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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (16 page)

BOOK: La dama azul
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—Sí.

—¿Y?

—Sus ropas estaban calientes, como cuando nuestras mujeres sacan sus telas de las tinajas donde las tiñen. Pero estaban secas. Incluso nos dejó tocar su cruz negra y nos enseñó algunas oraciones, que nos obligaba a repetirle en otras visitas.

—¿Oraciones? ¿Sabría usted recitarlas?

—Creo que sí —dudó.

—Por favor…

Sakmo se arrodilló de nuevo, juntó las manos en señal de recogimiento, y comenzó a entonar una familiar letanía en latín, que sonaba extraña al salir de su boca.

—Pater noster qui es in coelis… sanctificetur nomen tuum… adveniat regnum tuum… fiat voluntas tua sicut in coelo…

—Es suficiente —le interrumpió fray Juan de Salas—. Explíquele al padre Perea dónde lo ha aprendido. ¿Quién se lo enseñó?

—Ya se lo he dicho: la Dama Azul nos lo enseñó.

—¿Y nunca antes ha visto usted a un franciscano? —terció el
Halcón
de nuevo.

—No… hasta hoy. Aunque otros hombres del pueblo sí lo habían hecho, cuando vinieron aquí en estaciones anteriores para informarse de la fe en el nuevo dios, como hace muchos años en nuestro poblado. También algunas tribus amigas vienen hablándonos de ustedes desde hace varias generaciones.
[21]

—¿Y quién les dijo que vinieran aquí?

—También la Dama Azul. Insistía mucho en ello. Decía que su instrucción nunca podría ser completa, ya que tenía que visitar a otras muchas tribus, pero que ustedes la completarían.

—¿Qué otras tribus debía visitar?

—Nunca lo dijo.

Mientras Sakmo terminaba de contestar aquella nueva tanda de preguntas, fray García de San Francisco, un joven religioso de Zamora, se aproximó con cautela hasta el
Halcón
. Ante el desconcierto de sus hermanos, le murmuró algo que hizo sonreír levemente al padre Esteban.

—Está bien, enséñesela. No tenemos nada que perder.

Fray García salvó de cuatro grandes zancadas la distancia que le separaba del apuesto indio, y sin mayores contemplaciones, extrajo de debajo de su hábito un pequeño escapulario con una minúscula imagen grabada en él.

—Es la madre María Luisa —dijo en alto, para todos los presentes—. La llevo siempre conmigo, porque me protege de todo mal. En Palencia, muchos creemos que es una de las pocas santas vivas que existen.

El hermano García acercó con delicadeza el pequeño retrato a Sakmo. Y el
Halcón
tronó desde el otro extremo del refectorio, pidiendo al padre Salas que tradujese.

—¿Es ésa la mujer que usted ha visto?

Sakmo observó con atención la miniatura, pero guardó silencio.

—Responda. ¿Es ésa? —repitió impaciente.

—No —contestó firme.

—¿Está seguro?

—Completamente. La mujer del desierto tiene el rostro más joven, menos arrugado. Las ropas son parecidas, pero las de esta mujer son del color de la madera, no del tono del cielo.

Fray Esteban se rindió ante la falta de resultados que aclararan la situación y ante su impotencia para confirmar los temores de su superior en México. Y es que, de aceptar el relato de aquel jumano, Sakmo se había tropezado con una mujer joven, resplandeciente, que incluso había dejado que tocaran sus ropas —luego era física, tangible, real— y que, por si fuera poco, enseñó el
Padrenuestro
a varios indios de su tribu. Ahora bien, ¿qué hacía una mujer de aspecto europeo visitando aquellas regiones en solitario? ¿Qué clase de fémina sería capaz de descender por un camino de luz desde el cielo? ¿Y por qué no había dejado ninguna pista que permitiera identificarla?

Tras apurar los últimos apuntes, el padre Perea despidió al «capitán tuerto» y a Sakmo. Les emplazó a esperar hasta que tomara una determinación sobre su relato, y pidió a sus frailes que le brindaran alguna opinión. Sólo fray Bartolomé Romero, siempre tímido pero con cierta fama de erudito en el grupo, se atrevió a terciar en el asunto.

—No creo que debamos enfrentarnos a este episodio como si los indios hubieran tenido una experiencia mística —arrancó.

—¿Qué insinúa, padre Romero?

El
Halcón
observó cómo su interlocutor entrecruzaba los dedos regordetes de sus manos con cierta ansiedad. Fray Bartolomé no era el prototipo de hombre de acción, sino la encarnación ideal de los amanuenses de los monasterios medievales. Todavía sudaba al recordar los días de paso ligero junto a fray Esteban, y se estremecía sólo de pensar que podía volver de nuevo a los caminos.

—Desde mi punto de vista, yo descartaría que se trate de una aparición de Nuestra Señora, como usted, padre Perea, ha insinuado en alguna de sus preguntas.

—¿Y cómo puede estar tan seguro de ello?

