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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (14 page)

Por primera vez en su vida, Carlos se sentía como si el suelo se moviera bajo sus pies.

—¡No te imagino detrás de las faldas de una monja! —estalló sonoramente José Luis Martín en medio de
Paparazzi
, un céntrico restaurante cercano al campo de fútbol del Real Madrid.

José Luis fue la primera persona con la que Carlos se reunió tras su encontronazo en Ágreda. Tenía cierta confianza en él, y además, reunía varias cualidades que lo convertían en el candidato ideal al que exponer sus dudas: había estudiado psicología en la Universidad de Navarra; fue cura castrense durante veinte años en el acuartelamiento de Cuatro Vientos hasta que colgó los hábitos por Marta, su mujer, y ahora trabajaba como asesor del grupo 12 de la Brigada de Información de la Policía, en la comisaría de la calle La Tacona. Era un hombre meticuloso y ordenado, lo cual compensaba su proverbial falta de memoria, convirtiéndole en un excelente asesor policial para todo lo relacionado con crímenes religiosos, sectas y movimientos esotéricos de sospechosas filiaciones legales y políticas… Un «pequeño detalle» que, dicho sea de paso, había ayudado en el pasado a cimentar una sólida amistad entre ambos.

—¿Has pensado en la posibilidad de que fueras tú quien atrajo a esa monja?

José Luis decidió «entrar a matar», antes de llevarse a la boca otro pellizco del carpaccio de ternera que había pedido. Todavía no se había recuperado de la sorpresa de saber a su amigo periodista envuelto en temas religiosos, y le observaba con una mezcla de curiosidad y preocupación.

—Eso es lo que me gusta de ti, José Luis: tienes ideas todavía más extrañas que las mías —respondió Carlos divertido—. ¿Qué tratas de insinuar esta vez?

—Muy sencillo. Ya sabes que a mí la psicología convencional no me va; que prefiero estudiar los textos de escritores malditos como Jung que leer cualquier manual conductista…

—Ya, ya… por eso estás en la Policía y no en una consulta.

—No te rías. Jung llamaría a lo que te ha pasado en Soria «sincronicidad», que es una bonita manera de decir que las casualidades no existen y que todo lo que le sucede a una persona tiene una causa oculta. En tu caso —prosiguió el policía—, Jung diría que el artículo que publicaste sobre teleportaciones mencionando a la monja, y tu obsesión por el tema, te predispusieron para vivir un «sincronismo».

José Luis no dejó replicar a Carlos.

—Tú sabes mejor que nadie que los fenómenos de percepción extrasensorial no se limitan a los tontos experimentos de telepatía con cartas que llevan impresas estrellas, círculos, ondas y cruces. La percepción extrasensorial es algo más complejo que se manifiesta con mayor fuerza cuando hay emociones de por medio… ¿Es que nunca has soñado con algún ser querido y a la mañana siguiente has recibido una carta suya? ¿Jamás ha sonado tu teléfono y te has encontrado con la voz de una persona en la que estabas pensando un segundo antes?

Carlos asintió, recordando que había olvidado telefonear a Clara. «¡Soy un desastre!», se reprochó. El policía prosiguió:

—Pues bien, en todos esos fenómenos intervienen las emociones que, según Jung, son el motor de los fenómenos psíquicos.

—Sigo sin entender —replicó el patrón suavemente.

—En el fondo es muy sencillo: cuando te tropezaste en la carretera con aquel indicador de Ágreda, probablemente estabas inmerso en un estado mental disociado. Por un lado, gozabas de tu «estado normal» o «probable» y por otro, de un estado «crítico» del que no eras consciente, pero que tenía que ver con tu obsesión por las teleportaciones. Y fue precisamente este estado, esa especie de «otro yo», el que rastreó sutilmente la existencia de ese punto geográfico, que debiste ver en el mapa sin darte cuenta, y el que te llevó hasta allí haciendo creer a tu «yo normal» que todo era fruto de un extraño azar.

—¿Y ese estado «crítico» me guió después hasta el convento de las franciscanas?

—Por supuesto.

José Luis bebió satisfecho de su copa de cerveza. Estaba seguro de haber hecho diana recurriendo a las curiosas teorías de la «sincronicidad», esbozadas por el psicólogo suizo Carl Gustav Jung. Incluso, en un alarde de complicidad raro en él, confesó al periodista que, «sincrónicamente», acababa de terminar una obra de Jung sobre el azar que a Carlos le vendría muy bien estudiar, ya que su lectura le demostraría que no hay más inteligencia planificadora, ni Destino, ni Providencia, que la que cada ser humano alberga dentro de sí.

