…?
—Soy fray Esteban de Perea, futuro Padre Custodio de estas tierras y, por tanto, próximo sucesor de fray Alonso de Benavides al frente de los terrenos administrados por la Iglesia de Santa Fe. Y deseo… —vaciló— pedirle en su nombre que nos acoja en su santa casa.
Fray Juan, lívido de asombro, le examinó. Éste, acababa de dar un par de pasos, colocándose al frente de la comitiva.
—¿Le ocurre algo, padre?
—No. No es nada. Sólo que no esperaba ver a tantos hermanos juntos. Hace tantos años que no recibo una visita así, que…
—Nos hacemos cargo.
El
Halcón
sonrió. De hecho, su futuro superior no tardó en tenderle ambos brazos en señal de bienvenida y, sin pensárselo demasiado, ambos hombres se fundieron en un abrazo.
—¡Santo Dios! Pero ¿qué hacen ustedes aquí? —reaccionó al fin el padre Salas.
—Hace tres meses que llegué a Santa Fe acompañado por veintinueve frailes de nuestra orden.
—¿Veintinueve?
—Sí —asintió complacido el
Halcón
—. Nos envió el mismísimo rey don Felipe IV. Desea potenciar las conversiones de paganos en Nuevo México.
Su anfitrión le observó con atención. Intentaba disimular su sorpresa, provocada no tanto por la súbita llegada de sus correligionarios, como por el acertado vaticinio de Pentiwa, el chamán.
—¿Y por qué nadie me anunció su visita?
—Porque no se trata de un viaje pastoral. Todavía no he tomado posesión de mi cargo y no pienso hacerlo hasta dentro de dos meses.
—Está bien —suspiró fray Juan—. Vuestra paternidad y sus frailes pueden quedarse en esta misión todo el tiempo que deseen. Aquí tenemos pocas comodidades, pero su estancia será aceptada con alegría por los cristianos de esta villa.
—¿Son muchos?
—Muchos y creo que Su Majestad perderá el tiempo y los doblones si desea cristianizar a más indios, pues todos son devotos ya de Nuestro Señor Jesucristo.
—¿Todos?
—Sí —asintió secamente fray Juan—, pero pasad, y dejad que vuestros hombres se recuperen de tan largo viaje.
Fray Esteban y sus diez frailes le siguieron hasta el interior de la misión. Recorrieron la nave de la gran iglesia de adobe que los indios habían levantado unos años atrás y se internaron por un pequeño pasillo a la derecha del altar mayor.
Fray Juan les explicó que aquellas habitaciones habían sido utilizadas como granero en tiempos de guerra, ya que el edificio, además de la casa de Dios, era una auténtica fortaleza. Había sido construida con muros de adobe de tres metros de grosor en la base; carecía de ventanas y la nave de la iglesia podía albergar más de quinientas personas. También les advirtió de que anduvieran con cuidado cuando salieran a un pequeño patio interior que separaba las cinco habitaciones en que se dividía el local anexo a la iglesia, ya que unas tablas Casi podridas ocultaban uno de los pocos pozos de agua potable del pueblo.
—Los indios —les refirió el padre Salas— prefieren tomar el agua directamente del río, pero en tiempos de sitio, aquí dentro podrían abastecerse varias familias y resistir cualquier ataque.
La segunda mención al aspecto defensivo de su misión, indujo a los frailes a interesarse por la situación de la región.
—¿Les atacan a menudo aquí, padre? —preguntó fray Francisco de Letrado, un monje de mediana edad de Talavera de la Reina, con un gesto de temor dibujado en el rostro.
—¡Oh, vamos! ¡No hay de qué preocuparse! —fray Juan quitó hierro al asunto—. Hace mucho que no recibimos visitas hostiles de apaches u otros indios nómadas. Las sequías de los últimos años les ha obligado a buscar mejor caza y mejores silos que saquear más al oeste.
—Pero podrían volver en cualquier momento, ¿no es así? —terció el
Halcón
.
—Naturalmente. Por eso el pueblo mantiene esta iglesia en perfecto estado de conservación. Es su seguro de vida.
Finalmente, el padre Salas les señaló también dónde podrían quitarse de encima el polvo del camino, y les emplazó a reunirse con él después, para celebrar los oficios de vísperas
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. Zanjó con un gesto firme sus gestos de agradecimiento y abandonó raudo la iglesia. Inmediatamente después, se dirigió hacia el río. Deseaba meditar acerca de la llegada de los frailes y de las extrañas revelaciones del indio Pentiwa. ¿Cómo demonios ese chamán se había adelantado a los acontecimientos? ¿Acaso alguno de sus hombres le habría alertado de la llegada del grupo del padre Perea? Y en ese caso, ¿qué sentido tendría atribuir su información a un «relámpago azul» o a sueños premonitorios? Quizás —dedujo el atormentado franciscano—, parte de las respuestas la podría hallar en cuanto averiguara las verdaderas intenciones del padre Perea, y comprobara si se correspondía o no con lo profetizado por el «hombre medicina».