—Porque vuestra paternidad sabe muy bien que las apariciones de la Virgen son experiencias inefables, absolutamente inenarrables. Además, si para un buen cristiano es difícil describir esta clase de cuitas divinas, cuánto más debería serlo para un pagano sin instrucción.

—Es decir…

—Es decir, que este indio vio algo terrenal, no divino —completó fray Bartolomé.

El
Halcón
se persignó ante el estupor de los demás frailes, y permaneció unos segundos meditabundo.

Después, sin más comentarios, disolvió la asamblea y pidió al padre Salas que permaneciera con él unos instantes.

Tan pronto los dos franciscanos se quedaron solos, fray Esteban tomó un pellejo lleno de vino que guardaba colgado bajo una sombra cercana, y sirvió algo de líquido en sendas jarras de barro.

—Beba, hermano Juan. Tal vez el vino nos ayude a tomar la decisión correcta.

—¿Ya sabe lo que va a hacer, padre?

Fray Juan tanteó el terreno con cautela, mientras mojaba sus labios en el alcohol.

—Como supondrá, no estoy seguro de saber cuál es la decisión correcta en este asunto… Nuestra actuación varía mucho si se trata de una aparición de la Virgen o de las andanzas de alguna devota mujer extraviada por estos pagos.

—No entiendo…

—Es evidente, padre Salas. Si lo que se ha aparecido a estos indios es Nuestra Señora, no hay nada que temer.

El cielo nos ha enviado una gran bendición y nos protegerá de cualquier mal cuando visitemos la región de la Quivira. En cambio, si como dice fray Bartolomé, no existe semejante prodigio, ya que no hay indicios de fenomenología mística en el relato del indio, podríamos pensar que los jumanos han visto a una mujer de carne y hueso, como nosotros. Es más, ella podría haberse mostrado gracias a las arteras habilidades del diablo, y podría hacernos caer en una emboscada que echara a perder el resto de planes de evangelización de estas comarcas.

—¿Y por qué teme tanto esa segunda posibilidad?

—Bueno… Sakmo lo ha dicho, ¿no? Aquella mujer llevaba anudada a la cintura una cuerda como las nuestras.

Quizás se trate de una religiosa de la seráfica orden de San Francisco…

—O quizá no. ¿No le parecen más propios de la Virgen procederes como el descenso de los cielos o el brillo del rostro?

—Tal vez, pero nuestro amado fray Bartolomé ha olvidado citar otra característica de las apariciones de la Virgen que falta aquí. Nuestra Señora suele aparecerse a personas aisladas, no a grupos, como los jumanos. Recuerde al apóstol Santiago, que vio a la Virgen en Zaragoza, o a Juan Diego y la Guadalupana hace mucho menos tiempo…

—Pero, padre, todavía no me ha respondido por qué cree que pueda tratarse de una simple mortal.

El
Halcón
apuró de un sorbo el contenido de su jarra y permaneció en silencio unos instantes, saboreando su contenido. Luego, con un tono de voz resignado, respondió:

—Hay una razón, pero debe guardarme el secreto.

—Por supuesto.

—Además de advertirme de los rumores de conversiones sobrenaturales que corrían por estas regiones, el arzobispo Manso me mostró en México una carta que acababa de recibir de España. Se la había enviado otro franciscano, un tal Sebastián Marcilla, afincado en Soria por más señas, en la que le advertía que estuviera muy al tanto del descubrimiento de trazas de nuestra fe entre los indios afincados en el área de la Gran Quivira…

—No entiendo, ¿cómo podía él…?

—A eso voy, padre.

El
Halcón
prosiguió.

—En aquella carta, el hermano Marcilla le rogaba a nuestro arzobispo que hiciera todos los esfuerzos posibles por averiguar el origen de esas trazas, y que determinara si detrás de ellas podían estar las apariciones de una religiosa con cierta fama de milagrera en España…

—¿Apariciones?

—Bueno, el término correcto sería proyecciones, puesto que Marcilla deducía que esta religiosa, de clausura por cierto, podría gozar del don de la bilocación, es decir, podría dejarse ver por aquí sin dejar de estar en España.

—¿Y quién es? ¿La madre María Luisa, de la que habló fray Diego durante la comida?

—No. Se trata, al parecer, de una joven monja soriana llamada María Jesús de Ágreda.

—¿Y a qué espera, entonces? —saltó el padre Salas—. Si ya tiene esos indicios reunidos, ¿por qué no envía una pequeña comisión a la Quivira a que haga algunas discretas averiguaciones? Con dos frailes bastaría para que…

—¿Quiénes? —fray Esteban le interrumpió en seco.

—Si lo considerara oportuno… Yo me ofrezco voluntario. Y podría llevarme uno de los hermanos legos, fray Diego por ejemplo, que es joven y fuerte, y sería un magnífico asistente de viaje. Juntos podríamos completar nuestra misión en algo más de un mes e informarle después.

—Déjemelo pensar.

—Humildemente, creo que no tiene ninguna opción mejor, padre. Hablo la lengua de los indios, ellos me conocen desde hace años y sé cómo sobrevivir en el desierto mejor que ninguno de sus hombres. Para mí no sería mayor problema caminar con ellos hasta su poblado y regresar en solitario después, esquivando las rutas más vigiladas por los apaches.