Su pragmatismo, sin embargo, no tardó en derrumbarse.

—Aceptemos tu hipótesis por un momento, y admitamos que todo ha sido fruto de un tremendo autoengaño, que no hubo tal «viaje guiado» —Carlos pudo explicarse por fin—. Entonces, ¿quién o qué lanzó varias toneladas de nieve sobre la sierra de Cameros, dejando abierta precisamente la ruta hacia Ágreda? Y una cosa más, ¿también fue mi estado anímico el que me llevó, sin preguntar a nadie (porque no encontré al cura ni en la iglesia ni en su casa parroquial), hasta el convento? ¿Y cómo pudo mi «otro yo» orientarse dentro de Ágreda si nunca antes había visto un plano de esa ciudad?

El policía comenzó a hacer rodar nerviosamente entre sus largos dedos un pequeño vaso de vino vacío. Luego fijó su mirada en los ojos del patrón.

—Escúchame bien, Carlos… Si todo esto no obedece a una sincronicidad junguiana y no tiene que ver con la Percepción Extrasensorial, deberían salirte al paso nuevas evidencias de que todo está guiado.

—¿Qué clase de evidencias?

—Lo ignoro. Cada vez son diferentes, créeme. Pero si no te surgieran —prosiguió endureciendo el tono de sus palabras—, ¡exígelas! En comisaría veo mucha mierda todos los días. Asisto a los interrogatorios de la mayoría de los detenidos y evalúo los perfiles psicológicos de muchos delincuentes. Y esto, un día tras otro, te hace perder la fe en la trascendencia del ser humano y en que haya nadie ahí arriba… Ahora bien, si logras demostrar que lo que te sucedió en Ágreda fue un incidente preparado por alguna clase de inteligencia sobrehumana, y que ésta es capaz de responder a tus demandas…

—¿Qué?

—Pensaré en retomar los hábitos.

—¿Hablas como psicólogo o como ex sacerdote? —sonrió el patrón.

—De hombre que un día buscó a Dios, pasó veinte años entre quienes creía que eran sus ministros, y no lo encontró. Por eso tu trabajo en este caso podría ser importante.

José Luis dejó el vaso sobre la mesa, miró al periodista con un rictus pétreo, y le devolvió la palabra con una pregunta incómoda.

—¿Eres creyente?

Carlos se quedó helado.

—¿Te refieres a si soy católico practicante? —respondió a la gallega.

José Luis asintió con la cabeza.

—… No —balbuceó atónito ante el rumbo que tomaba la conversación.

—Entonces quizás podrás encontrar la Verdad sin que te ciegue ninguna fe anquilosada.

—¿La Verdad? ¿Con mayúsculas?

—Sí. Se trata de una energía aplastante, que siempre sale a relucir, aunque tarde siglos en hacerlo, y que reconforta y sana cuando se la encuentra. Es algo —bajó de repente el tono de voz; temía encontrar la mirada curiosa de algún comensal—… que tiene que ver con Dios.

Capítulo
18

Apenas pasaron veinticuatro horas antes de que el
patrón
volviera a reunirse con José Luis, en otras circunstancias que en ese momento nunca hubiera podido prever. Durante ese tiempo, Carlos se empleó en la búsqueda de más información sobre María Jesús de Ágreda. Ahora sabía, al menos, por dónde empezar. Primero debía consultar los fondos de la Biblioteca Nacional. En los archivos encontró numerosas referencias a Fray Alonso de Benavides, el hombre que en 1630 investigó el asunto de las presuntas bilocaciones de la madre Ágreda y quién elaboró un extraño documento, plagado de referencias vagas a una Dama Azul que evangelizó varias tribus indígenas antes de la llegada de los primeros franciscanos.

Tras dos días de gestiones burocráticas, solicitudes y permisos, el miércoles 17 de abril, en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional, Carlos recibió el texto. La sala era un rectángulo de más de cien metros de longitud, de suelo enmoquetado y sucio, con más de cincuenta pupitres, férreamente vigilada por una bibliotecaria con cara de pocos amigos. El trabajo de aquella mujer de aspecto marcial consistía en acercarse periódicamente hasta los montacargas que comunicaban los archivos de la Biblioteca con la sala y comprobar si les servían las obras solicitadas.

—«Memorial
de Benavides» —leyó de una ficha rosa, por encima del hombro de Carlos.

—Sí, lo pedí yo.

La bibliotecaria observó al periodista con desagrado.

—Ya sabe que sólo puede escribir con lápiz. Use sólo lápiz, ¿me ha entendido?

—Sí señora. Sólo lápiz.

—Y a las nueve cerramos.

—También lo sé.