Fray Juan caminó por una pequeña ribera poblada de sabinas. Allí solía dormitar en las tardes calurosas del verano, o leía fragmentos del Nuevo Testamento, especialmente del evangelio de Lucas, que era su favorito. Pero aquel paseo era distinto: no podía evitar la impresión de que la llegada del padre Perea tenía algún significado que a él se le escapaba, y que sin duda guardaba relación con la repentina necesidad de Pentiwa de hablar con él. Quizás, como señalara el apóstol Lucas en el capítulo 12 de su evangelio, se trataba de señales que debía interpretar como quien al ver nubes cree que va a llover. Pero ¿señales de qué?
—Fray Juan, estaba usted aquí…
El fraile, ensimismado en sus pensamientos, ignoraba que el
Halcón
había estado voceando su nombre por todo el poblado.
—Me gusta venir aquí a hablar con Dios, padre Perea. Es un sitio tranquilo, donde es fácil meditar sobre los problemas… —el tono de fray Juan sonó cansino.
—¿Problemas? Espero y deseo que nosotros no supongamos un problema para usted, ¿verdad?
—No, no. Por favor. Nada de eso. ¿Quiere acompañarme a terminar mi paseo?
Fray Esteban de Perea asintió. Y los dos, caminando bajo las refrescantes sombras alimentadas por el Río Grande, se observaron con disimulo, midiendo cómo iniciar la conversación. Ambos deseaban saber cosas del otro, pero no querían preguntarlas abiertamente, ya que eso delataría sus intenciones. Y ambos tenían razones para ocultarlas.
—Así que usted ha venido a reemplazar a fray Alonso de Benavides… —Salas fue el primero en abordar a su interlocutor.
—Sólo cumplo instrucciones de nuestro arzobispo. Rezo cada día a Nuestra Señora para que me permita estar pronto al frente de mis responsabilidades, antes de que llegue el próximo invierno.
—Y dígame, padre —prosiguió fray Juan sibilino; no podía desaprovechar aquel providencial encuentro—, ¿se ha detenido en esta misión por alguna razón en especial?
El Halcón
dudó, y trató de esquivar la pregunta sin demasiado acierto.
—En cierto modo, sí.
—¿En cierto modo?
—En realidad, no debería hablarle de ello, pero dado que usted es el único cristiano que puede ayudarme en esta región, no me queda otro remedio. Verá, monseñor Manso y Zúñiga me encomendó en México una tarea que no sé por dónde comenzar…
—Usted dirá.
Fray Esteban adoptó una actitud confidente. Mientras seguían caminando por la orilla tras dejar atrás las últimas casas de Isleta, le explicó que lo que iba a referirle no lo sabían con tanto detalle ni los frailes que le acompañaban.
—Antes de partir, el arzobispo me puso al corriente de unos persistentes rumores que hablan de conversiones multitudinarias de indios en estas regiones. Según me explicó, las mismas malas lenguas aseguran que tras esos arrebatos de fe se esconde la intervención de fuerzas sobrenaturales, que han convencido a los nativos para que nos encomienden sus almas.
—¿Y por qué le interesan tanto unos simples rumores?
—Ya sabe que en el Santo Oficio somos muy celosos de todo lo que se refiere a hechos sobrenaturales. Sólo en la ciudad de México el propio monseñor Manso ha tenido que extremar las precauciones después de que comenzaran a surgir por todas partes indígenas que aseguraran haber visto de nuevo a Nuestra Señora de Guadalupe…
—¿Y usted les da crédito?
—Ni lo doy ni lo quito, padre.
—¿Y cree que aquí ha podido suceder lo mismo?
—No puedo estar seguro, naturalmente, pero comprenderá que ese tipo de afirmaciones, de labios de unos conversos tan recientes, son algo sospechosas. Y mi obligación es investigarlas, ¿usted no lo cree necesario? —el
Halcón
espió a su anfitrión de reojo.
—Querido padre Perea, yo me remito a los hechos. No puedo decirle que haya visto ningún fenómeno sobrenatural con mis propios ojos, porque sería mentirle, pero debe entender que quizás yo sea el menos indicado de cuantos vivimos aquí para presenciarlo.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que ya gozo del don de la fe, y estos indios no. Y si ellos vieron u oyeron algo que les incitó a pedirme el bautismo, ¡bendito sea Dios! Yo sólo me remito a los resultados, a cosechar sus almas, y no a averiguar las causas. ¿Me comprende?
Fray Juan se detuvo un momento para mostrarle algo a su huésped. Desde aquella ribera se divisaba una hermosa panorámica de la misión y de las casas que se alzaban a sus pies. Todas estaban coronadas con pequeñas cruces de madera, que imitaban los dos crucifijos de hierro colado que remataban las torres de la iglesia pero que también, a juicio del padre Salas, daban una idea de lo profundamente cristianas que se sentían aquellas gentes.