El
Halcón
se sentó en la ribera del río. Con gesto distraído, tomó un par de minúsculas ramas del suelo y las arrojó con fuerza al agua.

—Supongo que nada puede resistirse a la corriente de la vida, ¿verdad? —murmuró.

—No, claro —asintió Salas desconcertado.

—… Pues sea. Partirán ustedes con la próxima luna llena, en agosto. Dentro de diez días. Enseñe bien su oficio a fray Diego, y tráigame cuanto antes noticias de esa Dama Azul.

Capítulo
20

A las cuatro y cuarenta minutos de la madrugada, los alrededores de la Biblioteca Nacional de Madrid estaban en absoluta calma. Ninguno de los autobuses del aeropuerto, con base en la cercana plaza de Colón, funcionaba aún, y el tráfico se reducía a unos pocos taxis vacíos.

Una furgoneta Ford Transit plateada tomó desde Serrano la estrecha calle de Villanueva, recorriendo cuesta abajo la verja metálica que rodea el Museo Arqueológico Nacional y la gran Biblioteca. Unos doscientos metros antes del final de la calle, a punto de desembocar en el paseo del Prado, el conductor apagó motor y luces y continuó rodando hasta aparcar en batería frente al edificio de Apartamentos Recoletos.

Nadie advirtió su presencia.

Un minuto y treinta segundos más tarde, dos siluetas negras descendieron de la furgoneta.

—¡Rápido! ¡Es justo aquí!

Las figuras escalaron vertiginosamente los más de tres metros de verja, sin un solo movimiento en falso. Llevaban a sus espaldas una minúscula mochila negra, y en sus oídos unos pequeños auriculares. Una tercera persona, en el interior de la furgoneta, acababa de interceptar con un escáner la última transmisión del walkie-talkie del guarda de seguridad de la puerta principal, y había confirmado que esa zona estaba despejada.

Una vez en el interior del patio frontal de la Biblioteca, las sombras desfilaron velozmente por delante de las estatuas sedentes de san Isidoro y de Alfonso X el Sabio, quienes situados a quince escalones de altura sobre el nivel de la calle, parecían observar atentamente los movimientos de los intrusos.

—¡Corre, joder! —ordenó la sombra de vanguardia. En diez segundos, los dos polizones se pegaban contra el muro exterior izquierdo de esas escaleras. Cinco segundos después, una de las siluetas, el «cerrajero», abría una de las puertas de cristal del edificio.

—Pizza a base, ¿me recibes?

La voz del «cerrajero» sonó clara en el interior de la Transit.

—Alto y claro, Pizza 2.

—¿Sabes si el
municipal
está en la entrada?

El
municipal
no podía ser otro que el guardia de seguridad de ese sector.

—Negativo. Vía libre… y buen servicio.

Cuando las dos sombras penetraron en el edificio, la bóveda de medio cañón que brinda el acceso al interior de la Biblioteca estaba despejada. Además la luz roja de los sensores volumétricos de las esquinas no había sido conectada.

—Se habrá ido a pasear el canario… —murmuró satisfecho la primera sombra al ver el campo libre.

—Dos minutos, treinta segundos —respondió el «cerrajero».

—Está bien, ¡vamos!

Con destreza, las sombras ascendieron los treinta y cinco escalones de mármol que conducen hasta la embocadura de la sala general de consulta, donde acababan de instalar una docena de ordenadores para que los lectores accediesen a la base de datos del centro. Tras doblar rápidamente a su derecha y atravesar una sala de ficheros envuelta en la más impenetrable oscuridad, se acercaron con cautela hasta la cristalera del fondo.

—Dame la punta de diamante.

El «cerrajero», con precisión quirúrgica, perforó una de las esquinas de la ventana más occidental de la pared, y siguió todo su contorno hasta completar el corte. Tras adherir dos suaves ventosas a su superficie, arrancó el cristal sin hacer apenas ruido.

—Apóyalo contra la pared —ordenó a su compañero.

—Bien.

—Tres minutos, cuarenta segundos.

—Correcto. Sigamos.

La ventana recortada separaba la sala de fichas de la sala de consulta de manuscritos. Sólo la tibia luz amarilla de los dos focos de emergencia situados sobre cada una de sus puertas iluminaba la estancia.

—¡Un momento! —el «cerrajero» se detuvo en seco—. Base, ¿me escuchas?

—Pizza 2, te escucho.

—Quiero que me confirmes si los ojos de la antesala del horno ven algo.

—Enseguida.

El hombre de la Transit tecleó unas instrucciones en un pequeño ordenador, conectado a una minúscula antena giratoria atornillada sobre el techo de la furgoneta. Con un leve zumbido, ésta se orientó hacia la Biblioteca, rastreando una señal electrónica muy concreta. Pronto, el cristal líquido del ordenador se iluminó y en el monitor apareció un plano completo de la planta principal del edificio.

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