La funcionaría dejó la obra sobre la mesa donde estaba el periodista. Se trataba de un libro de 109 páginas, impreso en un papel amarilleado por los siglos, y en cuya desgastada portada, sobre un tosco grabado de la Virgen sosteniendo en pie al niño Jesús y coronada de estrellas, podía leerse: «Memorial que fray Juan de Santander, de la Orden de San Francisco, Comisario General de Indias, presenta a la Majestad Católica del Rey don Felipe Cuarto nuestro señor». Y a renglón seguido: «Hecho por el padre fray Alonso de Benavides, comisario del Santo Oficio y Custodio que ha sido de las Provincias y conversiones del Nuevo México».

Carlos sonrió satisfecho. Aunque abrió el libro con toda precaución, el lomo crujió como la madera vieja.

Tras hojear algunas de las gruesas páginas,
el patrón
se hizo una idea aproximada de su contenido: su autor pretendía explicar a un jovencísimo Felipe IV los logros obtenidos desde 1626 hasta la fecha de impresión, por una expedición de doce misioneros franciscanos encabezada por el mismísimo Benavides y destinada a evangelizar los territorios de Nuevo México.

Con un estilo barroco propio del momento, fray Alonso se deshacía en halagos a Dios Nuestro Señor y a su Fuerza (
sic
), a la que atribuía el descubrimiento de minas, la rápida erradicación de la idolatría, la conversión de miles de almas en tiempo récord y, sobre todo, la imparable labor de edificación de iglesias y monasterios. «En solo un distrito de cien leguas —copió el periodista en su cuaderno de notas—, la Orden ha bautizado más de ochenta mil almas y construido más de cincuenta iglesias y conventos.»

Pronto Carlos tuvo claro que el
Memorial
de Benavides era la típica obra de propaganda de su siglo. Se veía a la legua que buscaba el favor económico del rey para que reforzara las posiciones avanzadas por los franciscanos en América y financiara los viajes de nuevos misioneros.

En cualquier caso, el escrito disfrazaba ese objetivo de modo muy elegante. Pasaba revista, una por una, a todas las tribus que los hombres de Benavides habían encontrado en su ruta: apaches, piros, senecus y otros muchos pueblos eran descritos con extraordinaria candidez.

—Todo un documento, sí señor —murmuró Carlos para sus adentros.

Pero
el patrón
descubrió también que había algo que no encajaba: el nombre de María Jesús de Ágreda no aparecía en ninguna página. No se la citaba como la responsable de ninguna conversión; tampoco se mencionaba jamás la palabra bilocación. Es más, si de alguien se hablaba era de la Virgen, de la ayuda que prestó a las conversiones y de cómo «los favores de Nuestra Señora» impulsaron el imparable avance cristiano en Nuevo México.

¿Cómo era posible? ¿Le habían suministrado una pista falsa las monjitas de Ágreda? ¿Estaban confundidas sobre la verdadera naturaleza de aquel texto?

Carlos estuvo tentado de cerrar violentamente el informe. Sólo le detuvo el semblante canino de la bibliotecaria. Se decidió a agotar su tiempo en la sala de manuscritos y a hacer una segunda lectura, esta vez más atenta, del
Memorial
. Su «suerte» —aquella misma
fuerza
que le había guiado por la sierra de Cameros días atrás— le llevó derecho a la página 83.

—Pero, ¿será posible…?

Su exclamación, aunque apenas audible, recorrió la sala semivacía, retumbando entre las estanterías atestadas de catálogos e inventarios de documentos.

Había una razón para aquel «despropósito»: delante de él, bajo el sugerente epígrafe «Conversión milagrosa de la nación Jumana», se podía leer un extraño relato. Mencionaba a un tal fray Juan de Salas que, hallándose en tierras de indios tiwas al frente de un grupo de misioneros, recibió la visita de algunos miembros de la tribu de los jumanos, también llamada de los salineros por la proximidad de sus asentamientos a importantes minas de sal, que le rogaron encarecidamente que mandara a un misionero a predicar a su pueblo. Al parecer, según explicaba Benavides, esa misma petición formal había sido realizada en años anteriores, pero nunca atendida dada la carencia de frailes destinados en Nuevo México. «Y antes de que fuesen —leyó Carlos— preguntando a los indios la causa por la que con tanto afecto nos pedían el bautismo y que los religiosos los fueran a adoctrinar, respondieron que una mujer como aquella que allí teníamos pintada (que era un retrato de la madre Luisa de Carrión) les predicaba a cada uno de ellos en su lengua. Les decía que fuesen a llamar a los padres para que les enseñasen y bautizasen, y que no fuesen perezosos.» Fue una revelación.

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