—Todo eso está muy bien, fray Juan, pero mi objetivo aquí es determinar las causas de esa conversión masiva. Comprenda que en México estén muy sensibilizados por esa cuestión…
—Lo comprendo.
Pentiwa tenía razón, y su acierto hizo que un escalofrío recorriera de arriba abajo al padre Salas. ¿Debía referir lo que el «hombre medicina» le contó del «relámpago azul»? ¿Y para qué? —lo pensó mejor—. ¿Para que luego ningún indio corroborara la historia y se presentaran como buenos cristianos? No. Era más prudente seguir callando.
—Está bien —resopló fray Esteban—. Hábleme de las cifras de conversos en la zona. ¿Son tan altas como se dice?
—No sabría precisárselo. Sólo dispongo de números aproximados, ya que todavía no he podido llevar demasiado al día los libros de bautismo. Pero oscilan entre las ocho mil almas convertidas a nuestra fe en 1608, a los casi ochenta mil adultos bautizados en estas fechas… —el padre Salas templó la voz—. Piense usted que el año pasado el propio arzobispo de la región de México accedió a que se constituyese definitivamente la Custodia de la Conversión de San Pablo
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para que pudiéramos administrar mejor a todos estos nuevos cristianos.
—Ya —asintió el
Halcón
—. ¿Y no le parecen unos resultados demasiado exagerados para tan poca mano de obra franciscana?
Su comentario, acompañado de una sonrisa cínica, sonó casi a amenaza.
—¿Exagerados? ¡De ningún modo! Aquí, eso no puedo negárselo, está pasando algo maravilloso, casi divino. Pero insisto en que ignoro sus causas. Desde que construimos la misión y la noticia de nuestra llegada se extendió por la región, casi no tuvimos que esforzarnos en llevar la Palabra de Dios a estas gentes; fueron ellos los que vinieron aquí, y nos pidieron que les instruyéramos sobre su doctrina. ¡Mire usted el efecto!
—Y dígame, padre Salas, ¿a qué cree que se debe el interés de estos indios y que, sin embargo, unos cientos de millas más hacia al oeste otros nativos hostiguen y den muerte a nuestros hermanos?
Fray Esteban afiló su lengua, tratando de provocarle. Y lo consiguió, pues el padre Salas se tornó más explícito.
—Al principio creí que los indios vinieron a esta misión en busca de seguridad. Aquí, antes de que llegáramos los españoles, las tribus sedentarias como los tiwas o los tompiros eran saqueadas a menudo por los apaches, que todavía son cazadores nómadas, muy fieros, que dominan la región del oeste. Por eso, erróneamente, creí que asentándose junto a la iglesia, estas gentes se sentían a salvo bajo la protección de nuestros soldados.
—¿Erróneamente?
—Sí. Fue un lamentable error. Estaba tan ocupado instruyendo a aquellas primeras avalanchas de indios, que no presté demasiada atención a sus historias. Hablaban de voces que retumbaban en los cañones, o de extrañas luces en las orillas de los ríos que les ordenaban abandonar sus pueblos en esta dirección.
—¿Unas voces? ¿No le contaron nada más de ellas? —fray Esteban intentó controlar su entusiasmo.
—Ya digo que no concedí importancia a aquellos cuentos. Supongo que creerían que se trataba de los espíritus de sus antepasados, o de alguno de sus numerosos ídolos paganos…
—¿Y cree usted que yo podría interrogar a alguien que haya escuchado esas voces? Eso nos ayudaría a salir definitivamente de dudas.
—No. No lo creo.
Fray Esteban le miró irritado.
—Los indios son muy discretos sobre sus creencias. Temen que se las arranquemos en nombre de Jesucristo, y sólo las refieren cuando toman confianza con alguien. Ahora bien —remató fray Juan—, acaso pueda sonsacarles si aplica algo de estrategia.
—Lo haré, vive Dios.
El
Halcón
y sus hombres permanecieron en Isleta tres días más. Siguiendo las instrucciones de su superior, los diez frailes que le acompañaban dejaron sus aposentos en la misión fortificada de San Antonio al amanecer del segundo día y buscaron alojamiento en el seno de algunas familias del poblado. Pronto comprobaron que el carácter de los indios era amable y hospitalario, y que les complacía recibir en sus casas a esos hombres de Dios.
La estrategia de fray Esteban eran bien simple: una vez dentro del seno familiar, y generalmente con la ayuda de los más pequeños de la casa, que ya hablaban bastante fluidamente el castellano, los frailes tratarían de sonsacarles sobre las razones íntimas de su conversión. No se trataba de espiar —cosa imposible, dadas sus limitaciones idiomáticas—, sino de lograr su «confesión», preparando el terreno con explicaciones más o menos grandilocuentes de episodios bíblicos, como la aparición del ángel a José en sueños, o de sucesos más recientes, como las apariciones de la Guadalupana al indio Juan Diego hacía menos de cien años.